Antonio Cisneros, referente de la poesía peruana
Uno de los grandes de las letras en Latinoamérica
El Perú es de siempre cuna de grandes poetas, incluso del que quizá sea el mayor poeta de nuestra lengua del lado americano del gran charco: César Vallejo. Entre quienes lo siguieron en su país, solo dos, a mi juicio, no quedan empequeñecidos por la sombra de aquel a quien cariñosamente llamaban El Cholo, son Jorge Eielson y Antonio Cisneros, que murió el pasado sábado 6 de octubre en Lima sin haber alcanzado los 70 años de edad.
Nació asimismo en Lima en 1942 y publicó sus primeros poemas a los 19 años, una obra titulada Destierro. Estudió en dos universidades limeñas, la de San Marcos y la Católica, de la primera fue luego docente; así como también, en calidad de profesor invitado, de las de Southampton, Niza, Budapest y Berkeley.
En 1967 obtuvo el Premio Nacional de Poesía de Perú con Comentarios reales de Antonio Cisneros, para que no se confundiesen con los del Inca Garcilaso; y en 1968, clave por tantos conceptos, le llega la consagración definitiva ganando el premio Casa de las Américas por su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, donde centellean algunos de los poemas más hermosos compuestos en español durante el siglo XX.
En la primera mitad de la década de los ochenta obtuvo una beca de creación de un año en Berlín occidental, donde lo conocí e iniciamos una amistad que terminó de manera cruel e inesperada ese luctuoso sábado. Su plática era una de las más creativas y sugerentes que hayamos disfrutado quienes tuvimos el privilegio y el placer de haber sido sus interlocutores. Cuando hablaba se sentía en el aire el chisporroteo de las ideas y las imágenes. Y no eran fuegos de artificio, sino fuego del que deja rescoldos.
Durante una larga charla en Berlín me resumió sus preferencias autorales: Brecht (pero no el dramaturgo sino el poeta), Pound, Eliot, Lowell, Ferlinghetti, Ginsberg, Octavio Paz hasta el 60, Ernesto Cardenal hasta poco después, y el más grande de la generación del 27, Luis Cernuda, siempre: “Me fui apartando de Lorca cuando sentí que era pura emotividad. Constaté en su poesía una ausencia de humor que me fue alejando de él. Empezó en cambio a interesarme Brecht. Su ironía que destroza la lógica burguesa. Me interesa su idea de contar el otro lado de la historia”.
Una influencia de la que no habló —tal vez por lo evidente— fue la Biblia. Otra no tan evidente, excepto en el “Tercer movimiento (affetuoso) contra la flor de la canela”, es la de John Donne. Y una tercera, Quevedo, se le trasvelaba en la veneración con que solía recitarlo.
No quiero que se queden en el tintero su prosa (El arte de envolver pescado), ni su traducción de una antología del brasileño Ferreira Gullar y otra de poesía inglesa contemporánea —cuya lectura tanto le rentó en su descastellanización del discurso poético—, y por último, pero no menos importante, su desempeño como creador y animador cultural a través de El Caballo Rojo, un suplemento cultural de los más recordables en la historia del periodismo latinoamericano.
Toño explicaba de un modo increíblemente revelador de su propia poesía por qué se fue a Londres con una beca que la Universidad de San Marcos le concedió para ir a Madrid: “El argumento que utilicé ante el decano fue muy simple: ‘Doctor, en Inglaterra están los Beatles’.
Y el decano comprendió. Y así comprendo mucho mejor el comentario de Julio Mendívil, etnomusicólogo peruano del alma mater de Colonia, que fue quien me dio la noticia de su muerte: “Era un icono de mi juventud, casi como John Lennon, imagínate”. Y sí, Imagine.
Ricardo Bada es periodista y escritor.
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