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universos paralelos
Columna
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Celebrando la mediocridad

Los ‘homemade records’ suelen ser obra de artistas no contaminados por la industria musical

Diego A. Manrique
Páginas de 'Enjoy the experience'.
Páginas de 'Enjoy the experience'.

Asombroso mundo el del coleccionismo discográfico. En su faceta más puntera, consiste en buscar nuevas islas, continentes desconocidos, planetas olvidados. Como los descubridores, deben bautizar la terra incognita; como los conquistadores, algunos pasan a explotarla. Tiene sentido económico: discos anteriormente despreciados se revalorizan si se encajan en una etiqueta pegajosa (¡freakbeat!) o si cuentan detrás con un relato fascinante.

En tiempos recientes, el gran campo de exploración son los homemade records, nombre un tanto equívoco: había, efectivamente, discos “hechos en casa” pero lo habitual era usar estudios —y músicos— profesionales. Les caracterizaba su marginalidad industrial. No solían llegar al mercado: los creadores se quedaban con la tirada total para satisfacer su vanidad o como elemento de autopromoción.

En 2007, ya hablamos aquí sobre Working man's soul, recopilaciones que picoteaban entre los artistas que trabajaban en cabarets, que en la Inglaterra industrial eran locales para el esparcimiento de los trabajadores. La tercera división del show business pero un circuito altamente profesionalizado, donde los discos se usaban como carta de presentación y se vendían tras el bolo. Es decir, poco frikerío. Y el coleccionista prefiere las vidas disparatadas, las historias dramáticas; los más perversos celebran incluso la música tan-mala-que-resulta-buena. En los ochenta, se relanzaron las grabaciones de The Shaggs, hermanas de New Hampshire que, obligadas por un padre visionario, editaron un elepé en 1969, Philosophy of the world. Inevitablemente, se formó un culto alrededor, que inspiró una obra teatral y el obligado disco homenaje, Better than The Beatles (2001).

Obviamente, en todos los países salían discos similares. Pero en EE UU, con sus self-made men y su fe en la reinvención personal, proliferaron. Tiene sentido que el autor de la primera visión panorámica del fenómeno sea Johan Kugelberg, un sueco que anteriormente trabajó en discográficas. Estadounidense de primera generación, Kugelberg admira la capacidad de los nativos para vivir sus sueños. Son creyentes en sus poderes personales: funkateros arrebatados, soñadores psicodélicos, cristianos apocalípticos, sofisticados a lo Steely Dan, discotequeros que tocaban todos los instrumentos en plan Prince, la serie B del mundo musical. Había precedentes: Songs in the key of Z buscaba encajar sus hallazgos en la peliaguda categoría de outsider art (y hermanaba francotiradores con figuras tipo Joe Meek, Captain Beefheart o Daniel Johnston).

Kugelberg ha recurrido a la secta de expertos rastreadores de discos huérfanos para recopilar un monumental libro, Enjoy the experience: homemade records 1958-1992, que junta las portadas de 1.200 lanzamientos con textos eruditos. En la tradición de los propios artistas, Kugelberg ha fundado una editorial independiente, Sinecure Books, para editar el tomo. Con el mismo título se ha editado un disco-libro, que en España distribuye Resistencia: un doble CD/LP, con 24 piezas de otros tantos artistas desconocidos. En otras manos, esto se hubiera convertido en una colección de esperpentos. Pero Kugelberg tiene un enfoque más generoso. Se trata, insiste, de artistas en estado puro, que generalmente no pasaron por los filtros de managers, disqueros o productores.

No está agotada semejante cantera, pero la vanguardia del coleccionismo ya está investigando otro extraño filón. Son los tax scam records y obedecen a una tradición tan estadounidense como las anteriores: defraudar a Hacienda. A finales de los setenta, funcionaban sellos pensados para dar pérdidas y permitir desgravar a la empresa matriz: declaraban prensar 20.000 copias de tal título, cuando eran 500 o cantidades menores. La mayoría de los ejemplares iban a tiendas de vinilos rebajados.

Con todo, había que llenarlos de música y allí salían maquetas, masters rechazados, cintas de ensayos, incluso grabaciones ya editadas con otro nombre; generalmente, ni se avisaba a los artistas. Al investigador del lado obscuro del negocio no le sorprenderá saber que detrás podían estar mafiosos como Morris Levy, de Roulette. Pero ya hay connoisseurs que aseguran que han encontrado maravillas. Si algún día se resuelven los complicados problemas legales, veremos recopilaciones similares a Enjoy the experience.

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