La calle
La velocísima manera con que se han detectado a los dos posibles terroristas de Boston culmina el proceso de transformación de la calle en lugar escrutado, la fuga en facultad imposible y la delincuencia, la sedición o la sodomía, en motivos del nuevo plató. Si esta sociedad se caracteriza por algo significativo ya no puede decirse que lo sea tan solo por su globalidad sino por su gota de sangre en la acera. Casi todo cabe dentro de esa muestra que atrae los innumerables instrumentos ópticos.
Efectivamente, no existe ya accidente, no importa lo grave o inesperado que sea, que pase sin ser grabado. El vídeo parece incorporado a lo social como el ojo y su vida cerebral al organismo. Nos ven, nos vemos, nos detectan. Y, simultáneamente, los mismos sujetos se autograban con la web y envían sus imágenes al resto del mundo donde se cruzan con fotos de nietos felices y prisioneros torturados, perros rabiosos y dunas africanas, risas de recién casados y rictus de los moribundos.
El altar de la pantalla y el interior de la sala han canjeado sus funciones y mientras la primera se alza sobre un bar oscuro, el espectador se amontona en una calzada bañada de luz. Y todo ello se alza como un falso muro de gelatina que funde lo privado y lo público, la ficción policiaca y la cruda policía de verdad.
Los novios de bodas reales pasean en carroza con caballos enjaezados y acto seguido desfilan por cualquier pendiente hacia el penal. Los parlamentarios fingen abroquelarse en sus salas artesonadas y acto seguido una multitud los escracha en su chalet.
El street art no habría podido soñar nunca con esta ascendente revalorización de la calle donde gradualmente va ocurriendo todo lo importante de esta crisis (eterna) o de aquello que pretende ser filmado con vanos aires de actualidad.
En la próxima noche de los libros son los títulos quienes saldrán como espectros o amigos a la puerta de la calle. Y en la noche de los teatros, la noche de la música o la noche de los muertos vivientes ocurrirá lo mismo, una y otra vez. La calle ha girado desde su infecta condición de viacrucis circulatorio a convertirse en el conducto más importante del tránsito intestinal. Nada que no esté en la calle posee existencia. Y no ya porque nos hayamos hecho unos golfos sino porque la sociedad desmaquillada ha perdido el interés por mirarse en los espejos de tocador y lo que pretende es ser tocada y refrendada por los demás iguales.
Unas veces son empellones y voceríos con pancartas, otras son sonido de cláxones en los acontecimientos deportivos o caceroladas ante los desmanes del poder. En cualquiera de los supuestos, la calle se ha abierto a la cultura de la protesta y ha asumido tanto la exhibición teatral como el testigo del cinéma vérité. La Pantoja es más saliendo del juicio de Málaga que en las tablas de la plaza de Valladolid y no se diga ya de los Urdangarín, los Bárcenas o El Bigotes que componen un retablo al aire libre donde se les ve andando para acaso perder la libertad. ¿Programas del corazón? ¿Reality shows? La calle es ya su máximo soporte y el espectador anhela encontrarse allí para sentir.
Creíamos que el mundo se había vuelto transparente gracias a los nuevos medios de comunicación pero poco a poco notamos que tanto artefacto arrojaba toneladas de confusión. La calle es la alternativa. Es decir, la opción de contemplar las cosas en pleno centro urbano sean ellos los personajes protagonistas o acabando siendo nosotros los actores en legión. Nada que no esté en la Red, decimos, no existe. Pero, ahora, puede añadirse: si no se está en la calle no se está en política, no se está en pintura, no se está en música, no se está donde se debe de estar.
¿Espacios comunes? Los urbanistas de izquierdas no cesan de reclamarlos como forma de hacer ciudad. Pero he aquí el resultado impensado: la calle y no el pasillo, la avenida y no el dormitorio, el rosario de la aurora y no el confesionario son las respuestas de la externalidad comunitaria. La celebración, la cultura y la muerte —¡quién iba a decirlo!— tienen asiduo lugar a la luz del sol.
Babelia
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