El Prado a través de una cerradura
'La belleza encerrada' ofrece una historia alternativa de la colección en 281 obras de pequeño formato La muestra está comisariada por la conservadora Manuela Mena El recorrido va de Fra Angelico a Fortuny e incluye piezas de Durero, Patinir Rubens o Goya
Si Dios está en los detalles, la nueva muestra del Prado, La belleza encerrada. De Fra Angelico a Fortuny, alberga aspiraciones realmente divinas. Propone, con el apoyo de la Fundación BBVA, algo así como una historia alternativa del museo, entre los siglos XIV y XIX, a través de 281 obras de pequeño formato (y no tanto) escogidas por la conservadora Manuela Mena, la más veterana del lugar, entre las cerca de mil que la comisaria calcula dentro de esa categoría en el Prado.
Algunas son de sobra conocidas: ahí está Durero en la segunda de las 17 salas, mirando de medio lado en su inmortal autorretrato o, a su lado, el pobre viejo barbudo de Patinir, con la suerte irremediablemente echada y a medio camino por la laguna Estigia, o las visiones de la romana villa Médici de un tal Velázquez. Otras, la mitad, apenas se han visto; emergen o bien del mítico Prado oculto, esos almacenes que últimamente no ganan para húmedas sorpresas, o bien del Prado disperso, conjunto de obras que la pinacoteca tiene repartidas por museos e iglesias de España.
Están los últimos fichajes, como la tabla francesa del siglo XV La oración en el huerto con el donante Luis I de Orleans o un paret de reciente adquisición, y las inesperadas sorpresas: el conjunto primorosamente restaurado de bocetos de Rubens para la Torre de la Parada, pabellón de caza de Felipe IV, o la adjudicación de un Cristo atado a la columna al catálogo del pintor de la órbita sevillana de Murillo Cornelio Schut, posible tras una limpieza a fondo que permitió descubrir las iniciales C. S.
El conjunto ha pasado la ITV de los talleres de la pinacoteca; obviamente, el detalle solo se aprecia si las obras están en perfecto estado de revista. La limpieza (“la belleza también está encerrada bajo los barnices”, advierte Mena) no es la única arma empleada por la conservadora para hacer aflorar los detalles. Le asiste la organización de los espacios: las enormes salas de la planta baja de la ampliación se compartimentan en 17 pequeños gabinetes de organización temática y discurso cronológico (“la cronología afecta al arte como nos afecta a nosotros… desgraciadamente”, continuó la comisaria). También ayudan el azul turquesa de las paredes (que en ocasiones se agujerean para enfocar las miradas y permitir que las perspectivas crucen furtivas de unas salas a otras) y otros ingenios expositivos, como la colocación de piezas en lugares abuhardillados o el efecto más especial de todos: una dieciochesca cámara oscura en la que al final de un agujero aguarda Muchacha durmiendo, flamante óleo sobre lámina de cobre de Luis Paret y Alcázar.
La sensación creada es la de un pequeño Prado dentro del Prado, cuyas dimensiones se reproducen a escala en una maqueta original del palacio presentada por Juan de Villanueva a finales del siglo XVIII. En la muestra, el armatoste de madera incorpora una mirilla a través de la que se enfoca Un garrochista. El guiño está servido: este cuadro de gabinete de Goya fue el primero en entrar en las colecciones del museo.
Como en el grande, Goya dispone en el Prado chico de su propio espacio, al igual que Rubens, Paret o Tenniers y sus inquietantes dibujos de monos haciendo de hombres. Porque a diferencia de en la pinacoteca mayor, en la menor los protagonistas no son los reyes y los nobles, sino los mártires, los extranjeros, las oropéndolas y hasta los unicornios que Mena rastrea, según su confesión, en varios de los cuadros expuestos.
La muestra es también un recorrido por la historia de las técnicas del pequeño formato, que echó a andar en la Edad Media con los altares portátiles y como acompañamiento a los retablos en las secuencias descritas por las predelas. Así es en La Anunciación, de Fra Angelico, colgado a una altura mayor de la habitual para llamar la atención sobre esos detalles inferiores. Luego llegarían las tablas, los óleos sobre cobre, las pinturas de gabinete, las pizarras de Del Piombo y los bocetos que de medios pasaron a ser fines en sí mimos.
“Hemos decantado la grandeza y la calidad de las piezas maestras del Prado como los buscadores de oro”, proclama el director Miguel Zugaza, que tuvo la idea de la muestra hace algo más de dos años. Pese a que, como recordó Mena, “una exposición no se improvisa en dos días”, parece inevitable observar la propuesta desde la perspectiva de la crisis, que obliga a los grandes museos a replantearse su política de exposiciones temporales y tirar de fondo de armario incluso, como es el caso, para sus grandes apuestas de la temporada. “Bendita sea la crisis si nos permite centrarnos en lo bueno que atesoramos”, zanja Zugaza.
Ante las adversidades, la pinacoteca ofrece la receta del detalle también en el catálogo, excepcionalmente editado en formato pequeño. Porque milagros económicos para las finanzas de un museo como el reciente descubrimiento de la Gioconda del Prado —presente en otro guiño en la exposición en una postal de época que cierra el recorrido y fue firmada por el comprador el 21 de agosto de 1911, mismo día del célebre robo de su prima del Louvre— no se obran todos los días.
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