La invasión de los carapones
Me sentí muy cercano de ese maravilloso personaje inventado por Millás al que desde pequeño las palabras se le convierten en compañeros de juego,
El pasado domingo, al acabar la representación de La lengua madre, dirigida por Emilio Hernández en la sala pequeña del Español, todos nos pusimos en pie para aplaudir a Juan Diego, que parecía tan cuitado como su personaje, ese conferenciante enmudecido por tener delante a una audiencia apasionada por las palabras. Le escuchaba decir “No, no, ahora soy yo, Juan Diego, el que está emocionado y les da las gracias”, y no sabía si era un juego escénico (porque seguro que no es la primera vez que pone en pie al público con este espectáculo) o si le pasaba aquello de Pessoa: “Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”. No fue el único trampantojo. Antes me había costado creer que Juan Diego había sido también el señorito hijoputa de Los santos inocentes, y me encontré pensando que aquel conferenciante chejoviano, tímido y aniñado, tenía, en el sur, un hermano malvado e implacable. Ya sé que es pueril, pero es que yo creo que mi pasión por el teatro estaba cantada desde pequeño. Mi madre nos hacía representaciones de marionetas y yo veía con total claridad que era mi madre y que eran muñecos que hablaban con su voz, pero siempre rompía a gritar “¡No le pegues, no le pegues!” cada vez que el malo atizaba al bueno. Desde entonces, si está bien interpretado, me lo creo todo. O a la inversa: me lo creo todo, siempre y cuando esté bien interpretado. El bueno y el malo, el conferenciante y el señorito cortijano.
Con las palabras me pasa lo mismo. Me sentí muy cercano de ese maravilloso personaje inventado por Millás (¿inventado? Autobiográfico, seguro) al que desde pequeño las palabras se le convierten en compañeros de juego, y traza un vínculo palmario entre abúlico y abulense, y se convence de que su hermano ha contraído un extraño virus en la ciudad castellana, y ya lejos de la infancia y de esas gozosas imantaciones, de esas esferas malabares que enlazan colores y giran en el aire se ve rodeado y golpeado por palabros como pétreos meteoritos cargados de sinsentido: desaceleración, crecimiento negativo, prima de riesgo. No, no es difícil ver a esa temible prima con la cara de la Merkel, ni (los que estudiamos francés en la prehistoria) leer Lagarce cada vez que leemos Lagarde.
Si está bien interpretado, me lo creo todo. O a la inversa: me lo creo todo, siempre y cuando esté bien interpretado
Sí, yo era como él, yo era como el niño del chiste, que cuando su madre decía “Si vieras cuando lloras qué cara pones” preguntaba: “Mamá, ¿qué son carapones?”. Yo oía hablar de una mujer violada e instantáneamente veía su rostro amoratado. ¡Y las grandes explosiones trágicas! Tarde de dictado. El profesor dice “De entre las aves zancudas descuellan los flamencos” y yo veo una marisma hirviente de sangre, botas que avanzan tronchando cañas y aves a machetazos en un escándalo de plumas rosadas y chillidos inocentes. Cuando me calmo, el benévolo profesor me explica la diferencia entre descollar y romper el cuello. Mi amigo Jorge Guerricaechevarría padecía el mismo síndrome, pero en su faceta más hilarante, como el día en que leyó un rótulo que decía “Se vende piso. Razón: portero” y se dijo “Pues sí que debe de ser pesado ese portero”.
He escrito la palabra dictado y ahora pienso que quizás ahí comenzó todo, porque tanto Juan Diego como Millás como Guerricaechevarría como yo (y unos cuantos millones más) crecimos en un país en el que a la dictadura la llamaban “democracia orgánica”, pero no sé si todo viene de ahí, porque hoy en día se le llama “liberal” al pajarraco más inquisidor. Y, como bien dicen Diego y Millás, estamos rodeados. De vuelta, en el aeropuerto, leo el siguiente cartel: “Ayúdenos a protegerle: vigile su equipaje”.
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