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formas del amor / 4

Una grieta pequeña, pequeña

"Una noche pensó que los seres humanos son máquinas de destruir: recuerdos, cosas, gente", relata la periodista y escritora argentina

Leila Guerriero
Tomás Ondarra (EL PAÍS)

Hay que decir que se querían. A veces era como andar en patines por el borde del andén (ese vértigo desesperante y gozoso) y otras, más bien, como caminar por la quietud de un bosque. Pero se querían aunque, al principio, él no creyó que fueran a llegar a nada. Porque había permanecido demasiado tiempo solo —y se había vuelto maniático, y estaba orgulloso de todas sus manías— y porque, cuando se conocieron, Tomás atravesaba una temporada salvaje —tres bares, una fiesta y dos discotecas, todo en una misma noche—, y él —que había pasado por eso apenas antes— ya no tenía ganas. Sin embargo, poco después de haberse conocido Tomás se mudó a su departamento y, de una manera natural, la vida empezó a ser una vida plácida. Alquilaron una casa en las afueras, compraron un perro. Los sábados a mediodía, cuando salían de paseo, él sentía una oleada de satisfacción mientras caminaban juntos por las calles del barrio, como si ese mundo de felicidad blindada siempre lo hubiera estado esperando. Y aunque estar con Tomás podía ser como entrar en una habitación vacía (uno no sabía qué esperar, pero podía percibir un movimiento de fondo peligroso, oscilante y migratorio), eso solo sucedía a veces. Y aunque había días en los que, al regresar a su casa, encontrar a Tomás le parecía un milagro (y sentía alivio, como si, en el fondo, hubiera estado esperando una catástrofe), la mayor parte del tiempo se entregaba a esa larga serie de momentos plácidos pensando que, después de todo, así podía ser la vida para siempre.

Cinco años más tarde seguían unidos por las mismas cosas —la música y el fútbol, la vocación gregaria, la profesión, los viajes— y, aunque había signos de que todo lo que antes parecía encantador ahora resultaba un poco odioso (el desorden de Tomás, su resistencia a usar agenda, la facilidad con que perdía las cosas, su impuntualidad y su desaprensión), no había ninguna señal de alarma grave. Salvo ese pequeño detalle: cada vez que Tomás mencionaba un logro en su trabajo, él, por algún motivo inexplicable (que prefería mantener inexplicado), sentía irrefrenables ganas de hacer algo profundamente retorcido: de humillarlo.

Una noche, en la puerta de un bar, mientras fumaba, pensó que los seres humanos son máquinas de destruir: recuerdos, cosas, departamentos, gente

Lo que pasó fue algo que podría parecer menor. Durante una cena con tres de sus clientes, Tomás mencionó un premio que había recibido y, minutos después, él, con cualquier excusa, empezó a mostrar las fotos de las últimas vacaciones que habían pasado juntos. Tomás insinuó de manera elegante que no hacía falta (nunca hace falta que el cliente de una agencia de publicidad vea la foto del ejecutivo a cargo de su cuenta haciendo mohínes en traje de baño), pero él insistió y Tomás, en un gesto que tuvo su gracia, le quitó el teléfono y lo guardó en el bolsillo. Esa noche regresaron callados al departamento y, apenas abrir la puerta, Tomás dijo:

—Sos un hijo de puta.

Él se dio cuenta de que lo había dicho con un deleite gozoso y horrible y que, como en una de esas escenas en las que los personajes parecen movidos por una fuerza que trasciende su voluntad, ya no podría parar. Tomás dijo cosas que eran como gotas heladas cayendo sobre rocas calientes, como martillazos sobre figuras de hielo: cosas que se rompían o cosas que se lastimaban al caer o cosas que ya no podían reconstruirse, mientras oleadas de repulsión y odio chorreaban por las paredes de la casa como agua pesada y sucia. Tomás se fue esa misma mañana, con una decisión irrevocable que lo dejó aturdido —como un armario con las puertas abiertas—, y se quedó deambulando por el departamento, sintiendo que quería arrancarse el cuerpo, dándose cuenta de que casi no había cosas que no fueran suyas: los muebles, los objetos, los discos, la ropa. Como si siempre hubiera estado solo.

A lo largo del mes que siguió —un cajón blanco donde bullía un silencio aterrador— cumplió con el calvario que se esperaba que cumpliera. Fue insomne, bebió demasiado, leyó los libros que habían leído juntos, hizo cada una de las patéticas, de las inconsolables cosas. Una noche, en la puerta de un bar, mientras fumaba, pensó que los seres humanos son máquinas de destruir: recuerdos, cosas, departamentos, gente. Cuando llegó a su casa, ya tarde, encontró a Tomás en la cocina. Quedó galvanizado y sin saber qué hacer, preguntándose cuántas veces un hombre puede ser un héroe.

Desde entonces han vuelto a estar juntos. Y todavía sigue siendo como andar en patines por el borde del andén o como caminar por la quietud de un bosque. Pero ahora es, además, como un hermoso objeto con una grieta oculta: los dos saben que la grieta está, y uno de ellos tiene muchísimo miedo de tocarla y el otro, cada tanto, aprieta para ver qué pasa.

Leila Guerriero, periodista y escritora argentina, es autora del libro Plano americano.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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