De paseo con Makoki por la ciudad canalla
Con Gallardo y Mediavilla buscando la Barcelona de finales de los setenta
“Las luces del Cheleste se filtran a través de los mugrientos cortinones iluminando a los cuatro mandangueros de turno”. Makoki acaba de escaparse del frenopático, se le ha aparecido la Virgen del Rocío, ha reencontrado a su pandilla, robado un coche y se dispone a pasar una “noche de masacre” en “cierto local nocturno de la ciudad donde suelen actuar conjuntillos pop”. Así empiezan las aventuras de Makoki.
¿Quién era Makoki? ¿Existió Makoki? Acercarse a Makoki exige dar un salto en el tiempo y revisitar la Barcelona de la segunda mitad de la década de 1970, una ciudad salvaje y desestructurada, muy distinta al coqueto parque temático en que se ha convertido; donde no había mar, las calles de la parte vieja olían a orines y humedad y los nombres de los barrios eran otros. En aquellos tiempos de plomo, Barcelona tenía una ventaja: su alejamiento del poder —tanto físico como mental— , lo que la dotaba de un extraño baño de impunidad, imposible de encontrar en el resto de España, y que permitía que sucedieran cosas imposibles. Como Makoki.
Para invocar a los dioses del Cheleste y propiciar este viaje en el tiempo, aprovechando la edición de Todo Makoki (Debolsillo), ayer, sus creadores, Miguel Gallardo (Lleida, 1955) y Juan Mediavilla (Burgos, 1961), reunieron en el estudio del primero a unos cuantos periodistas y amigos para llevarlos a una imposible travesía de aquella Barcelona, o al menos a buscar la huella de los lugares donde nació y vivió Ma-koki y sus colegas.
El momento “seminal” de nuestro héroe —como le llama Gallardo— tiene mucho que ver con la mezcla de azar y necesidad que hace que algunas cosas salgan adelante y otras no. Makoki no se llamaba Makoki, ni los padres seminales de la criatura son Gallardo y Mediavilla. Ese tipo que escapa de un manicomio con una camisa blanca y una especie de casco del que cuelgan los cables que arrancó cuando estaba recibiendo un electrochoque, se llamaba originalmente Cristus, y es el protagonista de Revuelta en el frenopático, un relato corto que escribió en 1977 Felipe Borrallo, que firma también el guión del primer capítulo.
“Pero con ese nombre no hubiera ido a ningún sitio”, explica Gallardo, combinándolo con los títulos de las aventuras. Tampoco Borrallo era guionista. En el segundo capítulo ya entró su colega Mediavilla, con el que compartía piso y aficiones, y que tenía el oído para escuchar la calle y crear un lenguaje que a su vez volvía a la calle. Ayer, precisamente, se quejaba de que en la nueva edición le han corregido algunas faltas de ortografía. “Yo escribí epiólogo y ahora se ha convertido en epílogo; y donde decía mechorro ahora dice mechero”, lamentaba.
Gallardo trabajaba de maquetador en la revista Disco-Exprés, una de las más veteranas publicaciones musicales de España que había sido comprada por el promotor Gay Mercader y por cuya Redacción pululaban todo tipo de gentes, de apariencia bastante inquietante, que escribían dibujaban y “pillaban” —como Makoki— cualquier cosa. Desde Diego Manrique o Jesús Ordovás hasta Alberto Cardín o los hermanos Auserón; de Mariscal a Nazario o Alberto García Alix. Disco-Exprés duró poco, hasta finales de 1979, pero Makoki fue sobreviviendo, saltando de revista en revista hasta que recaló en El Víbora, refugio de los últimos resistentes. Gallardo lo mató. Pero nunca lo remató. Por eso ahora aparecen sus obras completas.
Canosos y más o menos bien conservados, ayer Gallardo y Mediavilla hicieron de anfitriones de algunos esos viejos colegas, como los dibujantes Max y Martí, entre otros. Y juntos hicimos una romería por algunas de aquellas calles a ambos lados de la Vía Layetana, a modo de topógrafos, porque Makoki es una crónica detallada de aquel mágico momento de una Barcelona directamente entroncada con su mejor tradición canalla.
“Las Cuevas”, explica Gallardo, “era un bar de travestis tirando a cutre cuya máxima estrella era La Boquerón, que al acabar la función pasaba el mocho. Allí presentó Nazario su Anarcoma”. El Cheleste es, naturalmente, el Zeleste, la sala mítica, el lugar de encuentro por excelencia. Ya no huele a orines. El barrio de La Ribera se llama ahora El Born y es una zona de tiendas caras y restaurantes de lujo. El dibujante Martí se quejaba de que fue el alcalde Pasqual Maragall y los Juegos Olímpicos de 1992 los que le “echaron” de Barcelona con la subida de alquileres que trajeron las Olimpiadas. Pero las ciudades nunca pierden del todo su memoria, y aquí y allá siempre surgen rincones que todavía conservan el espíritu de Makoki y retazos de nuestra memoria. Y para certificarlo la procesión acabó en el bar Plata, que sigue donde estaba, comiendo anchoas, butifarras y pescadito frito, y bebiendo cerveza.
Babelia
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