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opinión
Columna
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El cuento

David Trueba

Para alcanzar una conclusión absoluta sobre cualquier asunto se precisa una disposición favorable. Por poner un ejemplo, cuando los medios se hacen eco de algún caso de corrupción o penosa gestión de propiedades públicas, la conclusión siempre conduce a pensar que en manos de gestores privados esos desmanes podrían evitarse. Sin embargo, cuando sucede algo inverso, que nos desvelan cómo también empresas privadas son saqueadas por sus directivos, degradadas y utilizadas en su único beneficio particular, no solemos concedernos la reflexión de que quizá gestionadas como empresas públicas se habrían salvado. Es como la lluvia, que sus virtudes dependen de dónde caiga, estupendo para el campo y molesto para las carreteras.

Para lograr esa disposición de mente se ha necesitado una labor machacona, a ratos tan reiterativa que ha provocado, más que nuestro convencimiento, nuestro hastío. Ya ni queremos pensar en ello. Detrás de esa lluvia persistente puede que se explique mejor el fracaso de las protestas sanitarias en Madrid, donde con todo el personal profesional volcado en atemperar las ansias privatizadoras, el gobierno local no da ni un paso atrás y después de varios intentos de anestesiar la indignación y la movilización con titubeantes negociaciones, sigue con su tarea aprobando presupuestos e imaginando el futuro que ellos decidieron según un plan que no están dispuestos a variar ni un milímetro. Parecen convencidos de que son los políticos los que más entienden de medicina.

Si uno visita las plazas públicas de su ciudad en especial en las fechas navideñas, descubre que la utilización de los espacios de todos en favor de marcas comerciales, publicitarias y negocios privados ya no provoca ni la sospecha ni la alarma. ¿Acaso la Navidad no es ponerlo todo en venta? Por poner un ejemplo, la plaza de Callao de Madrid está entregada a las bondades de la muñeca Barbie y su novio Ken, santos patronos subliminales de esta nueva ciudad patrocinada. Pronto ponerse malo nos concederá el privilegio de caer en manos de la Barbie enfermera, de adentrarnos en ese mundo de color pastel y sonrisas congeladas para el que llevan décadas preparándonos, desde niños. Las hadas madrinas no pueden ser funcionarias, eso nos ha quedado claro del cuento.

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