Ascensión y caída de EMI
En 2009, paseaba por una librería londinense y un título me impactó: The rise & fall of EMI Records, de Brian Southall. Lo abrí y en la primera página se contaba una anécdota trivial, pero que ocurría precisamente en ese mismo lugar. Me dio yuyu y devolví el tomo a la estantería.
En aquel tiempo, no podía imaginar un mundo sin EMI. Ser fan de una multinacional ¿te coloca como una especie de freak? Bueno, otros veneran las motos Harley Davidson, los tebeos Marvel, las series HBO, las zapatillas Converse. En mi cabeza, resultaba inconcebible que tuviera problemas económicos una discográfica que, año tras año, despachaba automáticamente millones de copias de Pink Floyd y los Beatles.
Pero sí, abundaban los problemas. Este verano, volví a toparme con el libro de Southall y lo compré. Me ha ayudado a entender el acto final de la tragedia: desde Bruselas, Joaquín Almunia obliga a los nuevos amos, Universal Music Group, a prescindir de bastantes activos de EMI, comprados a precio de saldo en 2011.
Interesa averiguar los errores que pusieron a EMI bajo el martillo del subastador. Una empresa tan enorme como heterogénea: producía electrodomésticos y alta tecnología médica, aparte de controlar restaurantes, cines, hoteles, salas de baile y bingos. Una institución muy británica: sus oficinas de Manchester Square, con la señora del carrito sirviendo té, me parecían otra versión de la cercana BBC. Al mismo tiempo, también mantenía un sello contracultural, Harvest, donde recalaron tanto Syd Barrett como Pink Floyd.
Para entrar en Estados Unidos, EMI compró Capitol Records en 1955. Aunque alojada en un edificio muy original, Capitol destacaba por su conservadurismo, su temor a lo desconocido. Desconfiaban de los fichajes de su empresa matriz: rechazaron a los Animals, Pink Floyd, Deep Purple o Queen, que venderían toneladas en otras compañías. Incluso tardaron en atreverse a lanzar a los Beatles.
Así que EMI, potente en tantos países, cojeaba en el principal mercado mundial. También resultó ser un gigante frágil: a partir de 1996, cuando se desgajó del conglomerado Thorn, debió cotizar en Bolsa y en la City no entienden de negocios creativos (un año pueden salir varias novedades de superestrellas y al siguiente nada). Hay historias terribles de directivos de EMI yendo de rodillas a ofrecer todo tipo de pluses a Coldplay, Radiohead o Damon Albarn para que adelanten sus trabajos.
Ascensión y caída de EMI cuenta esencialmente las andanzas de la compañía a partir de 1996, cuando ya se acababan las vacas gordas del boom del CD. Un ir y venir de directivos y artistas intentando sobrevivir en un entorno crecientemente hostil. Aunque era la más pequeña de las cinco multis musicales, EMI cayó en muchos vicios del negocio: extraordinarias compensaciones para sus principales directivos, contratos del máximo riesgo y derroche general, en campañas y en el funcionamiento cotidiano.
Y bien que lo pagaron, en episodios tan chuscos como el pinchazo de Glitter, banda sonora de una película que protagonizaba Mariah Carey: para rescindir el contrato, hubo que indemnizarla con 20 millones de libras (aparte de los 15 que cobró por Glitter). Acababa la era de Ken y Nancy Berry, matrimonio de ejecutivos carismáticos que reinaban en la rama estadounidense por la vía de acceder a todos los caprichos de Lenny, Janet, Corgan, Bowie, Jagger y demás superestrellas de EMI-Virgin.
Según el chiste, las iniciales de EMI corresponden a Every Mistake Imaginable (todos los errores imaginables). Y aún así, hoy saludo a la discográfica imperial que grabó música en los cinco continentes. Homenajeo a los visionarios que convirtieron una casa del siglo XIX en los estudios Abbey Road, insospechado centro mundial de experimentación sonora. Hago una reverencia a los horrorizados gentlemen que anularon el contrato de los Sex Pistols y que, 15 años después, con la compra de Virgin Records, se descubrieron propietarios de la integral de Sid Vicious.
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