Campeones
Casi todo lo que cuenta Tyson sobre su muy accidentada existencia es terrible, pero está tamizado por el humor callejero y el sarcasmo
Cenando en un abarrotado restaurante de Cannes hace unos años se produjo un silencio especial al entrar tres señores negros de alarmantes proporciones físicas. Se sentaron al lado de la mesa que yo compartía con un amigo. Hablaban poco, su relación parecía más profesional que de colegueo. Uno de ellos llevaba media cara tatuada. Imponía respeto, poseía aura, algo evidente para todos los comensales, incluso en el improbable caso de que alguien desconociera su identidad. Era Mike Tyson. Hacia el final de la cena y debido a los efluvios etílicos un par de patosos se acercaron tambaleantes a pedirle un autógrafo. Lo firmó, pero siguieron dándole la brasa. Me eché a temblar. Le comenté a mi amigo que los dos guardaespaldas de Tyson estaban a punto de soltarle la mano a los pesados. Mi amigo me dijo: “No te equivoques, los guardaespaldas protegen a Tyson de sí mismo, lo que van a evitar es que este les suelte una hostia desintegradora a esos acosadores y se busque otro problemón”.
Recupero ese momento al ver en un canal de pago el monólogo de Tyson en un teatro, filmado por Spike Lee y titulado Mike Tyson: undisputed truth. Y, cómo no, lo asocio al monólogo del paranoico y desdichado La Motta al final de Toro salvaje. Casi todo lo que cuenta Tyson sobre su muy accidentada existencia es terrible, pero está tamizado por el humor callejero y el sarcasmo. Lo único bueno que puede contar es que ha logrado sobrevivir después de haber pasado por excesivos infiernos. Se defiende con lengua afilada de demasiadas acusaciones, se ríe de sí mismo, es demoledor como en el cuadrilátero.
Y siguiendo con gladiadores geniales y problemáticos, tampoco tiene desperdicio el documental que exhibe TCM Los juicios de Muhammad Ali. Le costó mucho a Cassius Clay que le aceptaran el cambio de nombre. Se negó a ir a la guerra de Vietnam porque los vietnamitas no le habían hecho nada malo y los blancos sí. Ganó esa trascendente pelea, no fue a la cárcel, reconquistó el título de campeón del que le habían desposeído injustamente. Pero, cada vez que pienso en él le llamo Clay, no Alí. ¿Seré racista?
Babelia
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