Así cambió la economía el mundo
La escritora Sylvia Nasar narra en ‘La gran búsqueda’ las controversias entre los grandes ideólogos financieros de la Historia y su impacto real en la vida de la gente
Durante las décadas de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado se desarrolló una gran polémica, hoy totalmente olvidada, entre economistas de uno y otro lado del océano. Se la denominó la controversia entre los dos Cambridges, pues enfrentó a científicos sociales del Cambridge británico con los del Cambridge de Massachusetts (EE UU). Unos y otros (gente tan importante como Joan Robinson, Paul Samuelson, Robert Solow, Franco Modigliani, Michal Kalecki, Nicholas Kaldor,…) eran keynesianos en una u otra medida, pero pasaron años enfrascados en una teoría sobre el capital.
La historia del pensamiento económico es la historia de sus controversias. A través de ellas se ha avanzado en los dos últimos siglos y medio, desde que se considera la Economía como una ciencia social. Un periodo en el que la teoría ha pasado de ocuparse básicamente de lo que no podía hacerse a lo que debe hacerse para mejorar, para llegar a la buena vida de los ciudadanos. La gran búsqueda, de la escritora y periodista estadounidense de origen alemán Sylvia Nasar (editorial Debate) es un fantástico relato de cómo la Economía ha cambiado el modo de vida de los habitantes del planeta, a través de las ideas. Marshall o Keynes, dos de las cimas de ese pensamiento durante el siglo XX, destacaron el papel de la Economía moderna como organón, lo que significa herramienta; más que un conjunto de verdades es un motor de análisis diseñado para alcanzar la verdad, un instrumento que nunca será perfecto sino que requiere continuas mejoras, adaptaciones e innovaciones para ejercer su función.
Keynes, que fue discípulo de Marshall, entendía la economía como “un aparato de la mente” cuyo cometido, como cualquier otra ciencia social, es analizar el mundo y aprovechar al máximo sus posibilidades; un instrumento del conocimiento que permite resolver lo que el genial economista de Cambridge denominó “el problema político de la humanidad”, la combinación de tres principios: la eficiencia económica, la justicia social y la libertad individual.
Liberales frente a intervencionistas, hayekianos frente a keynesianos, malthusianos frente a quienes no lo eran, marxistas contra liberales e intervencionistas, keynesianos bastardos (de derechas) frente a keynesianos de izquierdas, postkeynesianos frente a partidarios de una síntesis neoclásica y keynesiana, friedmanitas, neoconservadores, partidarios de la regulación, fabianos, socialistas, schumpeterianos… de todos estos debates se salió avanzando. Hay multitud de ejemplos en La gran búsqueda. Por ejemplo, en los años treinta, marcados por la Gran Depresión, a falta de una teoría satisfactoria sobre la crisis, los economistas ingleses se dividieron en dos bandos y preanunciaron la madre de todas las batallas: un grupo partidario de la intervención, liderado por Keynes, y por el llamado Cambridge Circus, en el que estaban algunos de sus discípulos más dilectos que coquetearon con el marxismo como doctrina y con el comunismo como sistema político: Piero Sraffa, Joan Robinson, Richard Kahn (que ha vuelto a la actualidad por una polémica muy actual, que ha emergido del Fondo Monetario Internacional: el papel del multiplicador keynesiano). Es muy curioso cómo Keynes, que era un liberal a la antigua usanza, más cercano a la aristocracia que a la burguesía, que despreciaba al Partido Laborista y ponía a la URSS en el mismo saco que a la Alemania fascista y que odiaba a Stalin, fue tan condescendiente con el izquierdismo marxista de algunos de sus colaboradores. Tendía a ver el fanatismo de los jóvenes economistas simpatizantes con la URSS como una excentricidad inofensiva en fase pasajera. No pensaba que la ideología debiera ser un obstáculo para la amistad o la investigación y, en todo caso, admiraba el idealismo y el valor de estas personas. En 1939 escribió: “En la política de hoy no hay nadie que valga la pena fuera de las filas de los liberales, salvo la generación de comunistas intelectuales de menos de 35 años”. Aunque estuvieran engañados, eran “un material magnífico”, demasiado bueno para no ser aprovechado.
El otro grupo de economistas ingleses, el de los liberales partidarios de la no intervención en la economía (las recesiones se curan solas), estaban relacionados con la London School of Economics, encabezados por Lionel Robbins, molestos por la hegemonía de Cambridge en el pensamiento económico. Robbins, que fichó a Von Hayek para sus filas, quería convertir la London School (fundada y subvencionada por los fabianos, una especie de socialistas utópicos) en “la contrapartida liberal del colectivismo de Cambridge”. La presencia de economistas en uno u otro grupo fue bastante móvil, dependiendo de las circunstancias, aunque los dos jefes de filas fueron Keynes y Hayek.
El primero, alrededor de cuya obra gira casi siempre la toma de posición de los demás, es el astro transversal de La gran búsqueda. Cuando muere su maestro, Alfred Marshall, escribe una necrológica de lo que Keynes considera un buen economista, que sigue vigente hoy. “El gran economista”, escribe Keynes, “debe poseer una rara combinación de dotes (…) Debe ser matemático, historiador, estadista y filósofo (en cierto grado). Debe comprender los símbolos y hablar con palabras corrientes. Debe contemplar lo particular en términos de lo general y tocar lo abstracto y lo concreto con el mismo vuelo de pensamiento. Debe estudiar el presente a la luz del pasado y con vistas al futuro. Ninguna parte de la naturaleza del hombre debe quedar por completo fuera de su consideración. Debe ser simultáneamente desinteresado y utilitario: tan fuera de la realidad y tan incorruptible como un artista, y sin embargo, en algunas ocasiones, tan cerca de la tierra como el político”.
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