Alain Mollot, dramaturgo, un rebelde de la escena francesa
Era el fundador del Théâtre de la Jacquerie parisiense, pionero del teatro callejero
El finado que da origen a estas líneas es alguien que, antes que a un texto más o menos heterodoxo sobre su persona, probablemente habría preferido un homenaje sobre las tablas. Y es así porque el director teatral y dramaturgo Alain Mollot, cofundador en 1975 del Théâtre de la Jacquerie, primó la transgresión formal, la experimentación con el lenguaje y la liberación de la expresión corporal en su forma de amar y concebir la puesta en escena.
Mollot, nacido en Lieja (Bélgica) en 1947 y fallecido el pasado día 15 en la capital gala, desarrolló parte de ese arsenal dramático —en el que la improvisación tiene un papel tan importante como el movimiento y el animus jocandi— como alumno, primero, y luego docente de la célebre Escuela Internacional Jacques LeCoq. En esas aulas se formaron José Luis Gómez (Teatro de la Abadía), Joan Font (Els Comediants), El Tricicle, Dario Fo, Ariane Mnouchkine (Théâtre du Soleil), Yasmina Reza y Simon McBurney (Complicite). Y en ellas encontró Mollot sus compañeros de viaje para montar su propia compañía.
El Théâtre de la Jacquerie, la compañía creada por Mollot junto con Alain Blanchard en Villejuif (extrarradio de París), lleva la resistencia en su propio nombre (en alusión a la revuelta de los jacques, o campesinos, contra la nobleza). Además de alumbrar montajes del repertorio clásico y actualizaciones de las fábulas de antaño, su Historia del teatro popular simbolizó su apuesta por un diálogo directo con el espectador-ciudadano. Su idea de inconformismo quedó plasmada, asimismo, en la representación de la trilogía Roman de familles (Novela de familias), La fourmillière (El hormiguero) y Res publica (La cosa pública). En las tres obras abordó, respectivamente, la rebeldía ante los yugos familiares, la imposiciones del mundo laboral y el concepto de nación visto a través de sus héroes cotidianos.
En sus montajes y adaptaciones, Mollot utilizó con frecuencia las entrevistas y en varias ocasiones (Cabaret monstre, Les grognards de la République) empleó la perspectiva histórica como estructura narrativa. El dramaturgo dijo en cierta ocasión no creer en la militancia, aunque sí afirmó la vocación de su compañía de hablar “de la gente sencilla, de todos los que, en un momento u otro de su vida, son vulnerables”.
Mollot se lamentaba, en un texto introductorio del seminario de formación actoral que debía impartir en otoño, de que “el simple término de comedia provoca la desconfianza de la prensa, de los gestores culturales y de los poderes públicos”. Y reivindicaba la máscara como eje de la commedia dell’arte, “de donde proviene todo nuestro teatro cómico: Molière, Shakespeare y Lope de Vega, pero también Rabelais, Cervantes, Alfred Jarry e Ionesco”.
El proyecto que recibió el último aliento de Mallot fue un montaje de La ville (La ciudad), del autor siberiano Evgueni Grichkovets, representada en el Théâtre Romain Rolland, que codirigió durante 10 años. La descripción de la obra ejemplifica el tipo de retos interpretativos que Mollot estaba costumbrado a apadrinar: “Serguei [el protagonista] siente una necesidad irreprimible de partir, de abandonarlo todo, de renunciar a su vida actual aparentemente confortable, pero a la que no consigue encontrarle el sentido”. La obra será representada en el programa alternativo del Festival de Aviñón en julio.
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