Javier Tomeo: “Solo se puede escribir desde la mala leche”
El escritor, creador de un imaginario de monstruos y seres deformes, publica sus cuentos completos y algunos inéditos
De tantas horas sentado, sin hacer ejercicio, así tengo las piernas; la medicación me provoca efectos adversos y duermo mal… y lo peor, me muevo como un caracol”. No podía tardar el símil animal, si no no sería Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1932), inclasificable de las letras españolas de los últimos 50 años, creador de un imaginario literario formado por monstruos, seres deformes, objetos alucinantes y extraños anacoretas con un punto de escépticos y sardónicos alter ego, un mundo que tampoco hace tantos años se exhibía ilustrado en el Pompidou, se representaba en los teatros de Madrid o Berlín y llevó a algunos a promoverle para el Nobel. Eso pasó parece hace mucho tiempo. Los Cuentos completos (Páginas de Espuma) muestran que, hoy más que nunca, debería haber un hueco para los gallitigres, los barrenderos que acaban retozando en su camión de la basura, para el personaje que recrimina a su mujer que se ponga el ojo de cristal porque la prefiera tuerta y para ese despertador que avanza como un cangrejo pero que no devuelve la juventud perdida.
PREGUNTA. ¿Dónde están los orígenes de ese mundo de monstruos y animales humanizados? ¿Qué pasaba en Quicena?
RESPUESTA. No recuerdo nada anormal en casa. No sé, leía a Verne, Salgari… No, los monstruos vinieron después. Quizá fueran los dibujos de Goya. En cualquier caso, siempre preferí como objeto literario a los monstruos que a la Venus de Milo; el monstruo permite señalar defectos o decir: “Eres solo un poco más agradable que él”. A mí me sirve para intentar moralizar.
P. ¿Moralizar?
R. Sí. El lector necesita más que nunca ser moralizado; la literatura se ha convertido toda en reportaje literario de poca importancia; niega respuestas, solo distrae; debe ofrecer algo más, ser un acicate moral.
Todos mis personajes son manifestaciones de una situación social poco favorable
P. Sus criaturas, por lo general, son incapaces de encajar en el mundo, como dice Daniel Gascón en el prólogo. ¿Se siente usted así ahora, como recluido en una habitación, como optaba el protagonista de El cazador (1967), su primer libro?
R. Quizá. Todos mis personajes son manifestaciones de una situación social poco favorable. Es difícil que en esta vida te permitan seguir un camino. Hay solo un sendero para llegar y mil para alejarte y aquél siempre es difícil de hallar… Mis personajes son claramente kafkianos: se mueven en círculos concéntricos que se alejan.
P. Trabajaba, con un buen puesto, en Olivetti. ¿Lamenta hoy haber cambiado su carrera como abogado por la escritura?
R. Nunca quise renunciar a mi vocación; por otro lado, en una multinacional no es fácil para un director general tener a un medio poeta: tarde o temprano te acaban poniendo en la vía muerta. No sé…
P. ¿Quizá le perjudicó la opción literaria, que no era muy del momento?
R. Aquella era la época del realismo social. Y no me divertía. Lo intenté: mezclé en los problemas de la gran ciudad a un limpiabotas, Juan, que venía del Sur… Pero nada, a las 15 o 20 páginas me aburría y pensé: ‘Eso ya lo escribió Pereda hace cien años y mejor que tú’. O sea… Por suerte, me dio por leer libros prohibidos: a Sartre, a Knut Hansum, a Kafka, a Poe, donde es posible que esté la raíz de mi obsesión por la exactitud y el número… Todo ello hizo que me desmarcara de esa literatura. Total, que me era doblemente difícil publicar: fui una víctima de Kafka, al que llegué por Freud; los editores se reían un poco de mí…
P. ¿Cuándo dejó de serle esquiva la suerte literaria?
R. En 1985, con Amado monstruo, que saltó al teatro en Francia. Ahí cambió mi estrella; y luego, con Historias mínimas (1989), lo mejor que he escrito, y que se representó en los festivales de Aviñón y Sitges… Publicar en Anagrama me dio prestigio… Es curioso: trabajaba en un pequeño sello, Editorial Marte, con Tomás Salvador, hoy injustamente olvidado, y por ahí estaban Ignacio Agustí, Julio Manegat… Como me pagaba poco, me editó El cazador, con ecuaciones y dibujos. A partir de ahí fui inclasificable, marginal, cuando no hay nada más falso que la literatura que tiene una pretensión de reflejar la realidad. También tuve problemas con la censura…
P. Para rematar la situación.
R. Sí, ese absurdo de mis historias también me servía para intentar engañar al censor. Por ejemplo, en el relato Los invasores, donde plasmé ese ejército de crustáceos que decide invadir la capital.
P. También tuvo algún roce con Juan Benet, que le acusó de hacer “croquetas” literarias porque decía que solo tenía un registro.
R. Ah sí, Benet… En fin, ya no importa. Mi mundo y mis personajes han sido el Ello freudiano, lo inconsciente, las pulsiones; el Yo no me interesa; ese ha sido siempre mi camino, ir más allá. Y en lo formal, también. Me rijo por la condensación: si puedo decirlo en cuatro palabras, no uso ocho; en general, los españoles son oradores que escriben; es lo que dice Marsé con toda la razón: esa literatura de sonajero que suena mucho pero pesa poco; por eso mis novelas, por fuerza, han tenido que ser cortas, como la coz de una mula: más fuerte que la de un caballo. Escribir es como la alquimia: inalcanzable; muchos altisonantes hacen que las palabras estén iluminadas por fuera, pero la luz de las palabras ha de ser interior, cada una ha de tener esa luz interior, mágica, que le da el estar en el sitio que le corresponde. Intento seguir la Filosofía de la composición de Poe y que mis palabras nazcan, como lo hacen, de forma espontánea para luego someterlas a una gran introspección.
P. Pues creyendo en ese estilo, se le promovió para el Nobel de Literatura.
R. No tiene mayor importancia; era un tema político: a cierta intelligentsia aragonesa le gustaba mi obra, pero todas las autonomías quieren tener un gran atleta olímpico, un superhombre que llegue al Everest y un Nobel. Fue un tema de prestigio regional.
(Suena su móvil: es el potente canto de un gallo altanero). “Me gustan los animales, ¿se nota?”.
P. Es una presencia tan intensa en su obra que tiene algo de inquietante…
R. Los animales existen en el mundo para instruir a los hombres. Y luego está que yo soy aragonés, por lo que escribo negro. ¿Buñuel? Si, un Dios hasta en los guiones. No, no pienso en monstruos ni en seres trastornados, pero es evidente que son nacidos de mis carencias.
Mis monstruos sirven para enseñar, para mostrar el camino equivocado
P. ¿De dónde sale, por ejemplo, su celebrado gallitigre?
R. Pues de cuando un tigre se enamora de una gallina. Cuando sean posibles los gallitigres, el mundo vivirá una edad de oro. Un gallitigre no es algo negativo, es la unión del bien y el mal, lo mejor del mundo; cada ser extraño mío significa una cosa; no sé, pregúnteme: el niño de las dos cabezas, pues los dos países que hay en este… Todos son fruto de cuando dejo volar totalmente la imaginación y entonces me salen esos hombres desmesurados de muchos ojos, dos y tres cabezas —pero nunca de dos penes, curioso—, mujeres con glándulas mamarias múltiples… Sí, reflejo más hombres porque les conozco más. Mis monstruos sirven para enseñar, para mostrar el camino equivocado o sus resultados.
P. ¿Podemos emparentarlo con la eclosión zombi de hoy?
R. Los zombis son vampiros descafeinados, tonterías americanas como el kétchup… No leo nada de eso.
P. ¿Qué lee, entonces?
R. Releo, releo mucho, especialmente libros-herramientas, como los de Dashiel Hammett, un prodigio de concisión. O Psicoanálisis de los cuentos de hadas, que tengo en la mesilla de noche.
P. ¿Nada actual, pues?
R. ¿Qué tipo de escritores y literatura quiere que lea? ¿Esos reportajes literarios? ¿Esas novelas históricas que no son más que un amontonamiento de nombres, fechas y acontecimientos? Me he ido apartando de la literatura, y he perdido también la ilusión de antaño por publicar. Una novela mía hoy es como tirar una piedra al agua: hay un chasquido y se producen unas ondas concéntricas, que desaparecen rápido. Por la festividad de Sant Jordi o en muchos premios literarios te ves rodeado de escritores mediáticos y te preguntas: “¿Qué hago aquí?”. Y te vas. Es un agravio comparativo constante. A pesar de eso, la verdad es que siempre fui un escritor minoritario, con buenas críticas, pero la masa no las entendía.
Tengo mis lectores, entusiastas, y me vanaglorio de que son bastante inteligentes
P. ¿Tiene la sensación de que se ha sido injusto con usted y su obra?
R. No, tampoco. Tengo mis lectores, entusiastas, y me vanaglorio de que son bastante inteligentes; por lo general, jóvenes, porque respiran un aire distinto. La crítica se limita a alabar un tipo de literatura, si bien eso ha cambiado un poco: antes dependíamos del sancta sanctorum de la crítica y ahora han entrado en juego otros medios y otros nombres gracias a Internet. Bueno, en cualquier caso, yo hago lo mío, mi territorio es el hombre.
P. No sé si es muy asiduo a la televisión: aparece en muchos de sus relatos y no suele quedar bien parada.
R. No soy en absoluto partidario de ella, pero solo se puede escribir desde la mala leche, y la televisión es, en este país, el instrumento ideal para cargarse de mala leche.
P. Qué lejos le debe quedar su época de autor de novelas populares y del Oeste, firmadas como Frantz Keller…
R. Lo tengo asociado al recuerdo de mis padres y a la diáspora aragonesa, y como modo de ganar dinero mientras estudiaba derecho y luego algo de criminología; te pagaban entre 10 y 25 pesetas y firmabas con nombre extranjero porque si no no te compraban…
P. ¿Aún escribe y reescribe?
R. Cada día. Por las mañanas, en una habitación que da a un patio interior. A esa hora todo parece posible, cantan las vecinas y los pájaros, y eso infunde optimismo. Por la noche, si escribo es prosa fatigada; se da la fatiga de materiales y la solución que se niega aflora a la mañana siguiente.
Sí, marcha lento Tomeo, pero con ese arrastrar seguro e impertérrito del caracol en su destino, que no desvela, pero que contabiliza casi un centenar de textos entre inéditos y reescritos. Una ruta a su mundo que solo confesará a sus íntimos y que le lleva a no leer nada actual para no contaminarse y a recomendar solo, como santo y seña de ese camino, a Dante, Shakespeare y el Cervantes de El Quijote. Qué bestiario.
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