El Prado de las maravillas
Animales, minerales y vegetales toman las salas de la pinacoteca en un asombroso proyecto del artista Miguel Ángel Blanco. Un homenaje a un tiempo en el que arte y ciencia caminaron juntos
Un ave del paraíso anda suelta en el Museo del Prado. Se ha posado, disecada en el interior de un fanal, en las salas de pintura holandesa, a los pies del lienzo de Frans Snyders Concierto de aves (1629-1630). A su lado, Judit en el banquete de Holofernes, de Rembrandt, prefiere, como siempre, mirar hacia otro lado, mientras unos pájaros de Papúa Nueva Guinea se dan pie por turnos en una grabación que dota al conjunto de un aire a invernadero del nuevo mundo. Sentado enfrente, a la manera de Henry Fonda en Pasión de los fuertes, contempla la escena el artista Miguel Ángel Blanco (Madrid, 1958) desde una de esas sillas de cuero en las que los vigilantes de sala ven pasar los días. Blanco es el responsable de esta y otras 21 intromisiones científicas (animales, minerales o vegetales) en la placidez del Prado. El tipo que ha colgado al inicio de la galería central de la pinacoteca un águila real con cara de pocos amigos a punto de caer en picado sobre la estatua de los Leoni, Carlos V y el Furor (1553), así como un toro berrendo de Veragua al final de esa arteria del museo en la que se suceden las obras maestras hasta llegar a Rubens.
El genio flamenco es autor del cuadro con el que la res albina “dialoga” no por casualidad; El rapto de Europa se inspira a través de Tiziano en ese pasaje de Las metamorfosis de Ovidio en el que Júpiter, enamorado de la princesa Europa, se convierte en toro blanco a fin de subyugarla. También pintó Rubens otra de las piezas involucradas en Historias naturales, intervención insólita de un creador contemporáneo (y español) en la programación del museo, un honor hasta ahora reservado a Thomas Struth, Richard Hamilton, Eduardo Arroyo, Cy Twombly o Francesco Jodice. Se trata de El nacimiento de la Vía Láctea (1636), que luce acompañada de una muestra de meteoritos. Tan antiguos como uno que cayó hace 50.000 años en Diablo Canyon, Arizona, o tan legendarios como el Allende; aterrizó en México en 1969 y es, para Miguel Ángel Blanco (o MAB, y no por pereza ni por ahorrar espacio; el artista se siente cómodo con los acrónimos), “lo más cerca que estaremos nunca del origen del universo pintado por Rubens”.
El pedrusco sideral proviene del Museo Nacional de Ciencias Naturales, cuya colección, como la del Museo de Farmacia Hispana o el de la Escuela de Minas, ha peinado Blanco en busca de maravillas de naturalia para introducirlas en el edificio, en un homenaje a los tiempos en los que estuvo pensado para albergar el Real Gabinete de Historia Natural como parte central de un eje científico soñado por Carlos III para el paseo del Prado y que debió incluir, además, un observatorio astronómico y el jardín botánico. “Más allá de eso”, explica Miguel Zugaza, director de la pinacoteca e impulsor de un proyecto, que cuenta con la colaboración del CSIC y de la Comunidad de Madrid, “es importante porque recuerda el prestigio compartido por el arte y la naturaleza, cuando aquel no estaba aislado de la vida, como ahora se nos presenta”.
Las 22 intervenciones recuerdan que el edificio de Villanueva fue pensado para ser Gabinete de Historia Natural
Para tan singular tributo han hecho falta tres años de investigaciones que culminarán con la inauguración el 19 de noviembre, día del 194º aniversario de la designación del edificio como Museo de Pinturas y Esculturas. Encargado en 1785 a Juan de Villanueva por el conde de Floridablanca, recibió su uso definitivo en 1819, una vez superado el paréntesis de la guerra napoleónica. “Todo esto quiere ser también un homenaje a Pedro Franco Dávila, cuyo gabinete de maravillas compró en 1771 Carlos III, que era amante del arte, pero también, y mucho más, de las ciencias”, había explicado con entusiasmo MAB el día anterior en su estudio madrileño, a medio camino entre el taller de un artista y el sitio de recreo de un naturalista. “Aquel tesoro, que iba a ser el cogollo del Gabinete de Historia Natural, se expuso en la actual Academia de Bellas Artes de San Fernando, en el que fue el primer museo público de España y bajo la inscripción Naturaleza y arte bajo un mismo techo, algo que ahora vuelve a suceder”.
Para lograrlo, el artista, cuya carrera arrancó en los ochenta ya plenamente vinculada a la naturaleza, ha repartido por las salas del museo desde un esqueleto de delfín (suspendido para dar sombra a una escultura romana), a gemas (ante La crucifixión, de Juan de Flandes), espejos de obsidiana (para el Carlos II de Carreño de Miranda), lagartos-dragones (en San Miguel Arcángel, del Maestro de Zafra) o fósiles. Es el caso de uno recogido en Utah, con huellas de pisadas de ave palmípeda y gotas de agua, toda una premonición simbólica del diluvio universal, tan inminente en La entrada de los animales en el arca de Noé, de Jacopo Basano, expuesta a su lado.
Algunos diálogos se antojan más fieles que otros. Parece lógico colocar un diente de narval, maravilla entre las maravillas, ante la apoteosis faunística de Orfeo y los animales, de Padovanino, o un enjambre de 75 insectos, entre libélulas, caballitos del diablo, escarabajos, cigarras, cucarachas o mantis religiosas, al lado del tríptico El carro del heno (1516), de El Bosco, por cuya parte izquierda asoma una nube de amenazantes artrópodos imaginarios. También, un esqueleto de oso hormiguero a los pies La osa hormiguera de su majestad (1776), en cuya cartela expositiva figura como del Taller de Mengs, pese a que hay quien lo atribuye a Goya (y no es Manuela Mena). El cuadro se sitúa entre los cartones para tapices del genio aragonés y proviene del Museo de Ciencias Naturales. Prueba de la fascinación de la época por los animales exóticos, funciona también como recordatorio de que el empeño de los poderosos no siempre casa con los planes de la naturaleza. Carlos III, como recuerda la cartela colocada sobre un pedestal de madera de chopo, se hizo traer al pobre animalillo desde Buenos Aires en 1776 para descubrir, una vez instalado en el inhóspito invierno madrileño de la Casa de Fieras, que era imposible abastecerle de las 35.000 hormigas y termitas que conformaban su dieta diaria y que se ocultan, ayer como hoy, cuando el manto de frío cae sobre la meseta.
Y si colocar una roca gigante de azurita en primer plano de El paso de la laguna Estigia (1520-1524) entra en la categoría del guiño metapictórico (se ve que el mineral tratado servía a Patinir de pigmento), desplegar ante el Aquelarre (1823) de Goya una panoplia de brujería (azufre, una cobra blanquinegra, un murciélago…) invita directamente al conjuro, mientras que traer a la presencia de Botticelli madera fosilizada reviste poder metafórico: la sangrienta historia de Nastagio degli Onesti (1483) transcurre en un pinar pretérito y por tanto petrificado.
Claro que luego siempre queda la opción de la libre interpretación. Blanco veía el lunes pasado al término del montaje de una intervención sobre La condesa de Chinchón (1800), también de Goya, cierta “transmutación” de formas entre una lámina de Celestino Mutis (1732-1808) con una representación de la quina (también llamada cinchona o cascarilla de la condesa, en honor al noble linaje) y el retrato tocado por un manojo de trigo de la hija embarazada del infante don Luis (que, como en todo, compitió con su hermano Carlos III por hacerse con una cebra, según recordaba la reciente muestra Goya y el infante Don Luis: el exilio y el reino).
El conjunto en torno a la hierba, que era tenida como una panacea que todo lo curaba, lo completan una caja antigua para contener quina del Museo de Farmacia, así como el libro que Mutis escribió sobre el tema, un pliego histórico de su herbario y un paquete de las cascarillas que se vendían por entonces en Madrid. El gesto supone, además, el regreso del “Velázquez de la botánica” al Prado. A tenor de las investigaciones de Blanco, sus láminas se guardaron probablemente en la buhardilla del edificio de Villanueva durante una década a partir de 1827 para preservarlas de las malas condiciones de conservación del Pabellón de los Invernáculos. No fue la única vez que los animales tomaron el museo. “Durante la invasión francesa se escucharon relinchos, pues el edificio fue utilizado como cuartel de caballería por las tropas francesas”, escribe el artista en su texto para el catálogo. Y “más de un siglo después, en la Guerra Civil, se depositaron en el Prado piezas del Museo de Ciencias y, de nuevo, del Jardín Botánico”.
Para la muestra, Blanco ha contado con el apoyo de Javier Portús, jefe de Conservación de Pintura Española y coordinador general del proyecto. “Es un trabajo”, opina este, “que solo él, desde su visión de artista, podía hacer. Ni desde las ciencias naturales, ni desde la historia del arte se podía haber obtenido un acercamiento tan interesante”. Portús ha servido de puente entre el creador y los conservadores del museo, cuyas parcelas de la colección resultan invadidas por las iniciativas de Historias naturales. “Ha sido crucial el trabajo de Miguel Ángel por ganarse la confianza de los trabajadores de este y de los otros museos, cuya colaboración era imprescindible”, explica Zugaza. El extremo lo confirma Santiago Merino, su homólogo en el Museo de Ciencias Naturales. “La ventaja”, recuerda Merino, “es que él siempre ha sido un asiduo de nuestras colecciones y las conocía bien”.
Uno de los conservadores de su museo acompañó al Prado el lunes a las láminas de Mutis. Después, los operarios dispusieron e iluminaron todos los elementos tratando de no alterar la confiada placidez de la condesa de Chinchón y bajo la mirada del artista-comisario y de Karina Marotta, jefa de área de exposiciones del Prado, quien, después, extendía en una sala llena de vandycks y jordaens, un documento con el “cronograma” del montaje, que ha sido “más complejo de lo habitual”. “Era necesario velar porque los proyectos convivieran conceptualmente con la colección y, por supuesto, fueran respetuosos con el mandato de conservación a que nos obliga nuestro trabajo”, explicó Marotta. Las piezas se han montado sobre la marcha, a razón de dos por día, con el museo abierto y tratando de interrumpir lo menos posible la vida de la pinacoteca. Visto lo visto, ¿es mejor trabajar con un artista muerto o con uno vivo? “No se diferencia tanto”, opina en broma. “Porque cuando el artista está muerto toca tratar con el comisario”.
“Ni desde las ciencias naturales, ni desde la historia del arte se podía haber obtenido semejante acercamiento”
La labor de Marotta habrá concluido cuando este martes queden colocadas las últimas instalaciones (además de la de Patinir, se pondrá a la vera de la Eva de Durero el esqueleto de una serpiente enroscada sobre sí misma, destacado ejemplar de la colección de herpetología del Museo de Ciencias Naturales, así como ¡un gorrión albino en las inmediaciones de las Meninas!). Entonces, los visitantes podrán, mapa en mano, “emprender una expedición científico artística” en busca de la sorpresa.
El símil sirve a MAB no tanto para definir las vicisitudes del proyecto (que ha sufrido con los vaivenes de los brutales recortes de la asignación ministerial) como para referirse a sus incursiones en los almacenes de los museos en busca de joyas poco vistas. Por ejemplo: el cuadro de una tortuga laúd de intenso azul marino, que resultó varada en “la almadraba de los atunes de Denia”, como consigna un texto en la parte superior del lienzo pintado por Pedro Juan Tapia en 1597 para el gabinete de curiosidades de Felipe II, tan antigua era la real pasión coleccionista por las maravillas. El cuadro emerge ahora de las profundidades de los depósitos del Prado y se coloca frente a un cráneo de tortuga “expandido”, según la jerga, en un efecto que recuerda a ese truco tan querido por el cine de acción contemporáneo que consiste en hacer estallar un objeto y después ralentizar la fuerza centrífuga de la explosión, para que los pedazos pierdan la cohesión a cámara lenta.
Hay otros experimentos dignos del género fantástico en la muestra. Mariano de la Paz Graells (1809-1898), que fue director del Museo de Ciencias Naturales, alimentó a unos pichones con ruda para teñir sus cartílagos y así diferenciarlos de los huesos. El esquelético resultado luce ante el Bodegón de caza, hortalizas y frutas, de Juan Sánchez Cotán, precursor en el uso de cajas, en su caso pictóricas. Un lenguaje indisociable de la obra de Blanco y de su gran proyecto: la Biblioteca del Bosque.
Los ejemplares de esa biblioteca se atesoran en el estudio madrileño del artista y no están “en venta”; MAB no trabaja con galerías ni acude a ferias. Solo faltan “99 de los 1.131 libros caja” construidos por él desde “aquel invierno de 1986”, en el que hizo la primera en sus “bosques de Cercedilla”. Recuperó esa pieza primigenia de un comprador que se la devolvió como regalo por su 50 cumpleaños. Ocupa un lugar especial en las estanterías en las que se apilan los ejemplares. Las cajas, encuadernadas por él mismo, llevan títulos como La rotación del silencio en los campos de Extremadura o Salvación del Pinar del Rey (en honor al Pinar de Chamartín cercano a su casa cuya tala contribuyó a evitar). Elevan a categoría de arte elementos que la “naturaleza” le “regala”, tanto en sus expediciones a los “bosques del Guadarrama”, donde vivió hasta 1997, como en sus viajes a El Cairo o Monument Valley (donde halló inspiraciones para una muestra sobre el paisaje del Lejano Oeste americano que el Thyssen le dedicará en 2015).
La manufactura ha ido evolucionando con el tiempo, pero no en el espíritu. Se suceden al principio de estos hipnóticos artefactos varias hojas de papel verjurado o de fibra de kozo, pongamos por caso, con premoniciones levemente impresas por Blanco, premio Nacional de Grabado, de lo que aguarda al final del libro: un receptáculo protegido por un cristal que puede contener, por ejemplo, cortezas de pino silvestre del valle de la Fuenfría congeladas en resina o ramas de espino curvadas con efectos abstractos. Fueron definidos en cierta ocasión como “microcosmos del macrocosmos” por el poeta Antonio Colinas y han sido objeto de exposición en instituciones como la Fundación Lázaro Galdiano (2009), el monasterio de Santo Domingo de Silos (en 2006, dentro del programa del Reina Sofía) o La Casa Encendida (donde su obra dialogó con la de los pintores del Guadarrama del XIX).
Uno solo de sus libros caja espera a los visitantes del Prado. Se titula Bosque negro y cuelga entre una sucesión de paisajes nórdicos del XVI, obras de Van Valckenborch, Massys y Van Dalem. Durante la preparación de la muestra, Blanco ha construido otros siete de esos objetos inspirados por la vegetación física y metafóricamente circundante al museo, como el monumental almez de Murillo o los cedros del Líbano cercanos a la puerta de Velázquez. No muy lejos de donde una instalación sonora, colocada por el artista, regala a los paseantes el canto de otro montón de aves del paraíso.
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