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SILLÓN DE OREJAS

Subiendo la infinita cuesta

Paseen por las librerías antes de que las devoluciones acaben con la bibliodiversidad navideña Se aproxima un aluvión de libros acerca de la gran carnicería de 1914-1918

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Una lástima, haber perdido la ocasión de que Madrid fuera sede de los Juegos Olímpicos. Si la inefable alcaldesa que nadie eligió nunca y su equipo lo hubieran logrado, quizás nuestras autoridades habrían conseguido presionar al Comité para que la Cuesta de Enero fuera incluida entre las pruebas de resistencia con podio y palmarés. Igual que en natación sincronizada, nuestros representantes podrían hacer muy buen papel en esa disciplina algo menos húmeda: al fin y al cabo llevamos muchos años entrenando. Paséense estos días posnavideños por las librerías, sin ir más lejos, para una demostración práctica. Casi todos los clientes que a ellas acuden van a cambiar un libro que ya les habían regalado u otro que tiene un pliego en blanco: espero que se den prisa, antes de que la orgía de devoluciones acabe con la ostentosa bibliodiversidad de hace unos días, cuando la paga extra hacía todo posible. En cuanto a las preferencias: como ocurre siempre que hay que moderar los gastos, regresa el culto a la referencia, esos libros donde uno puede encontrar lo que precisa y que forman parte del fondo de armario (biblioteca personal, en este caso). No me refiero a enciclopedias generalistas, convertidas por Internet en pura arqueología editorial, sino a libros de consulta más concretos. Ahí tienen, por ejemplo, el utilísimo y conciso El buen uso del español (Espasa), editado por la RAE y la Asociación de Academias de la Lengua Española como vademécum de la norma lingüística del español. También fundamental para todos los que trabajan con textos académicos o profesionales es el célebre Manual de estilo de la Universidad de Chicago, editado y adaptado a la norma española por la Universidad de Deusto. El manual —el más difundido en su género, con más de un millón de copias vendidas— responde a todas las dudas de cualquier redactor o corrector de textos, incluyendo normas internacionales para citar URL, blogs o podcasts. El Manual de estilo Chicago-Deusto es un buen ejemplo de que no todo lo que publican las 66 semiclandestinas (para el gran público) editoriales universitarias españolas es pura materia de endogamia académica. Claro que para dar a conocer esos libros no basta con crear un punto de venta (en la librería científica del CSIC de Madrid, por ejemplo), es preciso cambiar tanto el modelo de negocio como —y sobre todo— la política de comunicación de un consorcio editorial con más de 45.000 títulos vivos (y 15.000 libros digitales), y en cuyos mal conocidos y desiguales catálogos se encuentran obras que merecen más ecuménica difusión.

Browning

Tiempo de balances. En cultura también, claro. Aunque en el terreno de los intangibles haya más bien poco que balancear, salvo para constatar que casi todo sigue empeorando. Uno se imagina a Montoro afeitándose (no necesariamente el cuero que un día fue cabelludo), y contemplándose la jeta autosatisfecha y enjabonada que le devuelve el espejo, mientras se dice: “Cuando oigo la palabra cultura desenfundo mis tijeras”. Ahora ya sabemos que la frase original (“cuando oigo la palabra cultura le quito el seguro a mi Browning”), atribuida posteriormente a casi todos los jerarcas nazis en plan “se non è vero, è ben trovato”, fue pergeñada en realidad por Hanns Johst, poeta laureado nazi, que la puso en boca de uno de sus personajes de su pieza teatral Shlageter, estrenada en 1933. Bueno, no me entiendan mal: no creo que Montoro sea nazi, solo que la cultura le importa un ardite. O, como quizás lo expresaría el interesado: no se encuentra entre sus prioridades. Lo ha demostrado echándose mano a la tijera sin problemas cuando se trataba de ahorrar (vivíamos por encima de nuestras posibilidades, ¿recuerdan?): ahí tienen la situación del teatro, del cine, de las bibliotecas públicas. Para Montoro, igual que para los neoliberales, el árbitro supremo de la cultura es el mercado. Por ejemplo: que compitan en taquilla cien flores, Torrente frente a La vida de Adèle, pongo por caso. Ah, la cultura: qué lata. Tampoco quiero decir, entiéndanme bien, que Montoro se sentiría aún más cómodo sin tantas trabas legales, sin tanto Parlamento (incluso con mayoría absoluta de partidarios suyos) que le afee la conducta de vez en cuando. Pero miren: me ocurre que esto de las mayorías absolutas cada vez me parece más chollo, como hacer alfarería sin mancharse los dedos. Casi estoy por creer que las mayorías absolutas se parecen bastante a… (Dios mío, qué cosas que se me ocurren). La lectura de una recopilación la mar de instructiva de Carl Schmitt (Ensayos sobre la Dictadura 1916-1932; Tecnos), el filósofo político legitimador del orden nazi que viene siendo reivindicado por el pensamiento neoliberal desde la época de Reagan y Thatcher, me sugiere que hay otras formas de conseguir lo que otros consiguieron mediante las dictaduras: utilizar sistemáticamente el decreto ley para combatir una “emergencia económica” por ejemplo. O, quizás, el apoyo apabullante de mayorías absolutas conseguidas legítimamente. Pensemos, por ejemplo, en las leyes antialgaradas, en la ley del aborto, en toda la panoplia de delicias sociales que el Consejo de Ministros nos prepara para que continúe la insólita paz social (incluyendo la desfinanciación e imposición de gravámenes a la cultura, al parecer un arma del enemigo). Todo eso, además, en una época en que: a) la izquierda sigue convaleciente, b) el lema de los sindicatos viene a ser “virgencita mía que me quede como estoy” y c) la prensa más o menos crítica está demasiado pendiente del tictac que marca sus horas. Ya ven, estamos como queremos. Por ahora.

1914

Aluvión de libros acerca de la gran carnicería de 1914-1918. Los tres que considero más interesantes son, por orden, 1914, de la paz a la guerra (Turner), de la historiadora canadiense Margaret MacMillan, que ya había publicado hace una década París, 1919 (Tusquets), sobre los tratados de paz y los orígenes de la Sociedad de Naciones; 1914, el año de la catástrofe (Crítica), de Max Hastings, que se centra también en el primer año de la guerra, concediendo especial importancia tanto al debate sobre la responsabilidad de su desencadenamiento como al establecimiento de los frentes. A diferencia de los dos citados, que han sido publicados en 2013, el libro de David Stevenson, 1914-1918, Historia de la Primera Guerra Mundial (Debate), publicado hace una década, sigue ofreciendo la más abarcadora visión de la que fue (hasta 1939) la más devastadora catástrofe bélica de todos los tiempos. En cuanto a los aspectos más culturales y literarios y al clima de pesimismo y desconfianza que la guerra suscitó en las generaciones que la vivieron, permítanme recomendarles una auténtica obra maestra de la historia cultural (publicada por Turner en 2006, aunque pasó sin pena ni gloria): La gran guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell. Por lo demás, una curiosa antología de textos sobre aquella guerra a cargo de los escritores que en ella combatieron puede encontrarse en Écrivains dans la Grande Guerre, de Guillaume Apollinaire à Stefan Zweig (L’Express), de France Marie Frémeaux.

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