Cómo ser crítica musical (y divertidísima)
La columnista pop Caitlin Moran habla sobre feminismo, clase y humor en la música pop (y en su prensa) al hilo de su autobiografía ‘Cómo ser mujer’
Cuando escapaba de los Vándalos por las calles de las viviendas de protección oficial de Wolverhampton, Caitlin Moran (1975) se consolaba con que quizás esos macacos que le tiraban piedras y le gritaban “chico” o “marimacho” habrían tenido una reacción similar al ver a Annie Lennox o a Boy George. Por aquel entonces usaba unas gafas de la Seguridad Social que subrayaban su improbable parecido con Alan Bennet, estaba enamorada de Chevy Chase (lo había visto en el clip de You Can Call Me Al, del Graceland de Paul Simon), y jugaba a muñecas con su hermana: tramaban atracos en los camarotes de las clases altas de los yates de juguete y se disputaban el único Action Man tullido y cojo que les dejaban sus hermanos.
Un cuarto de siglo después, escribe columnas en varios diarios británicos y si alguna pregunta relacionada con su nombre fuera formulada en un quiz de pub, la gran mayoría de concursantes la acertarían. Celebridad actual, cuando pisó la redacción de Melody Maker por primera vez a los 16 años era una especie de “chimpancé con botas que había entrado trepando por una ventana abierta y al que habían decidido dejar en paz para que jugara tranquilamente con los ordenadores”. En aquella época habría matado por The Wonder Stuff, su única dieta era fumar cigarrillos mientras bailaba Happy Mondays y se había iluminado con el Cool for Cats de Squeeze. Ahora representa ese modelo de columnista feminista, escatológica, amante del bebercio y del chiste de bar, más habitual en Gran Bretaña que en nuestro país, que no esconde una vocación abiertamente masiva sin renunciar al background más especializado ni a la gamberrada retórica.
Moran escribe con un ritmo de estribillo y con unas imágenes certerísimas y casi siempre musicales: las fantasías sexuales masculinas son como My Sharona de The Knack (tarareen mentalmente: “ma-ma-ma-mai sharona”), mientras que las femeninas son “como una pieza sinfónica cambiante de Alice Coltraine”; un bolso de aspecto pachucho le puede recordar a la bolsa escrotal de un Tom Jones crepuscular, y la pornografía es un monocultivo del “joder del Tesco”. Moran, la rara en esa familia numerosa que no le daba ni un pastel por su cumpleaños (soplaba velas en un panecillo con Philadelphia), ha firmado un best-seller internacional que es una especie de cruce entre el manual de feminismo extraño y desacomplejado, una biografía carcajeante, un retrato de la clase obrera británica y ese extraño libro de autoayuda que ninguna suegra, ni madre, regalaría. Su título encierra una contradicción: pronto verán a infinidad de hombres en el metro leyendo con una sonrisa de lóbulo a lóbulo un tomo titulado: Cómo ser mujer (Anagrama). El título es ése, pero podría ser otro: Cómo ser divertida, Cómo ser rigurosa, Cómo escribir de fábula, Cómo ciscarse en la solemnidad.
Todas sus heroínas saben bailar
Puede que en su adolescencia coreara entusiastamente temas como Shaved Pussy Poetry, de Huggy Bear (banda que, por cierto, se negó a fichar por el sello de Suede si antes no los echaban a ellos), pero ahora, si bien es capaz de dedicar 25 páginas a desmontar el mito del pubis de muñeca Barbie (según ella, el dinero de la depilación debería ir destinado a comprar discos, vino barato, condones y billetes de tren a Brighton), pasa palabra cuando se le pregunta por festivales feministas y bandas femeninas semidesconocidas. En cambio, se explaya cuando se le pregunta por el cacareado matriarcado de la música popular llenaestadios, sin ahorrarse elogios a amigas como Lady Gaga: “No te puedes poner demasiado picajoso con la revolución ni puedes elegir siempre. La anterior generación no puede dictar lo que necesita la siguiente para sobrevivir y comunicar y sentirse comprendido, cómodo, libre y feliz. Personalmente, amo a todos esos artistas [los nombres mencionados eran Rihanna, Lady Gaga, Katy Perry o Beyoncé, entre otras]; cada una de ellas está abriendo un campo metafórico en un hipotético festival futuro donde habrá cientos y cientos de mujeres artistas”, apunta, “Lo que necesitamos, como mujeres creativas es… espacio. Un lugar pequeño donde podamos organizar nuestra fiesta, sin tener que explicarnos constantemente o preocuparnos sobre meternos en el camino de alguien o ser juzgadas injustamente. Eso es lo que necesitamos: un lugar donde podamos bailar sin preocuparnos por quién está ahí mirando y juzgándonos. Es lo que siempre hemos necesitado…. Bien, eso y una tonelada de narices de leyes fuertes y una medicina milagrosa anticistitis, claro”.
Todas las heroínas de Moran saben bailar. Y lo hacen. Y además quieren que su mensaje llegue a todos los rincones del mundo, de las habitaciones de las carpeteras de Justin Bieber a la República de Vanuato. Quizás por eso Moran explica en su libro cómo le enfadaba la actitud de las riot grrrls, cuando se negaban a dar entrevistas a los medios en los que escribía. En esas cabeceras, explica, siempre tenían problemas para colocar a mujeres con discurso y, sobre todo, talento. Ella: a) rechazaba entrevistar a Echobelly sólo porque cantara una tipa (le parecían horribles); b) entendía que ella jamás habría conocido en su barrio a Bikini Kill si no salieran en el Sunday Times que su madre habría mangado en la pelu: “Personalmente, no creo que puedas hablar de cambiar la sociedad y luego decir: ‘Sólo le voy a contar a TRES PERSONAS cómo hacerlo’. Entiendo el miedo de ser atacado y criticado, pero entonces, si eres una mujer en una banda, vas a ser criticada y atacada DE TODOS MODOS. Mira, como chica de clase obrera, que creció en un lugar pobre y tremendamente represivo, debería haber tenido un enorme golpe de suerte para poder haber pescado los referentes contraculturales que me podrían haber sacado de ahí. Si quieres vender un mensaje, entonces hazlo”. A Moran se le calienta la boca con este tema, así que corrige un pelín su discurso (su estilo en el libro es excesivo, verborreico, autoparódico y de bar, todas esas cosas graciosas e incluso profundas que decimos en una barra y que querríamos matizar, en el mejor de los casos, al día siguiente): “Dicho esto, me parece muy destructivo para una mujer mirar todo el rato a otros roles e ir del rollo: ´Podríais haber hecho más!’. ¿Sabes? Huggy Bear pueden haber cambiado o ayudado a cambiar las vidas de 200 estudiantes de clase media… pero eso es siempre mejor que NADA. Además, ¿quién sabe lo que esos 200 hicieron luego? Siempre estamos con la cantinela de “Oh, la Velvet Underground sólo tocó delante de 200 personas, pero todas ellas formaron bandas”. Y no criticamos a Lou Reed y John Cale de la forma en que criticamos a Huggy Bear… y sospecho que eso es porque son hombre. Por lo tanto: ¡Bien hecho, Huggy Bear!
Izquierda exquisita
Del mismo modo que algunas feministas podrán criticar a Moran por su uso del lenguaje (es sólo un ejemplo) o por confesiones como que ama el coqueteo incluso en el entorno laboral, lo mismo podría suceder con algunos sectores de la izquierda. Ir en jet con Gaga y reivindicar sus raíces, por ejemplo. Pero ella lo deja claro en cuanto surge el tema: “Sí, soy una exitosa mujer de clase obrera. Tengo un collar de oro donde puedes leer: SOCIALISTA”. Pero, en un entorno de crítica musical de apellidos más o menos acomodados, ¿influye haberse enamorado de Chevy Chase en una casa donde dormían cuatro hermanos en una habitación? “Pues sí, un montón. Tengo un eslogan para el siguiente libro: Las clases obreras se lo montan diferente [lo dice guiñándole el ojo al Italian Do It Better]. Creo que hay una brillante y obvia diferencia entre la cultura de claes media y alta y la trabajadora: la brillante, creativa, lúdica, enfadada creatividad que vimos florecer por primera vez en la contracultura de los 60, donde los chicos de clase obrera finalmente fueron a Art Colleges y florecieron. La misma inventiva excitante que nos trajo la Revolución Industrial, nos trajo la cultural”. Y se vuelve a zafar de la típica acusación de que si vistes un polo Fred Perry no puedes ser de izquierdas porque es caro, por poner un ejemplo: “Rechazo del todo la idea de que porque gano dinero ahora, soy de clase media. Y lo hago porque eso dejaría a la clase media con todos los atributos guays, mientras que la obrera se quedaría con todos los chungos: pobreza y lucha”.
Patadas en el Melody Maker
Amante por igual de Douglas Adams y de Hillary Mantel, de Brautigan y de T S Eliot, de Joyce y de Bugs Bunny, Moran tiene esa cultura amplia y no tan específica que da haberse fogueado en eso de las lecturas en una biblioteca pública (uno de sus grandes días llegó cuando pudo sacar libros). Con ese bagaje llegó a un Melody Maker de principios de los noventa, el NME para los más raros de la casa (ella compara esas dos revistas diciendo que la primera la formaba un reparto como de La Familia Adams que no había podido entrar en Star Wars), donde tecleaban, gafitas y mirada fija en la pantalla, firmas como Simon Reynolds. ¿Gente como él te hizo sentir rara? No parece probable… “Qué va, hombre, Reynolds era un muñeco inteligente y sexy que todos adorábamos. Pero piensa que en una redacción no sólo hay redactores, sino fotógrafos o el departamento de arte. Éste era el peor, para ser honesta. Estaba lleno de viejos pervertidos que te hacían sentir fatal por el hecho de ser una mujer. Pero yo estaba acostumbrada a luchar con mis hermanos, que eran un montón, así que no fue tan difícil darles la patada a más de uno”.
En aquella época era difícil meter a una artista en la revista (siempre usaban como truco calzar una foto de Debbie Harry aunque fuera saliendo del súper y lamentaban que no hubiera más Pj Harveys a mano), pero ahora, según ella, casi sucede lo contrario: “Casi no quieren que les hables de otro músico aburrido, en los periódicos”. Según Moran, la crítica musical más accesible para todos los públicos aparece en los diarios generalistas… “y ahí hay más escritoras. Es muy diferente que hace 20 años, cuando yo siempre era la única en los junkets”.
“Sí, creo que he escrito grandes piezas después de mirar lujuriosamente a Pharrell en una foto de una revista”, lanza. No sería muy fácil encontrar a una escritora de nuestro país que respondiera así a la (trilladísima, se admite) pregunta de si hay una sensibilidad diferente en la crítica escrita por mujeres. No en una tradición llena de hombres heterosexuales plañideros y peterpanescos. No en un país quizás menos habituado a firmas femeninas en la órbita de Moran. “Para ser honesta”, bromea, “si yo viviera en un país con tal cantidad de buenos vinos y quesos, no me habría peleado tanto por mi porvenir. Me hubiera sentado en casa comiendo manchego, bebiendo albariño [albarinou] y del plan: ‘Que otra putilla rompa el techo de cristal; ¡yo estoy ocupadísima!”. Es una suerte que Moran sea de ascendencia irlandesa, naciera en un lugar como Wolverhampton y le gusten tanto las pintas de Guiness.
Babelia
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