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El viejo en el olivar

En el Mediterráneo. Retirado del teatro y el cine, a sus 82 años, el protagonista de ‘El marido de la peluquera’ regresa de la mano de Fernando Trueba en ‘El artista y la modelo’.

Jean Rochefort
Jean RochefortDaniel Mordzinski

Conocer a Jean Rochefort es uno de esos lujos que solo suceden una docena de veces en la vida. “Es la empatía automática”, dice el actor, “y es una de las mejores cosas que existen: conoces a alguien y es como si fueras íntimo desde hace 25 años”. Estamos en el maravilloso islote mediterráneo de Porquerolles, en la casa del eminente actor, director, guionista y jinete Jean Rochefort. El protagonista de El marido de la peluquera, que estrena estos días en España El artista y la modelo, de Fernando Trueba, ha cambiado a última hora el lugar de la entrevista desde París a este paradisiaco lugar de vacaciones. Cuando el barco llega a puerto al mediodía, ahí está, como un clavo y vestido de blanco. El pelo y el bigote gris, pero casi tan blancos como la camisa, los pantalones y las deportivas; la extrema delgadez, el cuello firme y una risa grave y contagiosa (un “oh, oh, oh” que viene de muy dentro), la voz como si saliera de un órgano y los ojos azulísimos y muy vivos.

“He llegado pronto porque tengo la culpa de haberles hecho venir hasta aquí”, se justifica. Luego nos invita a subir en el carrito eléctrico, únicos vehículos autorizados en esta isla, famosa su agua cristalina, sus olivos, sus pinos y sus palmeras verdísimas. Por el camino da los buenos días a todo el mundo con una amabilidad exquisita. Nadie diría que tiene 82 años. Mira, oye y se mueve con notable agilidad.

El carrito-huevo nos lleva hasta la hacienda que, según contará más tarde, pertenece a la familia de su segunda mujer, Françoise Vidal, hija del arquitecto, ingeniero e inventor de origen español Henri Vidal, que hizo muchas carreteras por el mundo y compró aquí un inmenso olivar. “El viejo en el olivar no es mal título”, dirá Rochefort más tarde, al posar para las fotos allí. Al otro lado de la sencilla casa están el jardín y la piscina, y en un minuto, estamos en el porche comiendo unos maravillosos tomates de la huerta, aguacates con mango, melón con jamón y una exquisita ratatuille (un pisto francés), acompañados por su mujer y sus cuñados. Rochefort apenas come un trozo de hinojo y un huevo duro. Y mientras tanto empieza a contar anécdotas, unas hilarantes y otras trágicas. No parará de hacerlo hasta tres horas después.

La apertura de mente, los matices de su inteligencia, su arte para fijarse en los pequeños detalles, su bondad adobada con gotas de ironía, su manera de mover las manos sin afectación y su calidad humana convierten a este señor en un espectáculo admirable, sobre todo porque es absolutamente humilde.

El encuentro ha sido organizado (y financiado) por la productora de Trueba, que estos días estrena El artista y la modelo, una de las cintas que lucha por representar a España en los Oscar. El guion es de Trueba y Jean-Claude Carrière, y según Rochefort fue este, que es amigo suyo desde los buenos tiempos de Buñuel (hizo un papel en El fantasma de la libertad), quien aconsejó su contratación.

Rochefort parece encantado con la película y su papel. Es un regalo inesperado para el actor de El tambor de hojalata o Un viaje raro, que se despidió del teatro el año pasado con una larga gira que acabó en París, y que en cine apenas ha hecho papeles largos desde que hace una década se partió una vértebra al caerse del caballo en el rodaje del Don Quijote de Terry Gilliam, un director que, según recuerda, “solo estaba pendiente de sus efectos especiales”.

“He hecho más de cien películas –quizá 150– y la inmensa mayoría son auténticas mierdas, puramente alimenticias, que hice porque me gustaban mucho los caballos y es un vicio caro. Esta es una obra acabada, podrá gustar más o menos, pero es una obra. Y Aida Folch es extraordinaria, muy buena persona. Teníamos que hacer una escena erótica, mucho más de lo que finalmente sale en la pantalla. Yo llego a la cama. Se ve mi mano que le acaricia el muslo, luego la cadera y la espalda. Cuando el plano vuelve a mí, ella me coge la cara y me mira como si fuera el hombre más guapo del mundo. Entonces se ven mis lágrimas cayendo. Eran lágrimas mías, no del personaje. Me emocioné de verdad”.

No se dejen engañar. El alma de Rochefort es esencialmente burlona, y su especialidad es desmitificar. Si se le pregunta por Mayo del 68 propone este breve resumen: “Tuve una vida sexual intensísima. Llevaba siempre el Libro Rojo de Mao bajo el brazo y no fallaba. Pero el día que me dejaba el libro en casa no había nada que hacer”.

Su esposa y madre de tres de sus seis hijos –tuvo otros tres con su primera mujer–, reclama datos y nombres. “Solo me acuerdo de ti desnuda”, bromea él. Y añade: “Todos queríamos ser comunistas. Hasta que conocí al director checo Milos Forman y me dijo: ‘¡Deseáis todo aquello de lo que nosotros huimos!”.

Rochefort recuerda además “el esnobismo de la gente del cine. Se pusieron de moda las películas pornográficas y se exhibían en la salas más off de Cannes. Un día voy y veo a una chica haciendo sexo oral a un tipo que parecía llevar doce horas rodando. Aquello tenía una horizontalidad precaria, así que me carcajeé en mitad de la escena. Cuando salí me encontré a Godard y Truffaut, y me regañaron: ‘¡No has entendido el mensaje!”.

Se nota que le encanta hacer reír. “Soy lúcido y estoy deliciosamente desesperado. El humor ayuda a mantener la distancia necesaria para ser escéptico”, explica. Y a continuación relata sus andanzas romanas con Lee Van Cleef, estrella del spaghetti western, rasgos duros y mirada penetrante. “Yo pasaba mucha vergüenza rodando aquellas películas tan raras. Un día se lo dije a Lee y me contestó: ‘Raras… ¿por qué?’. Lo descubrió Sergio Leone, tenía una cara inconmovible y extremadamente inquietante, y una mujer obesa con un perrito yorkshire. A él le gustaba presumir de físico y se alquilaron una villa en la costa para que pudiera pasear en bañador. Pero en la playa estaban prohibidos los perros y la señora se negaba a ir. Así que Lee, un caballero, se pasaba los días en casa sin salir”.

“Marcelo Mastroianni era como mi hermano”, añade, “el único que me entendía. Si me veía por los pasillos me guiñaba un ojo para no avergonzarme. Lo conocí el día que le dejó Catherine Deneuve, estaba destrozado. Esa noche se fue a dormir a casa de Flora, su primera mujer, que era como su madre. A cada novia le ponía un piso en Roma, tenía la ciudad llena de casas, pero la mamma era la mamma”.

Madame Rochefort le pide que cuente la anécdota del enano, su preferida. “En los péplums (las películas de romanos) los leones solían merendar cristianos. Siempre había tres o cuatro cristianos atados esperando a que viniera el león. El plano tenía que rodarse muy deprisa para que no se notara que el león era falso. Cuatro técnicos metían al enano en una piel de león y cada uno sujetaba una pata. Entonces el director gritaba ‘leone, vieni subito’ (león, ven rápido) y salían corriendo. ¡Lo grande es que el enano se llamaba Leone!”.

Antes de eso, Rochefort se graduó en el Conservatorio de Artes Escénicas, la cantera clásica de la Comédie Française. “Belmondo y yo terminamos la escuela con Bruno Cremer y Anne Girardot, y nos tocó cambiar la forma de hacer teatro y cine. El abanderado inconsciente de la cuasi revolución fue Belmondo. En 1952, como Marlon Brando, ya anunciaba lo que sería. Una bomba. Belmondo, James Dean y Brando cambiaron el mundo sin querer, con su presencia y su mirada. Nos dieron lo que todos estábamos esperando, esa libertad. Brando llegaba al rodaje en bici y con vaqueros y cada vez que alguien le dirigía la palabra contestaba: ‘Ask my agent’ (pregúntele a mi agente). ¡Genial!”.

“Belmondo hacía teatro en las aldeas, quería recitar a Molière en vaqueros. Era el mejor sin discusión, pero estaba aterrorizado de su cuerpo, y para curarse iba a ver a una prostituta tres veces por semana”, recuerda. “Era muy morena y con trenzas. Belmondo vivió con ella. Los otros íbamos a ver a las free lance cerca de La Madeleine, donde la sala Olympia. A mí me dijeron que no entraría en la Comédie porque vestía fatal. Eso me traumatizó, pero ahora sé que aquellas noches y aquella bohemia fueron la preparación de la Nouvelle Vague. Cocinamos ese movimiento. Desnudarse, salir, ligar era importante. La revolución empezaba en la vida. La verdadera bomba fue À bout de souffle, de Godard. Un acontecimiento” Le preguntamos si está escribiendo ya sus memorias con todo ese material. “Tengo pasión por las palabras, pero solo llevo cinco o seis páginas. Me gustaría contar esa época, hablar de Belmondo, de Jeanne Moreau, de Yves Robert…”.

¿Usted no se incluye? He hecho una carrera muy anárquica, en parte por mi físico y en parte por mi carácter. Cuando rodé con Brigitte Bardot, en la alfombra roja de Cannes la gente gritaba: “Brigitte, ¿quién es ese tan feo?”. Y ella me decía al oído: “No hagas caso, Jean, no hagas caso”.

¿Y se arrepiente de algo? De no haber sido más valiente, más emprendedor. He hecho algunos espectáculos escritos por mí, pero siempre he sido demasiado inseguro. Una vez Belmondo estaba haciendo un Cyrano y me dijo: “Ven a dirigirlo tú, este es un inútil”. Me lo pensé tres días y al final no fui. Siempre he sido medroso.

Freud diría que eso viene de la infancia. Mi hermano era un almirante muy austero. Mi padre venía de un padre analfabeto pero era muy listo. Con 12 años se fue a París y en 1935 aprovechó la gran explosión del petróleo para convertirse en uno de los más altos ejecutivos de la Shell. Mi madre era una mujer tímida y sensible, siempre estaba en casa encerrada en su cuarto leyendo. Se reía mucho conmigo aunque mi padre era un Mastroianni, un conquistador. El día que cumplí 18 años me dijo: “Como eres tan mediocre, te voy a enviar a estudiar contabilidad”.

¿Y usted qué dijo? Era 1948. Él estaba comiendo un entrecot y yo me levanté de la mesa y le dije que me iba a París porque quería ser actor. Tras un largo silencio, sin dejar los cubiertos, él repuso: “La guerra lo arreglará todo”.

¿Pensaba que aún no había terminado? Quizá esperaba que hubiera otra, no sé. Era un fachò (un facha), un petainista como había tantos entonces. Era tan antisemita como Louis Ferdinand Céline, tenía un odio cerval a los judíos. Un día dijo que los alemanes no habían quemado a suficientes judíos. Me fui y en 15 años no volví a verle. Céline era un hombre generoso y amable, mi padre era un colaboracionista convencido. Cuando perdimos esa patética guerra de tres semanas con los alemanes, en la que ellos llevaban botas y los franceses alpargatas, decidió que nos fuéramos a Vichy con el Gobierno. Pasé allí mi infancia y primera adolescencia.

Imagino que no sería muy agradable. Los niños veíamos todo lo que pasaba. En 1941 o 1942 unos vecinos denunciaron a unos judíos que vivían en el piso de abajo porque tenían bañera: para quedarse con su apartamento. Cuando se lo reprocharon, dijeron: “¡Cuestión de higiene!”. Tras la liberación, los adultos tiraban piedras a niñas de 16 años acusándolas de haberse acostado con alemanes. A las que tenían hijos con ellos, además de dejarlas calvas, las sacaban desnudas a la plaza y cogiendo al bebé por las piernas, como una gallina, decían: “Este es el fruto del amor prohibido”.

¿Cree que los franceses han asumido esa historia? Los franceses somos estupendos contando las cosas 50 años después de que sucedan. En el cine también. Yo escribí un guion sobre unos padres que iban a Argelia a buscar sus raíces y me pasó una cosa muy francesa: no encontré un franco para rodarla. Siempre nos ha gustado más la propaganda que enseñar lo que pasó de verdad. Hemos tenido épocas en que hemos sido homo sapiens poco sapiens.

Hace rato que el almuerzo ha terminado y que la familia se ha ido a dar un paseo. El actor no ha dejado de hablar, con ese humor imposible de imitar. Tras la sesión de fotos titulada El viejo en el olivar no queda rastro de la formalidad que suele presidir estas citas. Todo son tuteos, exaltación de la empatía y bromas. Habla de su amor por los caballos, que le llevó a comentar en televisión las pruebas de equitación de los Juegos de 2004 tras la caída en La Mancha, una sorpresa que muchos franceses recuerdan por su gracia en los juegos de palabras.

Antes de despedirnos, cuenta que el rodaje de la película en Girona fueron “siete semanas de fraternidad” –visita de Pep Guardiola incluida–, y que pensó que Trueba le iba a despedir un día que, ensayando en esta casa, “una amiga salió de la habitación con la cara embadurnada de crema y una braguita y se sentó frente a él diciéndole: ‘Estoy preparada para la guerra”.

Por cierto, ¿quiere contarnos cómo es el sexo a los ochenta? Si hoy tuviera que hacer una escena erótica de verdad, haría falta un enorme largometraje… El mes que tengo una erección, me hago una foto y se la mando a mis amigos. No, ahora en serio, me quedó un trauma en la vértebra cuando la caída y la libido se retrae porque duele.

¿Y qué ilusión queda? Escribir, me hace ilusión pensar que tengo cosas interesantes que contar. Los viejos somos como bibliotecas. Espero poder contar una historia, que no sea todo un bla, bla, bla.

¿Sabe que ha sido un actor muy querido? En realidad, solo te acuerdas de las pelícu­las que has hecho cuando se ha dado una gran fraternidad con el director. Y eso pasa muy pocas veces, solo diez o doce de cada cien sales contento y orgulloso. Lo normal es que suceda algo que lo fastidie todo. Una vez tuve un gran papel: un periodista de Paris Match, años setenta, un tío muy bo-bo (burgués bohemio) que va a Lisboa y se enamora de la hija de su asistenta. Un tipo deportivo: salgo de la ducha con la toalla en la cintura y el torso desnudo. Cuando voy a llamar a mi amante, veo que el teléfono es verde, gris y amarillo. Me paro y le digo al director: “No puede ser”. Y me dice: “Es mi teléfono personal, lo he traído para que nos dé suerte”. Ahí dije: “Se acabó, adiós película”.

Y ya ni verla ni leer las críticas, claro. De las críticas me curé con mi primera función: 23 años, una angustia insoportable; salgo a comprar el periódico, lo abro temblando. Eran tres líneas: “Cuando el obispo le dijo al monaguillo ‘vámonos hijo mío, no nos quedemos aquí’, poniendo la mano sobre la espalda del protagonista, aproveché para salir”.

¿El crítico se marchó? Sí, ja, ja, ¡tras mi única frase!

¿Cree en algo más que en Belmondo? Hace dos años volvió a hacer cine, aunque estaba paralizado. Le pregunté por qué y me dijo: “No puedo vivir sin los maquinistas y los técnicos”. Él es así. Sobre la religión, me quité hace tiempo, pero voy a la iglesia de vez en cuando para estar en silencio y mirar la arquitectura. Me relaja. Hace poco un grupo me quiso catequizar, fui a verles y una señora contó que cuando su hija vio al Papa en Roma entró en trance. Me largué corriendo.

Así acaba la entrevista. Rochefort arranca su propio papamóvil y lleva a los periodistas hasta el barco. Se mete en el muelle hasta la puerta, y se queda esperando a que la nave se vaya. Cuando lo hace, todavía se queda más de un minuto agitando la mano, diciendo adiós.

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