El gran viaje
Hasta tomar el vuelo de vuelta, nuestro Mancebo pasó catorce horas en Buenos Aires
Luis Mantecón y yo estábamos sentados en la pequeña terraza perteneciente al hotel, casa de comidas, bar y pastelería de Vega, la Vacápolis, capital del reino de los pasiegos. Al otro lado de la plaza de grandes robles, más allá de la mesa totémica de las juntas vecinales, estaba la farmacia Número Uno. El chico que ayudaba en ella, al que todos conocían con el nombre de Mancebo, despachaba las últimas recetas del día. A las ocho llegó una muchacha, tocó con los nudillos en la puerta, pero no entró. Cuando Mancebo cerró la botica, se fueron juntos calle abajo cogidos de la mano.
Luis movió la cabeza contemplándolos y dijo que ahí tenía yo una buena historia, siempre que, si la utilizaba, no diera nombres y cambiara un poco las cosas.
Estando un día Mancebo en el bar —comenzó Luis—, tal como estamos nosotros ahora, el chico se da cuenta de que se ha quedado sin cigarrillos. Para conseguirlos no tenía más que cruzar la plaza hasta el estanco, que está, como ves, ahí enfrente, y en el que se venden también postales y sobaos caseros.
Mancebo le dijo al dueño del bar que si venía su novia le dijera que volvía en seguida, y que fuera pidiendo algo.
Así que Mancebo entró en el estanco. Allí encontró a un joven con una cámara de fotos y una guía de los Montes del Pas. Resultaron ser amigos de los tiempos del instituto. Empezaron a charlar, y el amigo le contó que se había hecho piloto de aviación.
—Pues yo nunca he volado, no he tenido ocasión— contestó Mancebo.
El amigo le invitó a que, cuando fuera por Madrid, no dejara de visitarle; le enseñaría la cabina de mandos y todo el avión por dentro. Él era oficial de vuelo. La cosa es que ahora mismo vendrían a recogerle en un todoterreno para llegar hasta el pequeño aeródromo regional y volar en avioneta a Barajas, donde tenía que estar a las doce de la noche por necesidades del servicio. Pero no tenían muy claro el camino que llevaba a la pista de aviación, al otro lado de los montes.
Así que Mancebo se ofreció a conducirle por la senda más rápida.
Todo ello ocurría en martes, un día de la semana de planetas agitados y vertiginosos.
Cuando Mancebo vio la avioneta blanca con una franja roja, dijo que era preciosa. El amigo piloto le invitó a que subiera para hacer un corto vuelo sobre cimas, prados y cabañas.
Mancebo tuvo ocasión de contemplar desde el aire la plaza de Vega, en donde creyó ver a su novia sentada en la terraza del bar.
Dieron varias vueltas más, y Mancebo fue señalando nombres de ríos, picos, pueblos y cruces de carreteras.
Después, la zona se cubrió de nubes, y su amigo le dijo que lo mejor sería seguir volando hasta Barajas. Era más sensato aguardar al día siguiente para volver al Pas.
El amigo llegó con el tiempo justo para incorporarse al servicio. El avión estaba ya en la pista, listo para partir en vuelo regular a Buenos Aires. Pero, aun así, instó a Mancebo a visitar la cabina de pilotaje.
Una vez dentro, le dijo que se sentara en una plaza libre de bisnes y que le esperara tomando un aperitivo.
—Iberia invita.
Mancebo le vio cruzar varias veces por la parte delantera del avión, olvidado de él, hablando con las azafatas.
—A que todavía me llevan a Buenos Aires…— bromeó consigo mismo.
Esperó, y al cabo de un rato avisó a la azafata de que quería hablar con su amigo. Pero nada.
—A que me facturan para Buenos Aires…— repitió.
Al parecer, la azafata tardó en dar el recado al oficial de vuelo, puesto que tenía cosas más urgentes que hacer, y cuando le avisó, ya se estaba dando la orden de armar toboganes y de cross-check.
Su amigo piloto llegó muy serio.
—Pero, ¿qué haces tú aquí?
El avión no podía detenerse, perdería el slot y los pasajeros protestarían enfurecidos. Lo mejor era seguir el curso de las cosas. Además, viajaría gratis a Buenos Aires.
¿O es que un valiente pasiego como él tenía miedo a volar? Un linaje de viajeros, corremundos, trajineros… ¿Qué era para ellos el Gran Salto?
El avión iba a despegar, despegaba, voló.
Hasta tomar el vuelo de vuelta, nuestro Mancebo pasó catorce horas en Buenos Aires, siempre acompañado de su amigo del instituto de enseñanza media. Charlaron de los viejos profesores, de los compañeros muertos aún jóvenes y de las clases de geografía e historia, suspensos y agravios.
El amigo piloto se empeñó en comer un asado en La Costanera, junto al mar de color cieno. Pero el viento de sudestada les echó pronto de la costa. Se refugiaron en una esquina de Palermo, un lugar de colores rojos y música francesa.
Mancebo durmió todo el viaje de regreso, y siguió durmiendo en la avioneta que le depositó de nuevo en los valles del Pas.
Llegó antes que su novia a la terraza del bar pastelería, frente a la farmacia Número Uno. Ella habló primero:
—Perdona por hacerte esperar. Creo que ha habido un cruce de fechas. Me enviaste un recado para anular el martes, y por eso te propuse el miércoles, pero no sé si te llegó. Te aviso de que mañana viernes, la que no puedo soy yo.
Mancebo pospuso las explicaciones para otro momento, otro día, quizá el sábado. Se besaron.
Manuel Gutiérrez Aragón es cineasta y escritor. Su última novela es Gloria mía (2012).
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