Rezarle a la muerte
Leopoldo María Panero se instaló en Canarias "por razones climáticas" en 1997 Su casa estaba en el hospital psiquiátrico y su actividad literaria, en intercambio cultural con escritores marginales, transcurrió en bares y cafés
“Me despierto a las cuatro de la madrugada y me arrodillo para rezarle a la muerte. Mi madre pisotea mi tumba. ‘No debes beber”. En cierta ocasión Leopoldo María Panero pronunciaba una conferencia en un antro nocturno de Las Palmas en la que se presentaba como un trasunto racial y castizo de Charles Manson. Mientras su reflejo repetía sus más mínimos gestos en un espejo situado a su espalda, el poeta, envuelto en humo y luz artificial, continuaba: “La verdad, la única verdad, es un balazo en el cerebro”.
Se había instalado en la isla en 1997 “por razones climáticas”. Su primera residencia fue el Hospital Psiquiátrico de Gran Canaria, emplazado en un barrio disperso de la periferia de Las Palmas, en donde ingresó voluntariamente. Además de su habitación, durante el tiempo en que vivió allí, Leopoldo María dispuso de una pequeña estancia para su biblioteca en la que los libros de Ezra Pound y Propercio convivían con una antología de textos de Lutero, el epistolario completo de Indalecio Prieto y un ensayo sobre Victor Tausk, “un psicoanalista”, explicaba a un visitante, “que se suicidó después de una entrevista con Freud”.
Con él se trajo también sus obsesiones, entre ellas el 23-F. “Por lo visto el ‘elefante blanco’ del 23-F era yo”, señalaba en el transcurso de un encuentro con EL PAÍS en el Parque Santa Catalina. “Me utilizaron para unas elecciones trucadas. Allí cobró todo el mundo menos yo. Bueno, ni yo, ni Milans del Bosch, que por eso se pasó todo el juicio diciendo ‘que asco, que asco, que asco”.
Era frecuente verlo sestear con su aspecto de mendigo en un banco de la calle Triana, y en las librerías de la ciudad donde abordaba a los clientes para que compraran sus obras. Donde nunca logró entrar fue en los círculos consolidados de la literatura insular. En este tiempo sus intercambios culturales fueron siempre con poetas marginales y en espacios marginales como pubs y cafeterías.
Seguramente el estereotipo de poeta loco, bajo el que vivió sepultado, resultó disuasorio para los primeros espadas de la cultura local. No obstante, mantuvo una intensa comunicación terapéutica e intelectual con Segundo Manchado, su psiquiatra, ex director del Hospital Psiquiátrico de Gran Canaria, quien en referencia al autor de Agujero llamado Nevermore dijo en una ocasión: “No sé si está loco ni que tipo de locura es la suya, pero si debe tener alguna que justifique todo, será una platónica locura poética de altísima calidad, a la altura misma de su ironía”.
El manicomio cerró sus puertas en 2006 y Leopoldo María fue trasladado con los demás internos a una planta del Hospital Juan Carlos I, en lo alto de uno de los riscos de Las Palmas. Aquí pasó sus últimas horas. En esta ocasión no pudo despertarse de madrugada para rezarle a la muerte. La muerte vino a verle mientras dormía.
Días de locura con Panero en Canarias
A partir de hoy, Leopoldo María Panero ya no venderá sus libros por la calle Triana de Las Palmas de Gran Canaria. El poeta vagabundo ha muerto, pero su fantasma y sus poemas quedarán esparcidos entre las almas perdidas que vagan por esta ciudad.
Leopoldo, el loco más cuerdo de todos los locos que sobrevivimos a estos tiempos, nos ha dejado sin despedirse. Y así tenía que hacerlo, de la forma más anónima.
Sin que nadie lo molestara. Como lo tiene que hacer un poeta: uno de los grandes poetas de nuestro tiempo. Que ahora venderá más libros, porque en esta sociedad los libros que huelen a difunto son los más atractivos.
Hay un banco en la calle de Tomás Morales de la capital canaria que también se ha quedado solo. Allí se estiraba el poeta como sólo lo hacen los que no tienen prisa ni por vivir, ni por morir.
Ahora, en ese banco, sólo queda la huella de los cientos de colillas esparcidas, fruto de su compulsivo hábito que le daba ese aire de poeta maldito.
Muchos hemos compartido el banco y sus poemas que salían de su boca tintados de nicotina y humo.
En las paredes de la cafetería El Esdrújulo también se ha quedado el eco de aquellos recitales donde sumergía en su poesía a todos los presentes soltando a bocajarro su infierno.
Así masticaba Panero las palabras diciendo: “El abismo es Dios y el territorio puro de nadie, una cruz alzada bajo todas las sospechas…”
Aún lo recuerdo aquel primer día que me lo encontré sentado en la terraza de la facultad de Historia, empalmando un cigarrillo tras otro y bebiendo Coca Cola.
En aquella cafetería vivía al aire libre todas las tardes. Ya era una figura necesaria. Si algún día no veías a Panero charlando con algún estudiante, o tirado en alguno de sus bancos de piedra, la facultad perdía ese sabor a ocre que solo dejan los hombres únicos.
La estación de guaguas de la ciudad, una de las paradas preferidas del poeta, también se queda huérfana de sus libros que vendía como lo hacen los floristas callejeros.
Ahora los jóvenes y los niños y las amas de casa ya no verán a ese vagabundo extraño de la estación, a ese vagabundo que siempre cargaba con uno de sus poemarios para intentar colocárselo al primer incauto que no sabía que le estaban vendiendo una joya.
Gonzalo Pérez Ponferrada, director de comunicación del Tribunal Superior de Justicia de Canarias y autor del libro de relatos Los olores de Teodora Castro y otros sucesos extraordinarios.
Babelia
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