Los rostros del caos
Si en la segunda década del siglo XX fue moda el collage, la tendencia paralela en estos días es el mashup. El collage representaba una revuelta en la pintura pura. Una actitud irrespetuosa a propósito del lienzo ordenado pero también, en el hervor de las vanguardias, una variante de lo que valía la pena destruir y recolectar.
El mashup (“destruir”, “mezclar”, “triturar”) es el collage trasladado a los nuevos productos audiovisuales (al cine, el vídeo, el tráiler o el videoclip) y su gracia consiste en crear un resultado distinto tras pasar por la autoclave. No importa si el resultado queda hilado o no, homogéneo o heterogéneo. Lo decisivo es la experimentación con los efectos de la superposición y la mixtura.
Así como en la red o en los estudios científicos intervienen un gran número de agentes que aportan sus puntos de vista tan estrábicos o estrambóticos como eficientes. Los efectos de la mixtura, nunca previsibles, pueden derivar en formaciones artísticas de incalculable novedad.
El precedente del mashup en las artes plásticas es el remix que sigue con todo vigor desde los años 90. El disk jockey no se afanaba ya solo en escoger y programar la música de la sala velada, sino que componía sus temas mediante manipulaciones de los platos, sus giros hacia delante o hacia atrás “mezclados” con el recurso de acelerar el ritmo o introducir intervalos desafinados arañando con la aguja (scratch) la superficie del vinilo.
Empleaban pues el tocadiscos como un raro instrumento de percusión, herramienta capaz de alterar sustancialmente los efectos finales, efectos chocantes pero no necesariamente feos.
Este sonido descuidado que pudo asociarse entonces a la moda grunge o destroyer, al desaliño, la mácula, la decoloración o el desgarro presentaban una opción estética particularmente ideologizada. Una estética representativa del no, de la rebelión contra el orden y de la proclamación de la destrucción. Una estética inspirada y legitimada, en fin, por los efectos raros contra un mundo insoportablemente enrarecido.
Los diseños raros para algunos coches de Fiat y Renault o el auge de la inventiva marca Desigual (con la s al revés) y mezclando casi todo, convergen en el mismo vórtice donde humea caliente el malhumor.
No hace falta aludir a la hibridación de culturas distintas o religiones distantes o automóviles ecológicos para reconocer en el mashup el nuevo espíritu del tiempo. Los futuristas emplearon también con el collage una metáfora de que, al cabo, todo acabaría siendo empujado en bloque hacia el progreso gracias al soplido de la velocidad. Ahora, por el contrario, el mashup aplicado a la cinematografía, el vídeo o la televisión viene a evocar la pila de elementos preexistentes destinados ya a una quema, al modo de las hogueras con trastos diversos y viejos hacia la inaugural llegada de San Juan.
San Juan y su temible Apocalipsis reaparece en los textos de los diarios y los telediarios, en las películas y en los políticos, pero, además, en casi todas las manifestaciones digitales que ahora permiten cortar y pegar, fundir y soldar.
Como en la comida rápida que no pone atención en un orden litúrgico, el mashup se basa en el desorden de la descomposición que lleve a la impronosticable composición final. Como sucede con la Gran Crisis, no hay proyectos ni es tampoco la muerte total de lo anterior. Muestra el espectáculo de un naufragio donde los pecios navegan a su antojo.
En Internet, en los falsos tráileres, en la pintura actual, el desorden aparente es igual a un punto de vista estroboscópico y a un paladar que se complace tanto en un sabor inédito como en el efecto de juntar la sal y el acíbar, el entierro y la riqueza, la catedral y el circo, la muerte y los billones de euros del Banco Central.
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