Otras realidades son posibles
LABoral, centro de arte gijonés, propone una reflexión sobre el efecto de la tecnología en las relaciones humanas
Cuando llegaron los adjetivos, la realidad perdió su función para convertirse en virtual, socialista o paralela. Fiscal, aumentada y hasta telerrealidad. Cabría definir la suma de todas ellas como Realidad elástica, concepto que sirve a Benjamin Weil, director de actividades del centro de arte gijonés LABoral, para agrupar como comisario en una exposición inaugurada este fin de semana una decena de obras de jóvenes creadores que hablan de “nuevas interfaces para el arte contemporáneo en Europa”.
Como punto de partida puede sonar abstruso, pero la teoría de Weil debería resultar tan familiar a estas alturas como un teléfono inteligente, un rato muerto en Facebook o uno de esos rituales sociales que solíamos llamar comida y que ahora resulta constantemente interrumpido por los whatsapps recibidos por sus participantes. De la suma de todas las capas de la experiencia, de todos los niveles de interacción, de todos los flujos de información que componen nuestras vidas desde la irrupción de Internet, surge el concepto de Weil, sustanciado en la muestra en las obras escogidas entre los 48 proyectos desarrollados en 2012 por los becarios (y mentores) de la prestigiosa escuela francesa Le Fresnoy Studio National del Arts Contemporains.
Entre ellos, Weil ha destacado una decena de trabajos. “Fue un proceso distinto al habitual en un comisario. Más que elegir obra para sustentar una teoría, tuve que hallar un marco conceptual para englobar a las piezas existentes”, argumentó el sábado ante la obra que abre la exposición: un trozo de moqueta negra. En la penumbra de la sala parece un agujero cuadrado, un trampantojo de los de toda la vida. Cuando uno se sitúa encima de ella, se descubre el truco: la proyección de una selva de manos entrelazadas se anima al reflejarse sobre la piel del visitante en una metáfora que evoca los distintos planos del contacto carnal en esta era poshumana.
La misma sensación de juego revelador propuesta por David Rokeby sobrevuela el resto de las instalaciones. En una de ellas, firmada por Pierre-Yves Boisramé, la maqueta de un teleférico se mueve sin moverse del sitio merced a una escenografía escultórica de tintes cinematográficos. En otra, de Véronique Beland, las señales recogidas por un telescopio interestelar situado en Onsala (Suecia) se traducen en frases inconexas tableteadas en papel continuo por una vieja impresora. Y si en Horizonte de sucesos #Camuflaje, Maya Da-Rin burla moviéndose en círculos el control de un GPS en el Jardín Botánico de Gijón, Tutti, de Zahra Poonawala, construye una orquesta con altavoces que reaccionan a la proximidad humana.
Tras el recorrido prevalece la idea de que con este mismo conjunto de obras se podrían haber armado muchos discursos, pero pocos con la efectividad del propuesto por Weil, tan preocupado desde su posición en la LABoral por “la presentación al público del proceso creativo más allá del producto artístico”, como por crear vínculos entre la tecnología y el arte y entre las empresas de I+D y la cantera creativa europea.
Incluso aunque a diario se dé de bruces con otra realidad: la presupuestaria. El centro, que maneja 1,2 millones de euros, de los cuales la mayor parte se va en mantener la realidad paralela de la vieja universidad franquista que lo alberga, ha visto reducida a la mitad su asignación desde 2011.
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