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La imposible pureza flamenca

Paco de Lucía y Camarón, con representar un surco nuevo en el barbecho jondo, no supusieron sino una variante lógica en la naturaleza misma del flamenco

De izquierda a derecha, Ricardo Modrego y Paco de Lucía
De izquierda a derecha, Ricardo Modrego y Paco de Lucía

La figura del guitarrista Paco de Lucía subraya, ante todo, más allá de su genialidad creativa e interpretativa, algo: la imposible pureza del flamenco, su sustancioso origen “turbio” y “bastardo” y, consecuentemente, su inevitable evolución mestiza, por usar esta palabra que tanta fortuna ha tenido en el ámbito de la reflexión política y cultural y en los últimos años. Estos  días, en estas horas, con seguridad  numerosos expertos, flamencólogos y amigos, van a repasar  enjundiosamente sus virtudes musicales, lo que trajo al flamenco, que fue mucho, un indudable antes y después; su fructífera relación con el también desaparecido Camarón, que tanto revuelo produjo en los  años setenta  del pasado siglo en las entonces severas y “puras” aguas del mairenismo reinante hasta ese momento.

Pero Paco de Lucía, como Camarón, con representar  un surco nuevo en el barbecho jondo, no supusieron sino una variante lógica en la naturaleza misma del flamenco, que nunca fue ni puro ni primordialmente original en esta o aquella manera de entenderlo, en tal o cual estilo melódico, rítmico o de medida acompasada.

Y es que el flamenco, obra tardía –o mejor cabría decir reciente- de profesionales sólo se forma a partir de un sedimento –ese sí, antiguo, lejano en el tiempo y complejo en sus fuentes e influencias culturales y musicales- diverso, mezclado, contaminado, contaminación que siempre ha dado lo mejor en lo cultural y hasta en la genética humana, que tampoco puede reclamar  desde etnia alguna la primacía inaugural.

Si pensamos, por  ejemplo, en el baile flamenco, es imposible separarlo, como si tuvieran orígenes distintos y caminos paralelos intocados entre sí, de la Escuela Bolera, de la llamada danza estilizada española, con el genio de la Argentina, la Argentinia o Pilar López y Antonio, entre otros ,y hasta de las danzas populares españolas, y no solo las andaluzas. Y en definitiva, en el baile de Candil, decimonónico,  en los entreactos de los teatros o en los cafés cantantes. Y se fue formando en un continuo viaje de ida y vuelta entre lo culto y lo popular, entre la danza clásica europea y las gitanerías de Jerez o Triana, y entre España y América.

Y lo mismo ocurre con la guitarra flamenca, que muestra desde el principio su turbiedad sonora frente a otro tipo de sonoridad en las cuerdas, como muy bien ha demostrado un estudioso como Norberto Torres.

De manera que ha muerto un revolucionario, sí, pero un revolucionario que no hizo en su fecunda  carrera, ahora frustrada, sino dar una vuelta  más, como desde siempre se hizo, al flamenco, a su imposible pureza.

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