Palabras son sabor
Andréa del Fuego ha publicado cuentos, libros infantiles y una novela rebosante de realismo mágico La brasileña puede tardar un mes en escribir una obra y más de seis años en reescribirla Lo suyo son las frases cortas llenas de acción y ritmo poético
Entre las callejuelas de una urbanización de São Bernardo do Campo, en medio de la constelación de fábricas y talleres que rodean la monstruosa y fascinante ciudad de São Paulo, una niña busca y rebusca en la basura algún objeto que despierte su imaginación. Enseguida se pregunta cómo será la vida de los dueños de esos desperdicios y, durante un buen rato de soledad, inventa historias.
Esta afición quedará bien arraigada cuando un día, en el colegio, su profesora le pida que lea a Machado de Assis. Entonces su alma temblará. Porque se dará cuenta de que las cosas pueden contarse de maravilla con un montón de mentiras. Y no podrá resistir la tentación de escribirle cartas a su familia de Minas Gerais, al sur de Brasil, llenas de falsedades. Y empezará a tener problemas. Porque tergiversarle la realidad a sus tías le traerá como consecuencia varios castigos. Pasarán algunos años y comenzará a escribir cuentos que guardará —siempre— en un cajón. No pensará —jamás— en escribir “en serio” y, mucho menos, en publicar.
Pero más tarde, después de recorrer un largo camino de esfuerzo y dedicación, basado en la reescritura y la prosa poética, esa muchacha estará a punto —a casi nada— de convertirse en “una de las grandes ficcioncitas de Brasil”. Con una voz narrativa propia. Retomando los elementos que situaron a América Latina en el mapa de la literatura universal.
El rostro de Andréa del Fuego (São Paulo, 1975) es moreno. Tiene el pelo negro y rizado, los ojos de distinto color —uno marrón y otro negro—, atrincherados detrás de unas gafas de pasta, y una curiosidad que consiste en “llegar donde la mirada no llega”. Con ese método ha escrito cuentos eróticos, un blog, colaboraciones para revistas, radio y televisión, y libros para niños y jóvenes.
Zero-Zero
Andréa del Fuego forma parte de la Geração Zero-Zero, bautizada así por el escritor y crítico brasileño Nelson de Oliveira, quien asegura que "hacía mucho tiempo que no surgía una buena novela sobre el enorme Brasil rural, mágico, muy distante del pequeño Brasil cosmopolita de las grandes capitales, como Los Malaquias. Lo que más me agrada en los libros de Andréa es la representación sublime de ciertos comportamientos sueltos de la sociedad contemporánea, viciada en tecnología y redes sociales. Andréa hace esto, principalmente, en los cuentos. Me gusta cuando ironiza sobre las fisuras de nuestra existencia, denunciando nuestros peores actos de primates consumistas y narcisistas".
Para integrar la Generación Cero-Cero, Oliveira ha tomado en cuenta a un grupo de autores que debutaron en el mundo editorial en la primera década del siglo XXI. "Es la generación de los bloggers, de los reality shows, de youtube. Hay, por lo menos, un punto de contacto entre todos estos autores: la fascinación por lo bizarro que caracteriza a nuestra sociedad del espectáculo. Y es justamente esta fascinación la que acerca a jóvenes escritores tan diferentes como Daniel Galera, Verónica Stigger y Santiago Nazarian, entre otros".
En realidad, no se llama Andréa del Fuego sino Andréa Fátima dos Santos. En 1998 comenzó a responder las dudas sexuales de los oyentes de Radio 89 FM, pero le dijeron que para llevar a cabo esa tarea necesitaba un nombre más… ¿sexy? Lo comentó con su suegra y fue ella quien le sugirió ponerse Andréa del Fuego, en alusión a la vedete Dora Vivacqua (1917-1967), que se presentaba desnuda y con una cobra sobre los hombros en los escenarios del Brasil de los años cuarenta y cincuenta como Luz del Fuego, nombre que tomó de un lápiz labial argentino, y fue asesinada en la nudista isla del Sol. El seudónimo y, sobre todo, su sonoridad le gustó a Andréa, a su jefe y al público. Así que ¿para qué cambiarlo?
Estudió publicidad a nivel técnico (“con la intención de aliar un supuesto arte y un don que yo tenía con el mercado de trabajo”) y enseguida empezó a trabajar en la producción de anuncios de televisión. “El primero fue un comercial de una pomada para lesiones musculares. Hubo otros, pero luego trabajé llevando café y haciendo otras tareas simples en la película Tierra extranjera (1995), de Walter Salles. Después hice dos revistas electrónicas y luego la escritura empezó a dar frutos”, expresa.
Cuando notó que ya tenía varios cuentos guardados, suficientes como para juntarlos en un libro, comenzó a tocar las puertas de las editoriales. Primero, entraba en las librerías y apuntaba los nombres de aquellas que publicaban libros más o menos en “el mismo tono” que los que ella escribía. Enviaba los manuscritos y la respuesta era una sola: no. Tardó cinco años en encontrar a alguien que confiara “en una autora desconocida y, encima, que le ofrecía un libro ¡de cuentos!”, dice ahora. Así, en 2004, publicó Miento mientras puedo. Después Lo niego todo (2005), Engaño suyo (2007) y Sociedad de la Calavera de Cristal (2008), este último dirigido al público juvenil. Y en 2010, Hermanas de peluche, para los niños. “El mercado infantil es maravilloso porque el lector no se interesa por el autor sino por el libro. Y el libro es, muchas veces, adoptado en las escuelas y entonces los lectores pueden contarse por miles”, subraya con entusiasmo.
No obstante, todos esos libros fueron publicados por editoriales pequeñas (“pero muy cuidadosas con la edición”) y su repercusión entre el gran público y la crítica fue mínima. Muchos, sin embargo, se fijarían en ella poco después, con su primera novela “para adultos”: Los Malaquias.
Una vez que pone el punto final, Andréa del Fuego le da a sus textos un largo periodo de reposo. Luego, ya con cierto desapego, vuelve a ellos y corrige. El exceso de lirismo, para empezar. Las largas metáforas, para seguir. Se esfuerza para que las cosas, por más fantásticas que sean, parezcan reales. Quita y quita, como si para ella un escritor valiera más por lo que quita que por lo que deja. Y lo que deja son frases cortas llenas de acción y ritmo poético. Se propone, en suma, que el texto sea menos artificioso y más transparente.
La creación es vecina de la locura. Creares abrir puertas que el tiempo cierra por no entrar en las convenciones cotidianas
Hace este ejercicio poco a poco, sin prisa. Entrando y saliendo del texto para desechar arrebatos, improvisaciones y barroquismos. Deja, al final, una puntuación a veces telegráfica, pero no por ello menos efectiva. “La reescritura”, dice, “es la parte que más tiempo me lleva en mi trabajo. Y la que más me preocupa. Puedo tardar un mes en escribir una novela y más de seis años en reescribirla, por ejemplo. Corrijo todo aquello que el tiempo me deja ver que es superfluo. Me parece que la creación es vecina de la locura, en el sentido de que crear es abrir puertas que el tiempo cierra por no caber en las convenciones cotidianas. En la escritura vamos domando esas voces. Y esto no es puro placer, tiene sus dolores”.
Gracias a este empeño, asegura, ha descubierto las limitaciones que posee al escribir. “Creo que tengo un exceso de prosa poética y un exceso de realismo mágico. ¡Sencillamente, no consigo escribir sin estas características! También tengo una especie de ansiedad porque en la narración acostumbro a revelar pronto lo que tal vez sería mejor revelar más tarde”. También, reconoce, se da cuenta de lo arriesgada que es su labor y por eso, en algunos momentos, exhibe cierta inseguridad. “Siento que corro el riesgo de ser peor de lo que creo. De repetirme. Riesgo de no ser publicada, de no ser leída. Riesgo de morirme sin escribir determinado libro”.
Después de publicar algunos libros de cuentos y formar parte de varias antologías, Andréa del Fuego quiso ir más allá. Pensó que hacer un relato corto es como dar un paseo. Hacer una novela, en cambio, significaba recorrer un largo camino. Una pregunta la guió: “¿Qué pasaría si se mezclara la seducción de Machado de Assis, el intimismo de Clarice Lispector, la fuerza dramática de Victor Hugo y la elegancia de Stendhal? ¿Qué pasaría?”. Y quiso saberlo.
Recordó una historia familiar que le parecía fantástica. Sus bisabuelos habían sido peones en una hacienda de Minas Gerais hasta que un rayo los mató. Así que, en un país donde lo sobrenatural forma parte de la tradición oral, la escritora paulista quiso escarbar en ese pasado, inventar la memoria de sus ancestros y, para amortiguar las emociones que se despertaron en ella, se refugió en… ¡el realismo mágico!
Hoy, que la mayoría de los nuevos narradores sitúan sus obras en las grandes urbes (y sus periferias). Hoy, que para muchos lo rural se ha vuelto trillado de tan exótico y pintoresco. Hoy, que se considera superado el realismo mágico, el mismo que originó el boom y lo que se conoce como “literatura latinoamericana”. Hoy, que muchos escritores han roto con esa tradición (crack). Hoy, que la narrativa se ha “adaptado” a los nuevos tiempos (McOndo). Hoy, que el gurú es Bolaño y no García Márquez. Hoy, una joven escritora ha vuelto al origen. Y está triunfando.
Una noche de tormenta, un rayo cae en la casa de la familia Malaquias y hace que los padres de Nico, Antonio y Julia entren en el sueño eterno. Los tres hijos se “salvan”, pero, en su nueva condición de huérfanos, serán separados. El mayor se quedará trabajando en el campo y los otros dos irán a un orfanato. Crecerán, mientras la modernidad, el amor y la fantasía marcarán su existencia. Si con su poder demiurgo Rulfo y García Márquez crearon Comala y Macondo, Andréa del Fuego ha instaurado Sierra Morena. Ahí, en el corazón de Minas Gerais, en el sur profundo del gigante sudamericano, en los primeros años del siglo XX, donde un ejército de peones se pierde entre las plantaciones cuando llega la época de cosechar café, la leche no hierve en casa de mujeres flojas de espíritu. El agua de una presa desaparece de la noche a la mañana. Las plantas, los minerales y los animales dialogan con los humanos. Una gruta nos conduce a la dimensión donde es posible atisbar otras verdades. Y los muertos vuelven junto a los vivos en alguno de los tres estados de la materia: líquido, sólido y gaseoso. Porque la muerte es, simplemente, transformación y continuidad. Y la única certeza en esta cosmogonía es que nunca nos iremos del todo.
El mercado infantil es maravilloso porque el lector no se interesa por el autor sino por el libro
En Los Malaquias (publicada en español por Edhasa-Argentina) la sustancia primordial es la memoria. “Los personajes existen o existieron. El libro está basado en mis familiares. Durante la escritura algunos de ellos fueron muriendo y yo me preguntaba si tenía autorización espiritual para revolver su cadáver, un cadáver próximo y amado. Escribir este libro ha sido fulminante como experiencia personal. Para tener el distanciamiento necesario, para que el texto se tornara legible, necesité abandonar el libro muchas veces”, cuenta Andréa del Fuego, quien tardo siete años —siete— en (re)escribir esta novela llena de colores, sensaciones visuales, táctiles, sonoras y olfativas.
Casi un año después de haberla publicado, su teléfono sonó para anunciarle que había ganado el VII Premio Literario José Saramago que, al estilo del Rómulo Gallegos en el ámbito hispano, se otorga cada dos años. Los elogios se sucedieron uno tras otro. “Los Malaquias es una novela difícil, poética, original, áspera y perturbadora, que subsidia a la realidad, ya que deriva de un universo arcaico, y refleja el inusitado vigor de la narrativa de Andréa del Fuego”, dijo la escritora brasileña Nélida Piñón, miembro del jurado del premio Saramago. “En el cruce de las historias que componen esta novela, las palabras tienen un olor y un sabor que se puede palpar con las yemas de los dedos. Los Malaquias es una verdadera obra maestra”, comentó el escritor portugués José Luís Peixoto.
Andréa del Fuego estaba en el sexto mes de embarazo y le tenía fobia a los aviones. Pero se animó a ir a Lisboa para recoger el premio. “Y ese miedo fue curado, espontáneamente. Llegué a sufrir un ataque de pánico cuando el avión empezó a recorrer la pista para despegar. Me dieron un medicamento y… ¡desperté curada! Desde entonces he volado a muchos lugares, sin ningún temor, llevando a mi bebé, al que le puse Francisco José. José, en homenaje a Saramago”.
Desde que es madre, Andréa del Fuego va todas las mañanas a una cafetería de su barrio, elige una mesa, saca un cuaderno y se pone a escribir durante una hora. “Antes trabajaba en el ordenador toda la mañana, por lo menos cinco horas. Pero mi perspectiva es aumentar mi tiempo de escritura en la medida en que mi bebé sea más independiente. No escribo en la noche, mi mente está mucho más activa por la mañana”.
Pronto publicará su nueva novela. “Se llama Las miniaturas, la escribí con una beca de Petrobras y ocurre en el centro de São Paulo, en un cierto edificio mágico que se propone influenciar a las personas mientras duermen. Tal vez vuelva a lo rural en un futuro cercano, pero ya con las ofrendas pagadas a los santos de casa, más libre. Con Los Malaquias ya he pagado lo que les debía. La novela atendió a un llamado interno, mucho más fuerte que uno externo o de seguir una estética vigente de éxito. Por lo pronto, acabo de empezar una nueva novela que se basará en la piel como órgano”.
Vive con su hijo y su esposo, el fotógrafo André de Toledo Sader, en el bajo de un antiguo edificio de la zona oeste de São Paulo (“sin portero, sin ascensor, sin garaje”), entre un ambiente de bohemia, donde sus vecinos son periodistas, cineastas, críticos y escritores. Al lado de su casa está una librería de viejo, en la que suele comprar novelas y libros de filosofía. Porque Andréa del Fuego ha vuelto a estudiar. “Tardé mucho en regresar a la escuela. Y hoy, a los 38 años, soy alumna de Filosofía en la Universidad de São Paulo. Mi marido cuida de mi hijo para que yo me vaya a la facultad”. Además de sus libros, vive de impartir talleres de escritura y de lectura. Acude a eventos editoriales con su hijo en los brazos. Se presenta en Twitter como “exorcista, pedicura y madame”. No fuma y le gusta beber cerveza con sus amigos, a los que les pide que le cuenten sus sueños para interpretarlos, “con charlatanería, claro”.
Babelia
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