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SILLÓN DE OREJAS

De la guerra y las ficciones

Tenemos a nuestro alcance las últimas investigaciones acerca de los antecedentes políticos, militares, económicos y sociales de la Primera Guerra Mundial La Gran Guerra ha seguido encendiendo la imaginación de los escritores

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Con los recientes libros de Max Hastings (1914, el año de la catástrofe; Crítica), Christopher Clark (Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914; Galaxia Gutenberg) y Margaret MacMillan (1914, de la paz a la guerra; Turner), tenemos a nuestro alcance las últimas investigaciones acerca de los antecedentes políticos, militares, económicos y sociales de la “guerra más catastrófica”. Para su desarrollo son imprescindibles The First World War (1999), de John Kegan, y la Historia de la Primera Guerra Mundial (2004), que acaba de publicar Debate. En todo caso, la bibliografía sigue creciendo a buen ritmo en los antiguos países beligerantes, lo que no es óbice para que también entre nosotros se haya publicado algún libro importante como Nidos de espías (Alianza), de Eduardo González Calleja y Paul Aubert, en el se analiza el agitado papel de la España neutral como teatro de intrigas y espionaje entre las naciones combatientes. El de los historiadores no es el único punto de vista para hacerse una idea de la guerra, como demuestran crónicas periodísticas como las que enviaba puntualmente Gaziel (Agustí Calvet) desde el sur de Europa, recogidas en De París a Monastir (Libros del Asteroide), o los relatos autobiográficos, como el desasosegante, cruel, fascinado (y ultranacionalista) Tempestades de acero (1920), de Ernst Junger (Tusquets), un libro que encantaba tanto a Gide como a Goebbels. En cuanto a las novelas, la Primera Guerra Mundial ha sido protagonista de grandes ficciones del siglo XX: Sin novedad en el frente (Edhasa), de Erich Maria Remarque; El fuego (Montesinos), de Henri Barbusse, y Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, son quizás las más populares, y las tres expresan el punto de vista pacifista y horrorizado de sus autores, igual que La iniciación de un hombre: 1917, de John Dos Passos (en Gallo Nero y Errata Naturae). Más alejada de los horrores del conflicto, pero enraizada en él, es Élisa (con acento), la estupenda nouvelle autobiográfica de Jacques Chauviré (1915-2005) que me ha deparado una de las mayores sorpresas de las últimas semanas: el sutil y muy contenido relato del amor de un niño por una criada adolescente me ha traído a la memoria (sin tener en común más que una cierta sensibilidad) otra lectura ya antigua cuyo argumento también se proyecta sobre la sombra de la guerra, la estupenda El diablo en el cuerpo (1923; ediciones en Pre-Textos y Cátedra), de Raymond Radiguet (1903-1923), otra novela corta con base autobiográfica sobre la relación de un joven con la prometida de un soldado que se encuentra luchando en el frente. Por lo demás, la Gran Guerra ha seguido encendiendo la imaginación de los escritores, como atestiguan novelas como Los campos del honor (1990), de Jean Rouaud, reeditada por Anagrama, o Le collier rouge,de Jean-Christophe Rufin, que se publica esta misma semana en Francia (Gallimard).

Bértolo

Constantino Bértolo, que se jubila como director de Caballo de Troya, descubrió que era feo una tarde de adolescencia en la luminosa penumbra de un cine de sesión continua: una de las chicas de la fila de delante, a la que había estado estirando de la cola de caballo, se volvió indignada, le miró fijamente y constató: ¡qué feo! Tal vez esta temprana toma de conciencia estética en carne propia (como ya le había ocurrido a Sartre, repásese Las palabras), a la que muy pronto le siguió el compromiso político, se encuentre en la base de su posterior trabajo de editor. Tanto en lo estético como en lo ético, Bértolo supo hacer de la necesidad virtud, por eso ha gozado siempre de la envidiable admiración de las mujeres (a pesar de las inevitables tensiones entre el amor y la lucha de clases) y ha publicado libros que iban a la contra del discurso editorial dominante. Primero, como suele pasar, hizo crítica: ya se sabe que, en el mejor de los casos, un editor no es más que un crítico con (relativo) poder ejecutivo; en el peor, un empleado inútilmente leído de una empresa que pone en circulación papel impreso (o virtual) de calidad variable. Tras sucesivos meritoriajes, se estrenó en el Debate pre-Random House del editor Ángel Lucía, donde publicó, entre otros, novelas de notables post-post novísimos (Marta Sanz y Ray Loriga, por ejemplo) y de socialrealistas injustamente olvidados (El homóvil, de López Pacheco), además de nobles panfletos radicales agrupados en una serie a la que llamó sin retórica “Contratiempos”. Luego, y durante los últimos diez años, llevó las improbables riendas de Caballo de Troya, un sello extraterritorial que surgió —como una especie de diminuto aborto corporativo— en los intersticios empresariales de Random House Mondadori, hoy Penguin Random House y mañana quién sabe qué y dónde. Desde allí ha seguido publicando relatos y memorias de gente joven y no tan joven (Antonio Ferres, Blanco Aguinaga) de ambas orillas del español que no escribían a favor de las corrientes dominantes del sálvese quien pueda, tonto el último, me miro el ombligo y os lo cuento y qué balsámica es la literatura. Bértolo ha tenido la suerte de toparse con jefes inteligentes que confiaban en su trabajo, y su pequeño Caballo de Troya se construyó discretamente, y sin equipo de carpinteros argivos, a las puertas del megagrupo gracias al apoyo de Claudio López Lamadrid, que supo entender, defender (y luego aprovechar: ese es el secreto) el proyecto bertoliano. De allí salieron (o se hicieron mayores), entre otros, Elvira Navarro y Julián Rodríguez y Mario Levrero y Lolita Bosch y Mercedes Cebrián y el inquietante colectivo Todoazén. Bértolo leía originales (me lo imagino sentado en el suelo de su garito prestado, empalmándolos como si fueran pliegues de un interminable acordeón), descartaba y elegía, y, cuando decidía publicarlos, les daba el visto bueno escribiéndoles envidiables cuartas de cubierta que eran —todas juntas y cada una— otras tantas socarronas declaraciones de principio. Ahora, tras una década bastante prodigiosa de descubrimientos literarios, me dice que quizás vuelva a la crítica. Allí lo espero, como siempre.

Inmobiliaria

El anuncio del previsible Oscar a la muy conveniente y correctísima Doce años de esclavitud (Steve McQueen) me llega al mismo tiempo que la noticia de la puesta en venta de la casa (en Brunswick, Maine) en la que Harriet Beecher Stowe compuso La cabaña del tío Tom (Cátedra), una novela publicada en forma de folletín (1852) que iba a dividir profundamente a la sociedad norteamericana de antes de la guerra civil. Fue también en esa casa donde la autora recibió un paquete que le envió un indignado antiabolicionista y que contenía una oreja arrancada a un esclavo. El edificio, construido a finales del siglo XVIII, está protegido, por lo que los nuevos propietarios deberán comprometerse a mantenerlo como está. Por si alguno de mis improbables lectores se anima, la casa se vende por tres millones de dólares y cuenta con varias habitaciones, salones, buhardilla para encerrar a una esposa o un esposo loco y plaza de garaje para un carruaje. No sé a qué esperan.

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