Kathryn Findlay, la arquitecta de las formas amables
Formó con Eisaku Ushida uno de los equipos más creativos y audaces de las décadas recientes


Aunque uno de sus últimos trabajos fue hacer habitable una escultura —la que el artista Anish Kapoor y el ingeniero Cecil Balmond idearon para Arcelor-Mittal en las pasadas olimpiadas de Londres— habilitándola como torre-mirador, el pasado de la arquitecta escocesa Katrhyn Findlay, fallecida el 10 de enero a los 60 años por un tumor cerebral, podría ser el futuro de cualquier arquitecto.
Poco después de graduarse en la Architectural Association de Londres viajó a Japón para trabajar con el entonces metabolista Arata Isozaki. Corría el año 1979 y cuatro después se casaba con el proyectista Eisaku Ushida, con quien formaría uno de los tándems más valientes y creativos de las últimas décadas. Su obra, entre el primitivismo y el futurismo, explotaba la sinuosidad cavernícola de una arquitectura que buscaba colmar todos los sentidos en una época de apogeo visual y, a la vez, romper los límites de cualquier orden cartesiano y de cualquier prejuicio constructivo. Así, uno de sus primeros trabajos, la casa Truss Wall (algo así como la Casa de las paredes unidas) levantada en Tokio en 1993, adelantaba en décadas el diseño de espacios fluidos empleando la capacidad expresiva del hormigón para responder a razones sinuosas y orgánicas por encima de pragmáticas. Su posterior casa Soft and Heary (suave y peluda) rendía homenaje explícito a Salvador Dalí, a quien los arquitectos atribuían esos calificativos a la hora de describir una vivienda. Esos trabajos le valieron a Findlay el reconocimiento de la crítica como rara avis. Sin embargo, fue la primera mujer en dar clase en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Tokio, un lugar, además, reacio a admitir profesorado extranjero. Las arquitectas le deben ese pionerismo. Tal vez por eso el premio Jane Drew que concede el británico Architect’s Journal este año fue, aunque póstumo, para Findlay.
Es importante entender su legado. Cuando en 1999 se separó de Ushida, el padre de sus hijos, Miya y Hugo, Findlay regresó a Londres. No sorprende que le encargaran proyectos como el museo de los teletubbies en Stratford-upon-Avon (2003), porque pocos había como ella a la hora de trabajar con la sinuosidad, la alegría, la curva, lo amable y el juego. Sin embargo, y a pesar de constituir un sello personal con bucles, sus curvas y blanduras no eran un capricho. Eran una idea del mundo. Basta ver el único trabajo que firmó en España —una planta del Hotel Puerta América de Madrid— para comprender hasta qué punto Findlay creía en el confort que podía ofrecer la arquitectura: hasta el punto de ocultar la presencia de su autor creando no un vacío
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