El arte de pintarse a uno mismo
Una muestra en Copenhague expone los autorretratos de 150 artistas, de Picasso a Jeff Koons
Cuando todavía era un joven imberbe, Picasso se miró al espejo con la intención de pintar su rostro. Lo que vio fue un adolescente en claroscuro, de mirada triste y rasgos pintados con academicismo. Sesenta años más tarde repitió el ejercicio, pero su reflejo había cambiado. Se había transformado en una figura asimétrica y esbozada con brocha gorda, trabajando a contrarreloj en una carrera acelerada con la muerte. Los dos lienzos, en extremos opuestos de la existencia del pintor malagueño, figuran entre las 150 obras recogidas por la exposición centrada en el autorretrato en el Louisiana Museum, centro de arte moderno y contemporáneo que, pese a su nombre de reminiscencias sureñas, se ubica una hora al norte de Copenhague. En realidad, el propietario de la propiedad donde se erigió el museo se casó con tres mujeres llamadas Louise, lo que explicaría –según cuenta la leyenda— la apelación de este espectacular museo encajado entre la costa báltica y un bosque digno de una idílica postal escandinava.
En tiempos de egocentrismo asumido, Louisiana ha apostado por indagar en el reflejo de sí mismos que han tenido los artistas del último siglo. Por necesidad de autoafirmarse, por narcisismo deliberado o porque la esfera privada constituye parte integral de su universo artístico, los pintores y escultores del último siglo han recurrido al autorretrato como forma de expresión recurrente. En algunos casos, en la frontera con lo obsesivo: Frida Kahlo hizo instalar un espejo sobre su cama para poder seguir pintando sus facciones una y otra vez durante sus largos periodos de convalecencia. Más de un tercio de las 143 obras que dejó son autorretratos. "Me pinto a mí misma porque soy el tema que conozco mejor", sostuvo en su día, sin sonrojo, la pintora mexicana. Su yo era inherente a su obra, pero también una especie de imagen de marca. ¿Sería igual de celebrada hoy sin haber convertido su rostro en un icono? Lo mismo puede decirse de Andy Warhol, de quien la muestra expone dos autorretratos de gran formato, en los que aplicó su habitual serigrafía a su propia figura, tal como haría con los cientos de personajes mundanos a los que inmortalizó.
Este centenar de autorretratos proporciona información privilegiada sobre la biografía de sus autores. Cuando Munch se enfrentó a su reflejo, su pincel le describió como un espectro entre satánicas llamaradas, pocos meses antes de ser internado por una severa depresión nerviosa. Bacon aplicó a su rostro la misma distorsión que al resto de sus personajes, carcomido por una tortura similar a la de cualquier hijo de vecino, pronunciada tras los suicidios de sus compañeros sentimentales. La muestra también recoge ejemplos de reconocidos fotógrafos. Martin Parr se retrató como uno de los turistas de los que parece cachondearse afectuosamente y Nan Goldin quiso inmortalizar la paliza que le dio uno de sus novios hasta dejarla prácticamente ciega, tal vez como recordatorio de que no volvería a pasar por algo semejante.
Después de cinco siglos de artistas absortos en sí mismos, el autorretrato se asemeja hoy a un rito obligatorio y a un género en sí mismo. Pero observar su reflejo en el espejo no siempre fue igual de habitual. "El autorretrato tiene sus raíces en el Renacimiento italiano y flamenco, cuando la condición del artista cambia. Ya no es un artesano como otro cualquiera, sino un trabajador libre que sigue el dictado de su espíritu", explica la comisaria de la muestra, Helle Crenzlen. El artista se convierte en un ser tocado por la gracia creativa y con una personalidad singular. Se genera entonces un interés por reconocer el aspecto del genio irrepetible que sostiene paleta y pincel, así como los rasgos de su personalidad que se insinúan en su cara. "El autorretrato se convierte así en un perfil psicológico del pintor, en un análisis visual del artista", añade Crenzlen.
Han existido autorretratos desde que Jan Van Eyck se anudó un turbante rojo a la cabeza, pero la tendencia se impone del todo durante la introspección modernista de entresiglos, bajo el influjo del psicoanálisis freudiano. Schiele y Kokoshka, a quienes el establishment trató de parias y degenerados, celebraron su individualidad con arrogancia. Como se observa en la exposición, el primero firmó un autorretrato de mirada arrogante, halo luminoso y dimensiones descomunales, en el que redujo a los demás personajes a insignificantes figuras condenadas a la mediocridad del segundo plano. Otros aprovecharon sus autorretratos para distanciarse de lo que se esperaba de ellos. Mondrian abandonó la geometría estricta para volver a una pintura más académica, Rothko se alejó de sus célebres campos de color para regresar a la figuración y Nolde dejó de lado su habitual colorismo para abrazar un inesperado blanco nuclear, con un ligero toque de añil para resaltar el color de sus ojos, del que no cabe duda que estaba bastante orgulloso.
La disolución de los puntos de referencia que llegó con la entrada en la posmodernidad también tuvo efectos en el autorretrato, como demuestran cuadros en los que el artista deforma su apariencia como efecto de un silencioso malestar interior. A medida que todo lo que se consideraba sólido se desvanece, la representación tradicional del artista –busto turgente, mirada decidida y pincel en mano— se evaporará. Gerhard Richter, que formó parte de las juventudes hitlerianas hasta los 13 años, se representa a sí mismo con rostro borroso, señal de una identidad envuelta en la niebla de un pasado traumático, que le obligará a desconfiar de toda ideología durante el resto de su existencia. A partir de los años ochenta, artistas como Jeff Koons, Cindy Sherman o Sarah Lucas convertirán su propia imagen en principal leitmotiv de su obra, como prueba definitiva del giro hacia el individualismo en versión ultra que sigue guiando nuestra época. Y es que, en este centenar largo de retratos expuestos, puede que no solo veamos a los artistas, sino también a nosotros mismos.
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