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SILLÓN DE OREJAS

Extraños frutales sureños

Juan Ignacio Guijarro publica una documentada antología de poesía española sobre el jazz

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Una noche de verano de fines de los treinta Abel Meeropol, un profesor blanco, judío y comunista que daba clases en una escuela del Bronx (la misma en que estudiaron James Baldwin, Burt Lancaster o Ralph Lauren), compuso un poema inspirado en una fotografía que mostraba los cuerpos de dos negros colgando de un árbol de Misisipi. El poema, titulado ‘Strange Fruit’ (‘Fruta extraña’), fue publicado bajo el seudónimo de Lewis Allan en The New Masses, una revista próxima al Partido Comunista (CPUSA) que leían muchos intelectuales y artistas de Greenwich Village, pero se hizo famoso gracias a las lecturas públicas que tuvieron lugar en la sede del sindicato de profesores, donde también pusieron música a los versos. En el poema no se habla explícitamente de linchamientos, pero no hace ninguna falta: “los árboles del sur dan una extraña fruta / (…) / cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña / fruta extraña colgando de los árboles”. En 1939 Billie Holiday la cantó por primera vez, y aunque luego ha formado parte del repertorio de muchos artistas (Nina Simone y Cassandra Wilson, entre otras), nadie la ha vuelto a interpretar con tanta fuerza y convicción como la inolvidable blueswoman de Filadelfia que, con su voz rota y elegíaca, supo conferirle un aura meta-religiosa y tristísima (véanla y escúchenla en YouTube). Fruta extraña (Vandalia, Fundación J.M. Lara) es también el título que el profesor Juan Ignacio Guijarro ha escogido para nombrar su documentada antología de poesía española sobre el jazz, la primera de la que tengo noticia desde la menos específica La poesía del jazz, que publicó Litoral en 2000. En el libro de Guijarro se reúnen poemas de un centenar largo de autores que, a lo largo de casi un siglo —desde Emilio Carrere a Vanesa Pérez Sauquillo—, se han ocupado con mayor o menor profundidad del “ritmo roto y negro”, como lo llamó Moreno Villa. El jazz atrajo particularmente a las vanguardias, que buscaron inspiración temática y rítmica en su música. Y más tarde a los poetas de la generación de los cincuenta (que frecuentaban las cavas llenas de humo en las que se tocababe-bop), y a los novísimos, que han sido, quizás, los que nos han dejado los mejores poemas con el jazz como motivo. Para terminar me referiré de nuevo a Abel Meeropol, porque tengo la impresión de que pueden haberse quedado con ganas de saber algo más (como me pasó a mí). Bueno, pues ahí va, brevemente: a finales de la guerra abandonó el ultrasectario CPUSA; en 1953, después de que Julius y Ethel Rosenberg fueran achicharrados en la silla eléctrica, él y su mujer adoptaron a los hijos del matrimonio, dándoles su apellido y haciéndose cargo de ellos hasta su mayoría de edad; murió en 1986 y escribió poemas hasta el final, ganándose la vida decentemente con sus derechos de autor, incluyendo letras de canciones para Frank Sinatra o Peggy Lee. Por cierto que su canción Apple, peaches and cherries, que, después de ser adaptada al francés por Sacha Distel con el título de Scoubidou se convirtió en un superventas europeo (“yo vendo peras, manzanas y scoubi-dubi-dou”: ¿recuerdan?), todavía sigue proporcionando royaltiesa sus hijos adoptivos.

 Estornudos

Pocas editoriales surgidas en la última década pueden presumir de reflejar tan inequívocamente los gustos personales de su editor como el tándem formado por Rey Lear y Reino de Cordelia. Jesús Egido fundó el primero hace siete años y el segundo hace menos de un lustro, cuando ya se hacían sentir los efectos de la crisis. Es, sin embargo, en el último donde dispone de total libertad de programación, porque de ese reino de papel es el único soberano. En él acaba de publicar una auténtica obra maestra de la ilustración modernista: el conjunto de planchas a color de la historieta Little Sammy Sneeze (textos traducidos por María Robledano), de Winsor McCay, el genial artista gráfico creador del clásico Little Nemo in Slumberland. La tira cómica —seis viñetas cada una— se publicó entre 1904 y 1906 en The New York Herald con un argumento recurrente: el pequeño Sammy no pronuncia jamás otro sonido que no sea ¡At-chís! —siempre precedido de un ominoso “Um” —y cuando, finalmente, sobreviene el apocalíptico estornudo se produce el pandemonio: la harina sale disparada y cambia el color de la cocinera negra, los leones del circo se soliviantan, las diminutas piezas del relojero vuelan por los aires, etcétera. Porque Sammy no sabe cuándo y dónde va a estornudar, pero les aseguro que la acción nunca es inocua. El McCay de Little Sammy es ya el gran innovador del lenguaje del cómic que ha pasado a la historia. Y un aviso: si le echan una mirada al libro no podrán resistirse a su encanto. Y sólo por 17,95 eurillos de nada; no hay muchos que den más por menos.

Misterios

La literatura sigue brindándonos misterios casi tan sorprendentes como la extraña y repentina dimisión —nueve meses después de ser elegido— del presidente de la CEGAL (el gremio de libreros), un acontecimiento en el que la intriga se ve envuelta en el secreto y enmarcada en el arcano. Un misterio aún más misterioso gracias a la inquietante comunicación que han recibido los “estimados agremiados” y en la que se afirma que las “diferencias suscitadas en la gestión del presidente tienen que ver con el uso no justificado de los fondos propios de la confederación”. Algunos de mis soliviantados topos me dicen que nanay del Paraguay, que aunque pudiera haber algo de lo dicho y contabilidad y gastos no cuadrasen, lo que en el fondo está en juego es, como casi siempre, una cuestión de poder. Grosso modo: según mis informantes, el dimisionario sería partidario de integrar y compartir bases de datos e información con otros subsectores de la edición, mientras que otros miembros del stablishment librero preferirían seguir manteniendo su chiringuito aparte. Un avatar de la vieja querella entre antiguos y modernos. Bueno, en espera de los resultados de la “investigación interna”, no voy a decir más (por ahora), no sea que me granjee aún más antipatías por parte de algunos dirigentes libreros. En cuanto a la literatura de (o con) misterio, en los últimos días lo he pasado estupendamente leyendo Doctor Sueño (Plaza y Janés), de Stephen King, en la que el genio de Maine retoma a Daniel Torrance, el niño-médium de El resplandor (1977), un personaje que llevaba décadas pidiéndole otra oportunidad. Ahora Dan es un adulto que lucha por superar su alcoholismo y trabaja en una residencia de ancianos, donde emplea sus menguantes (por el alcohol) poderes psíquicos en ayudar a morir a los enfermos terminales, lo que le vale el alias que da título a la novela y permite al autor exhibir ante sus lectores sus talentos para la crítica social. Pero King es siempre King, y Dan comienza a recibir señales telepáticas de una joven médium en apuros debido a que los miembros de la extraña secta Nudo Verdadero, que se alimentan de la energía de los que poseen “resplandor”, quieren apoderarse de ella. Y no sigo para no reventarles una historia que me ha mantenido felizmente insomne y definitivamente escalofriado varias noches.

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