El mal en el centro comercial
'Gru 2' parte de una idea previsible para desarrollar otra extraordinaria: los 'resorts' turísticos son el hábitat idóneo para que los genios del mal encuentren refugio
Hace tres años, el estreno de Gru, mi villano favorito inauguraba la nueva división animada de Universal sin apariencia de sacar pecho, ni visible voluntad de batirse con el gigante Pixar. Esa actitud discreta ocultaba un número considerable de hallazgos que hubiesen podido justificar un mayor despliegue de autoestima: su animación no creaba lenguaje, ni tanteaba territorios inéditos de expresión, pero su brillantez no se refugiaba solo en un guion lleno de ideas afortunadas –el declive de un villano gótico-pop frente a la versión i-Mac del Mal-, sino también en logrados hallazgos visuales como esa cunas en forma de bomba, la legión de carismáticos Minions (los casi clónicos secuaces del protagonista) o los enfrentados diseños de las guaridas de Gru y del aspirante a mega-villano Vector. La película de Pierre Coffin y Chris Renaud fue una jugada perfecta y la secuela que les ha juntado de nuevo funciona como una eficaz reunión de viejos conocidos, al modo de las sucesivas y cada vez más depuradas entregas de la popular saga de la escudería DreamWorks iniciada en Madagascar (2005).
Gru 2 parte de una idea previsible –el villano redimido en la primera entrega se convierte ahora en instrumento de una división secreta, experta en la captura de villanos- para acabar desarrollando una idea extraordinaria: los centros comerciales y los resorts turísticos, con sus delirantes arquitecturas del simulacro, se proponen como el hábitat idóneo para que los genios del mal encuentren refugio y acomodo para futuras fechorías en la sociedad civil. Un apunte tan incisivo como el que, en la primera película de la serie, desvelaba a Lehman Brothers como parte del problema.
Conscientes de que los Minions son puro carisma, Coffin y Renaud diseñan un buen número de escenas a su medida que quizá desequilibran un tanto el conjunto, pero que, por lo menos, no parecen proceder de otra película, como sucede con las enérgicas intervenciones de la ardilla Scrat en las cada vez más desorientadas secuelas de la saga Ice Age. Hay algo tanto en esta película como en la saga Madagascar que un integrista de la animación reprobaría: la subordinación de un personaje animado al cómico que le presta la voz –aquí, en el original, Steve Carell y Kristen Wiig; eficazmente relevados por Florentino Fernández y Patricia Conde en el doblaje español-. Quizá se trate de un atajo, pero lo importante es que el resultado funciona con eficacia.
Babelia
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