El oro, la luz y el desnudo
La máxima y única noticia sobre España que he podido leer en Sidney durante dos meses no es ni positiva ni negativa. Se trata de un relato igual a cero. El relato del Ecce Homo que trató de restaurar Celia Giménez, 83 años, y que se convirtió, gracias a ser una birria, en la peregrinación más graciosa de la catolicidad.
Una peregrinación tan numerosa, como se recordará, que el, párroco decidió cobrar un euro por la visita mientras, en la chacota popular, el sagrado nombre de Ecce Homo pasó a ser Este Mono. La noticia del miércoles pasado en The Sidney Morning Herald es que al cura, de 70 anos, se le acusa de apropiación indebida, lavado de dinero y, como ya es curialmente habitual, de abuso de menores.
Estos y otros datos merecieron un buen lugar en el periódico más serio de Sidney. De modo que la historia del cuadro pasa ya por un doble bucle. Cristo, convertido en monigote, desintegra el fervor. Y el periódico, con estos fragmentos, presenta la imagen principal que los australianos han recibido de nuestro país en 60 días.
No no puede decirse, sin embargo, en este caso, que se haya recurrido a los tristes tópicos. La noticia es atópica y podría haberse producido tanto en Indonesia como en Uruguay. Se trata pues de una curiosidad absoluta en la que España es protagonista por azar.
Pero solo así, por azar, los australianos saben de España. No hace falta que nos mostremos espectacularmente en crisis, ni ganadores de un Oscar, ni constructores aquí de grandes obras públicas. Faltos hoy de interés para los australianos, nuestro país se volatiliza en el espacio y solo llega a condensarse cuando planea una broma de peso parroquial. ¿No existe pues España para los australianos? No hace falta pensar mucho para suponer que no. En Europa cuenta Gran Bretaña, como es natural; en América, Estados Unidos como es capital y, en Asia, China como es cabal.
No obstante, de España no sería necesario saber mucho para tenerla en cuenta. Todos los australianos que han pasado por Barcelona, Madrid o Sevilla se han convertido en sus promotores. Pero ni el vino español que da mil vueltas al australiano (ácido como el limón pero cuarto exportador del mundo), ni el flamenco, los toros o las bellas mujeres han ganado suficiente atracción. El ganado vacuno lo poseen por decenas de millones, las bellas mujeres las tienen de todos los gustos, razas o colores y en cuanto al baile los jóvenes mueren en discotecas atestadas como en cualquier lugar occidental. Encima, sus gigantescas playas bullen de surfistas y de un clima canario tan ameno como en un radiante festival.
España les importaría notablemente, sin embargo, si los departamentos oficiales presentaran de una vez al país como la cabeza de cientos de millones de personas hablando español. No España sino el español es lo que vale su peso en oro.
Actualmente, en los programas de estudios australianos ha disminuido la oferta de lenguas europeas, como el francés o el alemán, en beneficio del japonés, el chino o el coreano. Lo que vende es lo que hace vender, y ¿cómo pasar por alto que, además de Hispanomérica, en 2050 Estados Unidos tendrá una población con una mitad de hispanohablantes?
Esta es la última colaboración que envío desde Sidney porque no voy a pasarme aquí toda la vida. He llegado incluso hasta Nueva Zelanda, pero ni un paso más. Y, paralelamente, puesto que ya que he estado allí pido disculpas a John Rochlin, cónsul honorario de Australia en Barcelona, que se llevó las manos a la cabeza cuando, sin querer, multipliqué por dos el número de habitantes neozelandeses y, de paso, sus ovejas. Ahora que, ya en directo, he podido echar un vistazo, los habitantes son 4 millones y medio y las ovejas no pasan de los cuarenta millones. Una animalada de todos modo, pero ¿qué puede esperarse de un paraíso como Nueva Zelanda, donde su naturaleza apenas sin mancillar (hay que desinfectarse las suelas de los zapatos para entrar en algunos bosques) ha convocado a toda clase de especies, faunas y floras, habidas y por haber?
Babelia
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