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OBITUARIO

Shlomo Venezia, en el comando del horror

Sobrevivió a Auschwitz trabajando en los crematorios

Alejandro Prado
Shlomo Venezia, en 2003.
Shlomo Venezia, en 2003.

El silencio que Shlomo Venezia mantuvo durante casi cinco décadas no borró de su memoria cada detalle de lo vivido en ese infierno llamado Auschwitz. Fue uno de los millones de judíos que pasó por los campos de concentración nazis, pero fue uno de los pocos que salió con vida. Miembro de los Sonderkommando —las brigadas especiales que trabajaban en las cámaras de gas y en los crematorios— sobrevivió a un año de encierro, pero su mente fue prisionera del horror hasta su muerte, el pasado día 1 de octubre en Roma.

“Nunca se sale del campo, todo te recuerda a aquello”, explicó en una extensa entrevista que se publicó en forma de libro (Sonderkommando: El testimonio de un judío obligado a trabajar en las cámaras de gas, RBA). Esta obra es el único testimonio completo de un miembro de estos comandos especiales, personas que se convirtieron en cómplices del horror a su pesar.

Nacido en Salónica (Grecia), en 1923, pero de nacionalidad italiana, Venezia provenía de una familia de origen sefardí que abandonó España tras la expulsión de los judíos en el siglo XV. Su infancia en Salónica estuvo marcada por la pobreza y por la muerte de su padre cuando él tenía 11 años. Al comienzo de la II Guerra Mundial, la nacionalidad italiana ayudó a su familia a mantenerse a salvo pese a la ocupación de Grecia por parte de las potencias del Eje. Pero finalmente fueron deportados en 1944.

Como todos los judíos que los alemanes hacinaban en vagones de tren, Venezia y su familia fueron engañados: les dijeron que su destino sería Alemania, donde les esperaban una casa y un trabajo. Tras 11 interminables días de viaje, pudieron comprobar que el destino eran las alambradas del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Según cuenta en el libro, ya en los andenes fueron separados a golpes los hombres de las mujeres y los niños. No tuvo tiempo ni siquiera de despedirse de su madre y de sus hermanas menores, que fueron asesinadas ese mismo día. Shlomo y su hermano mayor fueron seleccionados para trabajar y salieron con vida del campo. Tiempo después supo que su hermana mayor, Rachel, también sobrevivió.

A pesar de la desorientación que le asaltó a su llegada a Auschwitz, Venezia apreció el fluido mecanismo del campo, diseñado para que la mayoría de los deportados fuesen conducidos a las cámaras de gas directamente. Otros, los más fuertes, serían seleccionados para trabajar. Venezia se presentó ante los SS como barbero. Mintió, pero eso probablemente le salvó la vida. En función de su nuevo oficio se le asignó la aberrante tarea de cortar el pelo a los cadáveres después de ser sacados de las cámaras de gas. Con todo, tuvo más suerte que los dentistas, encargados de extraer las muelas de oro de los fallecidos.

Venezia aceptó pertenecer a los Sonderkommandos para comer un poco más y por tener alguna posibilidad de salir, puro instinto de supervivencia. Al margen de cortar el pelo también debía acompañar a los deportados hasta las cámaras, transportar cadáveres y echarlos a los hornos. Según cuenta en el libro, “los primeros días estás horrorizado, luego eres como un autómata”.

Con tanta desolación alrededor, llegó a pensar que los muertos tenían más suerte. “Hubiera preferido morir, pero cuando pensaba esto, una frase de mi madre se me venía a la cabeza: ‘Mientras se respira, hay vida”. Por trabajar en estos comandos fue criticado y acusado de colaboracionismo, incluso por Primo Levi, con el que coincidió en el campo. Según contó Venezia a EL PAÍS, le decepcionó lo que el escritor dijo: “No teníamos elección. A los que no querían trabajar los mataban, a los que trabajan, también”.

Con la proximidad de los rusos, los prisioneros fueron trasladados al campo de Mauthausen, en Austria. En mayo de 1945, los supervivientes fueron liberados por el Ejército estadounidense.

Pasaron muchos años hasta que Shlomo Venezia se decidió a hablar. Se recluyó en su silencio, incluso con su familia. Cuando sus hijos le preguntaban por su número de identificación tatuado, bromeaba diciendo que era el teléfono de una antigua novia.

Finalmente, en 1992, ante el creciente antisemitismo en Italia y animado por su esposa, Marika, decidió dar a conocer su historia, sobre todo en colegios y conferencias. En 2006 apareció el libro y su crudo relato llegó a todo el mundo. Una experiencia que tenía grabada en la mente de igual manera que el número de su brazo. Nunca pudo salir de Auschwitz.

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Sobre la firma

Alejandro Prado
Redactor en la Mesa de Edición del diario EL PAÍS. Antes prestó sus servicios en la sección de Deportes y fue portadista en la página web. Se licenció en Periodismo en la Universidad Carlos III y se formó como becario en Prisacom.

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