La inmortalidad, según mister Clay
La riqueza ha sido siempre un método para adjudicarse la eternidad. La película de Orson Welles sobre el argumento ideado por la baronesa Karen Blixen refleja esta conclusión. El protagonista lo confía todo a su segunda mitad: el millón de dólares con que está tasado su nombre en la Bolsa de Nueva York
Cuánto vale la inmortalidad? Quizá nada. En nuestra época se tiene fácilmente la impresión de que nadie estaría dispuesto a pagar un euro por la inmortalidad. Por la fama, como sabemos, sí, y mucho. De hecho algún personaje de dudosa reputación ha instaurado en distintas partes de Europa clubes denominados Billionaire, en los que se simboliza la cifra exigida, como requisito mínimo, al famoso o a sus aduladores. Y hace poco leí en una revista el resultado de una encuesta sobre las aspiraciones humanas, y la inmortalidad no ocupaba ningún puesto en el escalafón, no sé si porque los encuestados habían olvidado responder a esta cuestión o porque los periodistas habían olvidado preguntar algo al respecto.
Sin embargo, hasta hace poco, muchos seres humanos querían ser inmortales: algunos a través del fervor místico o estético, otros mediante prestaciones más prosaicas, aunque no por esto consideradas menos efectivas. Entre estos últimos la Historia registra una suerte de puja para conseguir la eternidad y, si bien es cierto que en la parábola evangélica se consideraba más difícil que un rico entrara en el reino de los cielos a que un camello atravesara el ojo de una aguja, la riqueza ha sido siempre un método para adjudicarse lo inmortal. Así fue en tiempos antiguos y así ha sido en la época moderna antes de que los brokers se declararan insensibles a las cosas inmortales. De hecho, los comerciantes nunca habían descuidado incorporar a sus pertenencias un futuro inmortal o una buena relación con la divinidad, a cambio de un precio razonable, y sólo hoy, cuando el mercado ha sido declarado el único dios verdadero, parecen los mercaderes poco propensos a atormentarse por estos asuntos.
En nuestra época se tiene la impresión de que nadie estaría dispuesto a pagar un euro por la inmortalidad. Por la fama, como sabemos, sí
No sé si es cierta pero a esta conclusión llegué el otro día después de ver otra vez, tras bastantes años, Una historia inmortal, de Orson Welles, película excepcional en todos los sentidos, desde su relato maravilloso a sus condiciones de producción, sin ignorar su duración, 53 minutos, que la ha expulsado de una distribución medianamente normal y la ha convertido en maldita. Vi una copia de pésima calidad, salida de no se sabe dónde —la grabación de una grabación—, y no por eso quedé menos subyugado por la narración de Isak Dinesen llevada a la pantalla por Welles con un presupuesto tan bajo que hubo que embutir la sofisticada y cosmopolita Macao del siglo XIX en el madrileño pueblo de Chinchón. No obstante, como homenaje al verdadero talento, cuando éste existe, todas las carencias apreciables, desde la inclusión de una ciudad china en la meseta castellana al delirante maquillaje del protagonista, quedan subsanadas por el poderío magnético que rodea toda la historia: el sonido de las cigarras, la música mántrica de Erik Satie, la voz oscura de Orson Welles, la mirada desafiante y sensual de Jeanne Moreau y, evidentemente, la singular belleza del argumento ideado por la baronesa Karen Blixen.
Una parte de la inmortalidad que exige mister Clay, el viejo, despótico y rico comerciante encarnado por Welles, se desprende de la esencia misma del mito y de su relación con la vida. Clay quiere llevar a la realidad lo que su fiel administrador Levinsky, el judío polaco empujado a trasladarse de país en país, le cuenta como una leyenda que se cuentan los marineros en todos los barcos y en todas las tabernas de Oriente. Como hombre acostumbrado a traducir cualquier faceta de la existencia en dinero, mister Clay no quiere oír hablar de fantasías y aún menos de profecías, como aquella, de Isaias, que Levinsky le lee en la única excepción a las lecturas nocturnas en voz alta de los libros de contabilidad. Clay detesta las revelaciones de Isaias, como detesta que la fantasía no se pueda reducir a los renglones de compraventa. La realidad es la realidad de la misma manera que los negocios son los negocios.
Todas las carencias apreciables del filmede Welles quedan subsanadas por el poderío magnético que rodea toda la historia
Por tanto, al echar mano de su poder, quiere invertir el curso de los acontecimientos y transformar la ficción en verdad. Él, mister Clay, que se ufana de no haber tenido ni amigos ni amores, y de haber despreciado todo aquello que no suponía una plusvalía, quiere construir su propia comedia —así la llama Levinsky— conduciendo a los personajes de la leyenda a su propia mansión para ejecutar aquella representación que demostrará su dominio sobre el más acá y, asimismo, sobre el más allá: el joven, apuesto y misérrimo marinero será cruzado con una mujer para que el fruto de ese amor tutelado y efímero demuestre al mundo que Clay, el misántropo, el odiador de una humanidad que se resiste a ser pura contabilidad, puede trascenderse a sí mismo. El desenlace, sin embargo, transcurrirá en la dirección opuesta ya que, al ocupar Clay el papel del demiurgo, y dar vida a lo que era sólo bruma ficticia, provocará su propia perdición.
En medio de su desvarío y de su borrachera terminal de poder mister Clay reflexiona crudamente sobre la inmortalidad al afirmar que él está conformado por dos mitades: una, caduca, se evaporará con su no muy lejana muerte; la otra, inmortal, es el millón de dólares con que está tasado su nombre en la Bolsa de Nueva York. Y Clay lo confía todo a esta segunda mitad, como los hombres con fe religiosa lo confiaban todo al ultramundano destino del alma: ese millón de dólares sobrevivirá con mucho a su cuerpo, se esparcirá por los mercados del mundo, fructificará, lo salvará y, en definitiva, lo hará inmortal. Ahí sí que no hay fantasías y profecías sino, en su quintaesencia, realidad y rentabilidad. Un millón de dólares es, justamente, el alma.
Naturalmente hoy mister Clay actualizaría la cifra: un billón, como mínimo, sería el precio para hacerse con la eternidad.
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