Libros de guardia
Con 'Walden' o los 'Ensayos' de Montaigne me podría retirar a una cabaña en un bosque
Alguien se recluye a solas en una habitación para escribir sin propósito lo que se le pasa por la cabeza, para contar lo que hace casi al mismo tiempo que está haciéndolo, para dar cuenta de lo que ve o lo que escucha, lo que ha leído, lo que recuerda. No hay apenas distancia entre el pensamiento y la escritura. Las imágenes y las palabras fluyen por la conciencia casi al mismo tiempo que los trazos sobre el papel, según ese principio zen, que les gustaba tanto a algunos pintores abstractos, de la identidad entre la idea y el gesto. Se piensa y se inventa también con la mano, se dibuja con la imaginación. En las culturas china y japonesa, muy modeladas por el taoísmo y el budismo, el arte de la inmediatez tiene una tradición de milenios: el dibujo a tinta sobre papel, la casi equivalencia entre la poesía y el dibujo, el haiku, el poema chino, parecen emanaciones instantáneas, fragmentos de presente recién apresados por una conciencia muy adiestrada y muy alerta.
En la prosa de Henry David Thoreau hay una respiración de caminata por un bosque y de trabajo al aire libre
En Occidente todo tardó mucho más en llegar. Que yo sepa, el primer autor europeo que basa explícitamente su escritura en la captación inmediata de los procesos mentales según van sucediendo es Montaigne. Seguir una frase suya es percibir su pensamiento tan en presente como se sigue una frase musical; es notar no solo el movimiento de las ideas, sino el de la mano que escribe, o el de la voz que dicta. La diferencia es que la música que se escucha habitualmente es la interpretación de algo compuesto mucho antes, y en el caso de Montaigne, que no usaba borradores y se preciaba de no atenerse a ninguna disciplina, la música de la escritura está siendo compuesta en el momento en que se escucha, como en una improvisación de jazz. “Yo no pinto el ser, pinto el tránsito”, dice Montaigne en un momento prodigioso. “Y no el tránsito de una edad a otra, o como dice el pueblo, de siete en siete años: sino de día a día, de minuto a minuto”.
Me acuerdo de ese pasaje de Montaigne leyendo a uno de los más eminentes entre sus discípulos, Henry David Thoreau. Dice Thoreau, casi al principio de Walden: “Todo cambio es un milagro para contemplar; pero es un milagro que está sucediendo a cada instante”. Walden, como los ensayos de Montaigne, es el resultado y también la crónica de un experimento: el de retirarse temporalmente de las obligaciones y los lazos exteriores del mundo para buscar el propio centro, para indagar en lo que uno es, en sus facultades y sus fuerzas, poniendo la distancia suficiente para que los ruidos habituales no lo distraigan, para contemplar con tranquilidad y dedicación lo que tiene a su alrededor, lo que casi nunca se ve en la agitación y la angustia de lo cotidiano; y sobre todo para dar cuenta por escrito de lo vivido, lo reflexionado, lo observado. Para Thoreau, igual que para Montaigne, es un experimento en la autosuficiencia, aunque él va mucho más lejos. Al fin y al cabo Montaigne era rico y Thoreau pobre. Montaigne pudo retirarse a una torre apartada de su castillo, y en ella construyó su biblioteca y decoró las vigas y las paredes con máximas latinas. Thoreau se retiró a un paraje en un bosque, a la orilla del lago Walden, y como además de contemplativo era un demócrata radical americano llevó su voluntad de autosuficiencia a un extremo que habría sido inimaginable para el señor de Montaigne. Él mismo construyó la cabaña en la que iba a retirarse durante dos años, y roturó la tierra alrededor para sembrar verduras y judías. Su ideal de la vida contemplativa incluía la decisión de no apoyarla sobre las espaldas de otros. En un país que aceptaba mayoritariamente la normalidad monstruosa de la esclavitud, Thoreau se comprometió de palabra y de obra contra ella y se enorgulleció de esconder a esclavos fugitivos. La primera frase de Walden es una de las más hermosas y más prometedoras de la literatura americana: “Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayor parte de ellas, vivía solo, en los bosques, a una milla de cualquier vecino, en una casa que yo mismo había construido, en la orilla del lago Walden, en Concord, Massachusetts, y me ganaba el sustento solo con el trabajo de mis manos”.
Seguir una frase de Montaigne es percibir su pensamiento tan en presente como se sigue una frase musical
Pero la soledad voluntaria de Thoreau está tan limpia de misantropía como la de Montaigne. Los dos sienten una curiosidad incesante hacia los seres humanos, en los que se reconocen cordialmente al examinarse a sí mismos. Y a los dos les asombra y les entristece por igual que habiendo tantas posibilidades de disfrutar de la vida una gran parte de los hombres elijan someterse a cautiverios insufribles o se dejen cegar por la ambición, la codicia, el fanatismo y el odio. “La mayor parte de los hombres llevan vidas de callada desesperación”, dice Thoreau, fijándose en sus vecinos de Concord, a los que ve matarse a trabajar seis días a la semana para conseguir cosas superfluas y acudir a la iglesia cada domingo para escuchar sermones aterradores. Cuanto menos necesita uno, menos cautivo está. El retiro a la cabaña junto al lago no es un acto de hosco ascetismo, sino una decisión de gozar plenamente el tiempo y los placeres en gran parte gratuitos de la vida atareada y solitaria y de la observación de la naturaleza. Una máxima de Montaigne puede aplicarse a Thoreau: “No hago nada sin alegría”. Cualquiera de los trabajos en los que se pone enteramente a sí mismo son ocasiones de celebración y recreo para él: levantar su casa diminuta, labrar la poca tierra que requiere su sustento, acudir a la orilla del lago a llenar un cubo de agua. Y ese deleite se duplica al contarlo por escrito. En la prosa de Thoreau hay una respiración de caminata por un bosque y de trabajo al aire libre. Un vaso de agua fresca o una bocanada de aire húmedo y oloroso a hojas de principios de otoño le despierta arrebatos de celebración no menos intensos que las páginas sobre el opio de De Quincey o Baudelaire. Su fervor poético tiene una base firme de historia natural. Los despliegues de su imaginación se atienen minuciosamente a la zoología y a la botánica, a una conciencia temprana y muy aguda de la interdependencia entre el medio ambiente y las formas de vida: una batalla entre hormigas rojas y hormigas negras en el suelo del bosque suscita en él la curiosidad del entomólogo y el vuelo épico del aficionado a los clásicos que lee en griego la Ilíada y se acuerda de Héctor y Aquiles observando el duelo a muerte entre dos hormigas.
Sin Montaigne y Emerson Thoreau no habría existido. De Thoreau vienen en línea recta militancias tan contemporáneas como la de los derechos civiles y la ecología. Gandhi leyó a Thoreau en la cárcel, y Luther King en la universidad. Walden y los Ensayos de Montaigne son dos de mis libros de guardia. Con ellos y con un Quijote, un Juan de Mairena, un Libro del desasosiego, un volumen de Emily Dickinson, me podría retirar durante bastante tiempo a una cabaña en un bosque.
Babelia
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