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El arte de pensar haciendo listas

En el Fedroafirma Platón que la escritura es enemiga de la memoria porque basta que pongamos algo por escrito para que inmediatamente lo olvidemos; observación harto conocida y citada que, por cierto, contradice un consejo que suelen dar los maestros de escuela (“no confíes en tu memoria, ponlo por escrito”) y mi propia experiencia. Yo aprendí a estudiar siguiendo el ejemplo de uno de los hijos de Ernesto Sábato. Una noche lo vi aporreando frenéticamente una máquina de escribir y, cuando le pregunté qué hacía, me contestó que su método de estudio consistía en transcribir las lecciones para aprenderlas de memoria. De ahí en más yo hice lo mismo.

Para bien o para mal, no cabe duda que la escritura y la memoria van de la mano. Unas veces se ayudan mutuamente y otras se repelen o se traicionan. En cualquier caso, los escritos más antiguos, esas asombrosas tablillas de barro cocido talladas en intrincada escritura cuneiforme que guarda el Museo Británico, son en su mayoría registros, asientos, facturas, contratos y a menudo recetas de pócimas maravillosas. Lo que tienen en común es que casi siempre son listas que, como certeramente observaba Platón, sirven como recordatorios; y bien que han cumplido con su cometido, pues han conseguido sobrevivir milagrosamente muchos miles de años; y, como en un recuerdo tanto importa lo que se guarda como la manera como se organiza lo guardado, una lista nos enseña no solo cómo administramos nuestros deseos y esperanzas sino además cómo funciona nuestra imaginación. Puestos a enumerar, a clasificar y a diseñar simples o complejas taxonomías ordenadas en forma de listas, la capacidad de los humanos no tiene límites. En rigor, buena parte de nuestro raciocinio está dedicada a confeccionar listas y jerarquías de listas y a atenernos a ellas. Llevamos una lista al mercado del mismo modo que nos orientamos por la tabla periódica de los elementos o confiamos en las secuencias de órdenes de los algoritmos de un ordenador que, pensándolo bien, no son otra cosa que listas.

Cada lista encierra una lógica, a veces mínima o sutil, que ordena las prioridades y los intereses de su autor. Que yo sepa, el único que reparó en el encanto de las listas fue el maravilloso Georges Perec, cuya obra experimental en buena parte está compuesta por variados repertorios de listas donde algo —una clave, un signo— se repite tantas veces como se disemina y se transforma.

Hay listas triviales, como la de la compra o la lista de las tareas del día o la de los lugares que un individuo planea visitar en un viaje. Los asientos contables son listas, las actas de las calificaciones en una asignatura, los programas de un concierto, los catálogos de publicaciones, los menús, que separan los vinos y los platos del día, los horarios del tren, las listas de boda y las de los invitados a las nupcias, los curricula (que enseñan lo que un individuo es, tanto como lo que le gustaría ser); y listas célebres, como las lecturas de Benjamin o las amantes de Giacomo Casanova o las gestas de Diomedes Tidida y la lista de los emperadores romanos —de Julio César a Rómulo Augústulo— que yo estaba orgulloso de poder repetir de memoria. Hay listas negras y listas privadas, íntimas o incluso secretas: el esquema posible de un futuro libro, el recordatorio de ocasiones compartidas con alguien a quien se ha querido mucho o la lista de malas noticias del año último. Incluso este párrafo, a fin de cuentas, también es una lista; y ya sé que su orden implícito me desenmascara delante del lector.

Un escriba memorioso habita en nosotros, de modo que hacer listas, más que una afición o, dado el caso, el síntoma de una no asumida neurosis obsesiva, sirve para que la memoria se pruebe a sí misma y —a veces— para descubrir qué es lo que amamos u odiamos, o necesitamos; o simplemente para saber lo que en verdad nos importa.

Enrique Lynch es autor de ensayos como La lección de Sheherezade (Anagrama) e In-moral. Historia, identidad, literatura (Fondo de Cultura Económica).

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