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CRÍTICA: 'ZIPI Y ZAPE Y EL CLUB DE LA CANICA'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Travesuras neutralizadas

Creados por José Escobar, uno de los puntales de la Escuela Bruguera, en 1948, en las páginas de Pulgarcito, Zipi y Zape, gemelos traviesos enfrentados a la ridícula autoridad patriarcal de don Pantuflo Zapatilla, fueron la afortunada declinación española de unos arquetipos creados por el alemán Wilhem Busch (Max y Moritz), que también tuvieron su reflejo en el comic americano (los Katzenjammer Kids de Rudolph Dirks) y la historieta franco-belga (Quick & Flupke, creación de Hergé, el padre de Tintín). El personalísimo trazo de Escobar, unido a su blanco sentido del humor y al delirante barroquismo lingüístico de los tebeos Bruguera –debido al talento de Rafael González-, cuajó en una fórmula eficaz de asombrosa longevidad. En su Atlas de la Cultura Popular. De la Historieta y su uso. 1873-2000, Jesús Cuadrado recoge un dato revelador: en 1976, el tiraje de la revista Zipi y Zape (los personajes tuvieron cabecera propia) alcanzaba los 124.500 ejemplares semanales.

En 1982, los personajes tuvieron una adaptación al cine de imagen real, dirigida por Enrique Guevara, que intentaba ser fiel a sus fuentes, pero a la que le esquivó la magia. Zipi y Zape y el club de la canica, la película de Óskar Santos que será mascarón de proa de una oleada de adaptaciones del imaginario Bruguera, no delata ninguna intención de fidelidad a las fuentes: de hecho, uno se pregunta si Santos habrá leído alguna vez un tebeo –aunque fuera uno solo- de Escobar. Su principal problema, no obstante, no es el de querer parecerse antes a Los Goonies (1985) –esa película que despertó tantas vocaciones, pero, al parecer, ninguna curiosidad por sus alrededores históricos- o a una entrega espuria de la saga Harry Potter, sino el de haber despojado a los personajes y al universo de Escobar de toda identidad. La dicción entre pastosa y upper class de los protagonistas y su gestualidad algo desmayada no contribuyen a ver en ellos los vectores de transgresión que eran en su forma original: más bien, parecen niños de telefilm de Antonio Mercero perdidos en una pesadilla disciplinaria donde el camino a la libertad adoptará forma de videojuego. La película es competente en sus formas y espectacular en su diseño de producción, pero absolutamente desalentadora en su vocacional condición de aventura iniciática.

Lo peor es la ideología que parece subyacer bajo sus imágenes: ni Santos ni sus guionista lo expresan en estos términos, pero Zipi y Zape y el club de la canica parece canalizar las ansiedades de un alumno de la escuela privada frente a la posibilidad de caer en la supuesta igualdad de oportunidades de la enseñanza pública (deformada aquí como internado/campo de concentración). Viendo la película, este crítico no dejaba de recordar con nostalgia el Manolito Gafotas (1999) de Miguel Albaladejo, modélico trasvase de otro personaje perdurable.

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