Caminos de Eduardo Mitre
Un recuerdo a la obra del poeta "que está hecha de los rigores y las amplitudes de la soledad y a la vez del gozo de los encuentro"
Leer poesía es una experiencia táctil; también acústica, y plástica, no sólo visual. Por eso en ella importa tanto lo que ahora tanto se descuida: la tipografía, la tinta, la disposición de cada palabra y cada verso en el blanco de la página. La poesía se toca y entra por los ojos. Aunque casi siempre la lea uno en silencio, incluso cuando no está medida ni rimada, uno escucha la poesía. Uno la escucha, calladamente en la página, dicha por una voz que no se sabe si es la del poeta o la de uno mismo. Uno lee en voz alta el poema o se lo dice de memoria y esa voz no es del todo la suya, como no es y no es del pianista la música que no existiría si él no la tocara. Quizás uno toca el poema al leerlo, incluso cuando lo hace en silencio, en el sentido en que el intérprete toca la partitura. Y ahora que lo pienso, qué raro que en español se diga tocar un instrumento. Como si bastara el hecho simple del tacto para que se revele la música: tocar el piano; ese momento en que el músico posa las manos sobre el teclado, antes de que empiece el sonido.
En todo aficionado a los libros hay un lector de Braille que empieza a adentrarse en el texto por las yemas de los dedos. Me sucedió hace poco al abrir el paquete en el que venía el volumen de la Obra poética de Eduardo Mitre. La portada austera, de cartulina ligeramente granulada, el papel recio y a la vez dócil de las páginas, la tinta en parte desleída de la viñeta de José Saborit, simple como un caligrama japonés logrado con un solo gesto.
La calidad sensorial del libro ya es una anticipación de los poemas que contiene, el aldabonazo único de alerta de una campana zen
La calidad sensorial del libro ya es una anticipación de los poemas que contiene, el aldabonazo único de alerta de una campana zen, con su resonancia que dura y se va extinguiendo poco a poco en el silencio posterior. La límpida sencillez del diseño y de la tipografía se corresponde con la música quieta y vertida hacia dentro de una poesía que es a la vez meditativa y celebratoria, que está hecha de los rigores y las amplitudes de la soledad y a la vez del gozo de los encuentros, que examina como al microscopio lo pasajero y lo frágil y lo desvanecido y al mismo tiempo se regocija en la materialidad táctil y nutritiva de las cosas, el festín diario del que está hecho lo mejor de la vida. Eduardo Mitre es capaz de escribir tan persuasivamente sobre lo que ya no existe o lo que se escapa de las manos o es del todo inaccesible como sobre el deseo cumplido, sobre las epifanías en prosa de los alimentos, del vino, de la nieve que empieza a caer en silencio tras el cristal de una ventana, en una habitación invernal en la que se cobijan dos amantes felices.
En el recuerdo se superponen conversaciones y lecturas, cartas de la época del correo postal, con matasellos de países diversos y sobres estriados de correo aéreo, paseos lentos por ciudades, barras de bar en mediodías españoles, con el fervor mezclado de los poemas y de los placeres en prosa de las cervezas y las tapas. Conocí a Eduardo Mitre en Granada, hacia finales de los ochenta. Él había ido a la ciudad en un programa de intercambio con estudiantes de Dartmouth, la universidad de Nueva Inglaterra en la que trabajaba entonces. Granada fue para él una etapa decisiva en su complicada biografía de emigraciones personales y heredadas. De su descubrimiento de la ciudad queda el testimonio de uno de sus poemas mayores, El peregrino y la ausencia, que es la continuación y la resonancia de otro escrito años antes, Yaba Alberto, una sobria elegía a la muerte de su padre.
Nacido y crecido en la atmósfera peculiar de los casi recién llegados a un país
Si, como dice Joyce, la única pregunta que importa acerca de un libro es a qué profundidad en el alma de quien lo escribe se ha originado, esos dos poemas brotan de lo que probablemente es la raíz misma de la identidad de Eduardo Mitre. Su familia emigró de Palestina nada menos que al Altiplano de Bolivia en los años treinta del siglo pasado. Nacido y crecido en la atmósfera peculiar de los casi recién llegados a un país completamente extraño, Eduardo se hizo también viajero muy pronto. El hijo de una familia palestina emigrada a Bolivia fue desde la primera juventud un emigrado latinoamericano en Europa y en los Estados Unidos. Por eso, en su poesía, a la experiencia personal del desplazamiento se le filtra la memoria entre imaginaria y oral del gran viaje inverso de sus mayores.
Su yaba, su padre, le prometía cuando era niño que alguna vez viajarían juntos a la ciudad simbólica de otros orígenes mucho más antiguos, la Granada del esplendor árabe. El destino, escribe Mitre, ata y desata / partidas y llegadas / adioses y recuerdos. Y un día, no por empeño propio, sino por la casualidad de un intercambio universitario, el hijo de aquel hombre que en el Altiplano de Bolivia alimentaba y consolaba sus añoranzas imaginando que veía la Alhambra, y que ya está muerto, se encuentra subiendo por las cuestas del Albaicín, paladeando los nombres árabes en las esquinas de las calles, asomándose por fin a una pequeña plaza desde la cual se ve el castillo de muros rojizos, siempre más prodigioso que en la imaginación o que en las fotografías, el castillo rojo sobre la colina, sobre las barrancas umbrías del Darro, delante del gran telón levantado de la Sierra, con su bruma violeta y sus cimas coronadas de nieve.
Ha ido construyendo una voz poética que no se parece a la de nadie
El crescendo del poema impresiona más porque la palabra que uno está esperando, el nombre no se dice. En el espacio en blanco donde habría estado la palabra Alhambra lo que estalla es una exclamación, cuando el hijo casi sacude al padre fantasma para intentar que vea lo que él está viendo: ¡Alah Ajbar! Y a continuación un verso tomado del romance antiguo, en el que de nuevo están presentes las torres, el deslumbramiento heredado de otra mirada de cinco siglos atrás: ¡Altas son y relucían!
De ciudad en ciudad, de un país a otro, Eduardo Mitre ha ido construyendo, sin aspavientos ni desánimos, con una persistencia más bien solitaria que es más admirable cuando uno la ha observado a lo largo de muchos años, una voz poética que no se parece a la de nadie. Es una voz tan audible en los versos como cuando habla, con un deje boliviano lento y limpio, y acarrea ecos de otras voces fundamentales de la poesía, muy antiguas y de ahora mismo, en el noble español de Jorge Manrique, Fray Luis, Antonio Machado, Octavio Paz, y en las otras lenguas en las que a Eduardo le ha permitido sumergirse su vocación de lector y su vida errante. Algunos de los grandes poetas americanos que conozco los descubrí gracias a él. Por Nueva York y por Madrid hemos caminado tan embebidos en una conversación sobre poesía como por aquella Granada que a los dos ya se nos queda tan lejos.
Obra poética (1965-1998). Eduardo Mitre. Pre-Textos. Valencia, 2012. 456 páginas. 30 euros.
www.antoniomuñozmolina.es
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