“Malaparte se parecía mucho a Truman Capote”
Más apreciado en Francia que en su Italia natal, Curzio Malaparte ha pasado a la historia como un escritor fascista y cínico. Su biógrafo disecciona fríamente la vida de un autor con tantas muchas luces como sombra
Historiador especializado en el Novecento (revoluciones, guerras, totalitarismos y modernidad), Maurizio Serra es uno de esos raros autores que engancha al lector desde la primera línea. Su escritura fulgurante revela enseguida sus virtudes: claridad, honestidad, ausencia de retórica, gusto por las paradojas y el arte del matiz. Su último libro es una espléndida biografía del poliédrico intelectual, periodista y escritor “fascistoide” Curzio Malaparte, que acaba de ser publicado en España por Tusquets y ganó el año pasado el Premio Goncourt de biografía en Francia.
Maurizio Serra, que nació en Londres en 1955 de padres italianos, lo escribió en francés porque la biografía fue un encargo de la editorial Grasset, lo que desmonta un mito y confirma otro: no, la diplomacia no está reñida con la inteligencia (Serra es embajador de Italia en la Unesco y antes en Londres y Berlín), y sí, Curzio Malaparte sigue siendo más querido en Francia —donde vivió muchos años— que en Italia.
Como corren tiempos duros para las empresas periodísticas, Serra ha insistido en invitar a almorzar al entrevistador y este ha aceptado. La cita es en la terraza cubierta de una gran institución de París, la brasserie Lipp del bulevar de Saint Germain. (Para los curiosos del menú: champán de aperitivo, lenguado el plumilla, gigot de cordero frío el autor y un Burdeos). Pero antes de transcribir la entrevista, es preciso añadir algunos datos y pasajes del libro para dejar cabal constancia de su importancia.
Entre los primeros: Serra ha trabajado tres años en Malaparte. Ha entrevistado a media docena de coetáneos y especialistas en él (entre otros, el presidente de la República, Giorgio Napolitano, que lo conoció bien cuando, tras la guerra, el fascistoide se hizo comunistoide) y publica estas jugosas conversaciones en un apéndice; además, ha buceado en los ingentes archivos que cuida con amor más que fraterno la hermana del biografiado, ha cribado una veintena de libros del novelista y ensayista —los más conocidos son las novelas-joya Kaputt y La piel, y el ensayo Técnicas del golpe de Estado—, y cientos de artículos de prensa (Malaparte fue corresponsal de guerra y fugaz director de La Stampa en 1930). Un último hecho da idea de la familiaridad creada entre biógrafo-biografiado: Serra escribió la conclusión del libro en la casa de Malaparte en Capri, bautizada Casa Come Me (Casa Como Yo), en un gesto de su narcisismo rampante.
Y ahora, un par de citas de la introducción, titulada Las desgracias de Narciso. Comienza así: “Cabe aducir varias razones, todas muy buenas, para no estimarlo. Curzio Suckert, conocido como Malaparte (1898-1957), toscano maldito, artista y mártir, es el perfecto ejemplo del buen escritor que paga su talento con los defectos y aun los vicios del ser humano: mitómano, exhibicionista, persona ávida de dinero y de placeres, camaleón dispuesto a servir a todos los poderes y a servirse a su vez de ellos, especie de Cagliostro de las letras modernas. Esta imagen hecha de tópicos es la que el presente libro, en la medida de lo posible, se propone refutar, mostrando la coherencia íntima y la modernidad de un escritor que fue un intérprete profético de la decadencia de Europa frente a las nuevas potencias mundiales (la Unión Soviética, Estados Unidos, China) y las ideologías de masas: fascismo, comunismo, tercermundismo”.
Y prosigue: “Autor cosmopolita, cuya sensibilidad despertaron pronto las carnicerías de la Primera Guerra Mundial, en la que participó como voluntario en Francia un año antes de que su país natal entrara en guerra; conspirador reprimido, de aire montaraz, político astuto, que parecía reñido con el mismo régimen fascista que durante mucho tiempo lo colmó de honores y prebendas; enviado especial en todos los frentes, de las fábricas a las largas marchas, de las hogueras a las pilas de agua bendita, de Lenin a Stalin, de Mussolini a Mao, de los anarquistas al Papa; militante de todas las causas y de las contrarias, fue el precursor del compromiso libre del intelectual contra el orden burgués, para un público de burgueses pasmados y atemorizados”.
PREGUNTA. ¿Por qué decidió escribir la biografía de un fascista?
RESPUESTA. Porque el encargo de la editorial me permitía volver a Malaparte, que es un intelectual fuera de normas, un rebelde más fascistoide que fascista. Era en realidad un anarquista de derechas, desde luego no un demócrata, porque siempre prefirió el individuo a la ideología, lo que por cierto le acerca mucho a la posmodernidad. Pero un tipo como él no podía estar con Franco, por ejemplo.
P. No sabía que apoyara a la República.
R. No, eso no lo hizo. Cuando Franco salió a escena él trabajaba en una revista pagada por Ciano, el yerno de Mussolini, comía de eso y se alineó con el “viva la muerte” de Millán Astray. Pero Curzio Malaparte sentía muchas simpatías por los anarquistas, odiaba el clericalismo y siempre tuvo una especial sensibilidad hacia lo multicultural. Cuando hizo la campaña de Etiopía glosaba el coraje de los etíopes… Y nunca defendió las leyes raciales, por ejemplo. Si hubiera llegado a ir a España, creo que habría apoyado a los anarquistas.
Le gustaban las élites y la estética, la vida como belleza, igual que a D´Annunzio
P. ¿O sea, que se arrimó al Duce solo por razones alimenticias?
R. Los burgueses le daban asco, pero vivía de ellos. Su padre era un ingeniero alemán que llegó a finales del XIX a la industria textil de Prato y que pasó altos y bajos. Creció en un ambiente burgués, pero empobrecido. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se hizo comunista, se inventó una biografía proletaria, falsa como todas las máscaras que se puso. Se ha dicho que era un hombre maquiavélico y camaleónico, pero en realidad fue sobre todo un gran narciso. Como tal fue un pésimo amante y un desastre organizando su vida. No respetaba nada, y destruía todo lo que creaba. Hoy sería un artista muy moderno, una especie de John Galliano, aunque Malaparte no era un deprimido que se autolesionaba, sino un toscano frío y burlón, sin duda más parecido a Truman Capote: capaz de jugarse una amistad por un chiste.
P. ¿Su fascismo era entonces otra máscara?
Se convirtió en la mala conciencia de todos: él nunca fue un apparatchik.
R. Su pensamiento no era metódico, aunque contiene elementos nada democráticos; le gustaban las élites y la estética, la vida como belleza, igual que a D’Annunzio, y le emocionaban la guerra, el combate, la lucha. Era lo contrario de un pensador a lo Ortega: una esponja, dotado de gran intuición, un fenómeno en las distancias cortas y en pasar a la acción. En Técnicas de un golpe de Estado explica que los golpistas (Lenin, Mussolini, Hitler, y de paso también anticipa a Castro y Che Guevara) abandonan la política tradicional para moverse con la determinación del que prepara un atraco a un banco.
P. El libro lo presenta también como un histrión…
R. Con Mussolini fue un bufón de corte: se permitía decirle lo que nadie se atrevía a hacer. Y en cuanto entendió que iba a caer, lo abandonó. Los fascistas y posfascistas le consideraron un traidor porque no estuvo en Saló. Era más inteligente y voluble que todo eso. Con las mujeres era lo mismo: un gran seductor sin interés alguno por el contacto físico. Solo se quería a sí mismo. Se dice que fue un homosexual reprimido, pero yo no he encontrado la menor prueba de eso. Es verdad que tenía una idea muy elevada de la compostura física, y a su modo era un dandi, o al menos en las fotos le gustaba parecerlo. Se le ha comparado con Lord Byron, y es cierto que respiraba ese estilo. Aunque él prefería a Chateaubriand.
P. Un oportunista, ¿pues?
R. Un cínico muy calculador, de joven quería ser revolucionario y se hizo fascista porque entendió que el fascismo iba a imponerse al comunismo en Italia. Pero siempre fue un fascista incómodo, cambiante, locoide, se peleaba con todos, incluso con su obra. Al final de su vida cambió la literatura por el cine, como Pasolini, quizá porque ya había dicho todo lo que podía decir. Solo dirigió una película, pero era bastante buena: Cristo prohibido, en 1951. También intentó hacer teatro y cabaré…
No tuvo discípulos porque no le interesaba nada dar lecciones ni hacer grupos. Por eso odió a Indro Montanelli.
P. ¿Por qué Italia nunca le apreció?
R. Era como una cobra. Picaba y se largaba. Y además presumía de converso. Era un converso satisfecho de serlo y con publicidad, muy poco italiano en eso. Y muy laico además. Así que se convirtió en la mala conciencia de todos: él nunca fue un apparatchik. Su muerte fue patética, un ballet de partidos en torno a su cama, en una clínica que pagaba la Democracia Cristiana. Al final se convirtió al catolicismo, pero creo que fue una broma más, seguramente para no tener que ir a una clínica pagada por el Partido Comunista. Otros autores lo consideran el arquetipo del italiano. Yo creo que es lo contrario.
P. Se consideraba más cosmopolita que los escritores italianos de su generación.
R. Es que para ser un verdadero italiano hay que ser provinciano. Y él no lo era en absoluto. Hablaba varias lenguas, estudió inglés y sentía verdadera curiosidad por otras culturas. Quizá lo que absorbía no era muy profundo, movía la superficie del estanque, pero no el fondo, pero estaba siempre atento. Y entendió enseguida que el futuro iba a ser multilateral.
Fue un tipo lleno de contrastes y de sombras, aunque en mi opinión era una buena persona.
P. ¿El periodismo le gustaba o era otra máscara?
R. Era su pasión. Tenía un temperamento austero, gastaba muy poco, y era un genial observador, tenía un ojo infalible y en eso también se parecía a Truman Capote. Gran escritor, con una capacidad de síntesis extraordinaria y una gran agudeza, sus mejores cosas salían siempre de la vida real. Si entrara ahora aquí describiría el restaurante y a los clientes con tres frases. Moravia, con quien se odiaba a muerte, decía que era un periodista, no un escritor. Pero eso no quiere decir nada, y a él le daba igual la distinción. Moravia era más diplomático, más frío. Él era astuto, pícaro, se consideraba una estrella. Pero le interesaba mucho la gente que había quedado atrapada por el tren de la Historia. Como a Malraux, la rutina no le producía el menor interés, y despreciaba el sexo como materia literaria.
P. Su retrato recuerda también a Ramón Gómez de la Serna.
R. Como él, tenía intuiciones formidables. No tuvo discípulos porque no le interesaba nada dar lecciones ni hacer grupos. Por eso odió a Indro Montanelli. Moravia y él eran más jóvenes, más sexys que él.
P. Veo que juzga a su biografiado con notable frialdad.
R. Soy caliente en mi vida privada, y frío como historiador. Siento respeto por Malaparte, pero no pasión. Fue un tipo lleno de contrastes y de sombras, aunque en mi opinión era una buena persona. Siempre circuló la leyenda de que trabajó como espía para Mussolini cuando vivió en París en los años treinta, pero no he encontrado una sola prueba que lo confirme. Los franceses intentan asimilarlo a Céline. Pero la verdad es que Céline fue una persona muy difícil. Su feroz antisemitismo, desde luego, Malaparte no lo compartía.
Malaparte. Vidas y leyendas. Maurizio Serra. Traducción de Juan Manuel Salmerón. Tusquets. Barcelona, 2012. 560 páginas. 25 euros.
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