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Cómo escribir con la mirada

Don DeLillo ha elegido nueve relatos cortos de entre toda su obra literaria para 'El ángel Esmeralda'. Todos sus temas y preocupaciones mayores están presentes en este libro

Don DeLillo (Nueva York, 1936).
Don DeLillo (Nueva York, 1936).Foto: Pascal Perich

Tras la publicación de la monumental Submundo (1997), considerada su magnum opus, la carrera de Don DeLillo, autor de 15 novelas, experimentó un cambio sutil. Sus obras se hicieron más breves y meditativas y en ellas el autor tendía puentes que entroncaban con las artes visuales. Nacido en el barrio neoyorquino del Bronx hace 75 años, Don DeLillo es uno de los narradores más prestigiosos y respetados de nuestro tiempo. Obras como Americana (1971), Great Jones Street (1973), Los nombres (1982), Ruido de fondo (1985), Libra (1988), Mao II (1991) o, ya en el siglo XXI, Body Art (2001), Cosmópolis (2003), El hombre del salto (2007) y Punto Omega (2010) constituyen uno de los corpus narrativos más formidables de las últimas décadas. La publicación en 2011 de El ángel Esmeralda (Seix Barral), su primer libro de cuentos, ahora traducidos al español, supone un hito en una carrera que dura ya medio siglo. Haciendo gala de una prosa que destila belleza y profundidad, los nueve relatos que integran este sobrio volumen están a la altura de lo mejor que jamás ha escrito DeLillo. Entresacados de la veintena de cuentos que ha publicado a lo largo de toda su vida y ordenados cronológicamente (entre 1979 y 2011), los relatos de El ángel Esmeralda constituyen la mejor introducción posible a una obra que por su audacia y rigor no siempre resulta inmediatamente accesible. Los temas y preocupaciones mayores de Don DeLillo están todos presentes aquí. Su prosa, concisa hasta la desnudez y de una precisión glacial, irradia una luminosidad que sólo se da cuando el lenguaje de la poesía se acerca al de la ciencia, alcanzando en ocasiones altísimas cotas de belleza. Hablando de sus primeras obras un crítico afirmó que en Don DeLillo se daban las dos condiciones que nos mueven a todos a leer: “Pasar un tiempo en presencia de una gran mente, y sentir que nuestro corazón despierta de su letargo”. De una solidez y unidad de visión sorprendentes, son muchos los momentos de El ángel Esmeralda que rozan la perfección.

El hombre que se acerca a saludarme tiene un aspecto sumamente frágil, ligeramente demacrado. Me pide que le acompañe a un pequeño despacho situado en la sede de su agencia literaria. Pone encima de la mesa una libretita amarilla donde tiene unas anotaciones a bolígrafo. “Los títulos de los cuentos”, aclara, “para comentarlos más adecuadamente”. Abre el ejemplar de El ángel Esmeralda que llevo conmigo y me muestra una de las ilustraciones, la imagen de un acróbata griego que salta por encima de un toro cretense, en alusión a uno de los relatos que integran el volumen, ‘El acróbata de marfil’. Otra imagen, mucho más perturbadora, es una reproducción del torso y la cabeza de Ulrike Meinhof, una de las componentes más conocidas del grupo terrorista Baader-Meinhof, fotografiada después de que apareciera ahorcada en su celda, a mediados de los años setenta. La marca de la soga alrededor del cuello es apenas una mancha en el sombrío tratamiento aplicado a la imagen por el artista alemán Gerhard Richter. Aguardo a que DeLillo termine de contemplar la inquietante imagen, antes de hacerle la primera pregunta, acerca de su decisión de presentarse al mundo como cuentista.

—La tradición del relato breve —responde— está muy arraigada en Estados Unidos. En este país ha habido grandes cuentistas, como Hemingway, Faulkner, Steinbeck, Flannery O’Connor, John Cheever o John O’Hara.

—¿Qué destacaría de los autores que acaba de citar?

“En casi todos los cuentos hay dos individuos en conflicto. Esto no es algo que yo decida, sucede a medida que voy escribiendo”

—El canon clásico del cuento americano se caracteriza por un claro rechazo a toda clase de final cerrado. De Hemingway, resaltaría la concisión y potencia de sus frases. Taladra la realidad con un puñado de palabras. Le bastan unos breves momentos para evocar la vida de un personaje. En los cuentos de Cheever hay un elemento, a veces mítico, a veces histórico, que desborda el marco mismo del relato. Su prosa está impregnada de un lirismo de un cuño marcadamente americano, independientemente de lo que hable, el paisaje, un encuentro sexual, la vida misma. En cuanto a Flannery O’Connor, sus cuentos alcanzan con frecuencia una grandeza trágica. Sus personajes tienen alma, algo muy difícil de plasmar en la página. El lector se convierte en testigo de su encuentro inexorable con fuerzas superiores que están abocadas a destruirlos.

—¿Cómo caracterizaría sus propios cuentos?

—Cuando escribo me gusta sentirme arrastrado por algo que tiene una existencia tridimensional. Cuando escribo cuentos, no me gusta hacerlo en clave de ensayo. Si tuviera que escribir acerca de esta conversación hablaría de cómo es la habitación, el escritorio. Es importante que los lectores puedan visualizar el espacio, no basta con que oigan lo que dicen dos individuos. Cuando empiezo un cuento no sé adónde me van a llevar las frases. No tengo en mente ningún tema ni sigo ningún plan. En casi todos los cuentos de El ángel Esmeralda hay dos individuos en conflicto. Esto no es algo que yo decida, sino que parece suceder a medida que voy escribiendo, hasta que llega un momento en que, de manera bastante repentina, descubro que el cuento ha terminado. Mis cuentos no se acaban, se interrumpen. La diferencia es importante.

Leídos de manera consecutiva, el primer y el último cuento de la colección dan una asombrosa sensación de unidad. Es como si Don DeLillo hubiera surgido como cuentista completamente formado desde el primer momento, como si después no hubiera habido jamás ninguna evolución, porque no era necesaria.

—En casi todos los cuentos se repite un esquema básico, un conflicto más o menos latente entre dos personajes. En ‘Creación’ hay un conflicto oculto entre un hombre y su mujer. Él quiere que ella salga de la isla tropical donde están de vacaciones y ella no se da cuenta de que sus intenciones son adúlteras. En ‘La mujer hambrienta’, la historia que cierra el libro, el conflicto adquiere una configuración diferente. Un hombre que va al cine varias veces al día durante décadas descubre un día a una mujer joven que hace lo mismo que él. En Manhattan hay mucha gente así, pero no suele ser joven. El protagonista carece de vida propia, vive a través de las películas que ve. El descubrimiento de que hay una mujer muy joven que hace exactamente lo mismo que él le lleva a seguirla por todas las salas de la ciudad. No sabe muy bien por qué actúa así. La mujer despierta en él un sentimiento que no ha sentido antes, y que no es exactamente erótico. Ella no se da cuenta en ningún momento de que la siguen hasta la escena final cuando él entra en el lavabo.

Don DeLillo comenta muy brevemente el siguiente grupo de cuentos. En ‘Baader Meinhof’ se da una variación del tema del encuentro fortuito entre un hombre y una mujer, esta vez en la sala de un museo, ante los ominosos cuadros de Richter. En ‘El acróbata de marfil’ se recrea el terremoto que padeció Atenas en 1981. “Entonces yo vivía allí. Ese es el origen del cuento”, afirma escuetamente.

“De manera bastante repentina, descubro que el cuento ha terminado. Mis cuentos no se acaban, se interrumpen. La diferencia es importante”

En ‘Momentos humanos en la tercera guerra mundial’ (1983), dos astronautas contemplan el planeta tierra, que tienen que bombardear. De manera inexplicable, su sistema de sonido capta programas de radio emitidos en los años treinta y cuarenta. La prosa de DeLillo alcanza aquí momentos de gran belleza: “Olvida la profundidad de esta visión, el alcance de las cosas, la guerra misma, el terror de la muerte. Olvídate del arco de la noche, de los puntos de las estrellas, estáticos como puntos matemáticos. Olvida la soledad del cosmos, el asombro y el terror que surcan el cielo”. Le digo a Don DeLillo que me parece que su cuento tiene una gran belleza poética.

—Como ocurre tantas veces en lo que hago —responde—, mi escritura surge de una experiencia visual. En este caso la historia me la inspiraron unas fotos de la Tierra tomadas vía satélite. El lenguaje adquiere ahí una potencia muy particular, en los diálogos.

Es todo. Son pocas las palabras que se pueden añadir a las del cuento. El libro reproduce la foto en blanco y negro en la que DeLillo se inspiró para escribir el relato.

El cuento que da título al volumen, ‘El ángel Esmeralda’ (1994), se publicó originalmente en Esquire como historia independiente, para después pasar a integrarse, con modificaciones, en Submundo. La acción tiene lugar en el Bronx, barrio natal del escritor, en una época en que los incendios y los disparos se prolongaban a lo largo de toda la noche. Muchas veces, las víctimas de la violencia eran niños. Cuando morían, los grafiteros escribían su nombre en las paredes, indicando la edad y la causa de la muerte. Cada niño asesinado era un ángel. Dos monjas intentan salvar de su destino a Esmeralda, hija de una heroinómana, de 12 años. Una noche, un desconocido la viola y la asesina en una azotea, arrojando después el cuerpo al vacío. Y entonces se produce un “milagro”. Ante los ojos de una multitud atónita, cada vez que el metro dobla una curva de la vía elevada, las luces iluminan un espacio publicitario en el que aparece el rostro del ángel Esmeralda.

—Cuando yo era niño había muchos personajes como las monjas de mi cuento. Toda la enseñanza primaria, de los 6 a los 14 años, la cursé en una escuela católica del Bronx. Las monjas eran muy estrictas y nos sometían a una disciplina que no existía en los demás colegios. Yo creo que a la larga eso fue bueno para nosotros. Favorecían la literalidad, querían que aprendiéramos todo de memoria. Se nos inculcaba el sentido de la obediencia en todo momento. La hermana Edgar, el personaje de mi cuento, era un ser muy endurecido, aunque con la edad se había hecho más flexible…

“Llega un momento en que el personaje empieza a hablar y yo apenas soy consciente de que le hago decir cosas”

“¿Qué es el terror?”, pregunta un personaje de El ángel Esmeralda. Hay varias respuestas posibles, una de ellas dice: “Alguien que roba a tu hijo. El eco de un miedo ancestral: alguien se llevará a mi hijo”. Un hilo invisible conecta estos renglones con un cuento escrito seis años antes, ‘El corredor’ (1988). El relato, de una desnudez paralizante, refiere en siete páginas un fragmento de crimen, el secuestro, apenas entrevisto, de un niño en un parque, a plena luz del día. Un vehículo se detiene y alguien que desciende de él se lleva al niño. Su madre observa el suceso a unos pasos de distancia. Cuando consigue reaccionar, todo ha terminado. “Está por todas partes, ¿no es verdad?”, exclama un personaje, hablando en abstracto del terror que anida en el centro de nuestras vidas.

—Es un acto horrendo —comenta DeLillo—, y después están las interpretaciones. Una mujer asume que quien se ha llevado al niño es el padre, que obligado a mantenerse alejado de su hijo por orden judicial decide raptarlo. Pero el protagonista descubre que no es eso lo que ha sucedido. Ha habido un secuestro, lo cual sí es genuinamente un acto que despierta terror. Yo antes salía a correr por un parque que es exactamente igual que el que describo en el cuento. Había un área en la que aparcaban los vehículos que venían de la autopista. Los conductores se detenían brevemente, para cambiarse las gafas, no sé bien para qué. La idea del cuento viene de ahí. Yo solía hacer el mismo trayecto que los demás corredores. Nunca fui testigo de ningún secuestro, pero la idea surgió de ahí.

Es posible que una de las funciones de la literatura consista en transformar el dolor en belleza. En presencia del terror, de sucesos como los que se refieren en los dos últimos cuentos que hemos comentado, nos deja sin respuesta.

—No hay explicación ni consuelo ni sentido posibles y el hecho de que usted constate hechos así con una prosa totalmente desnuda y sin adornos es lo que deja al lector sin respiración.

—Eso es parte de la manera americana de entender el relato breve. La historia se detiene en seco. Se acaba. En el caso de ‘El corredor’ no sabemos por qué ocurre una cosa así. No sabemos quién es el autor del secuestro. Las frases describen los hechos y después se paran. No hay más. Es un relato, una historia corta. No hay principio, medio y final. Hay un comienzo, quizá un cierto desarrollo hacia la mitad y eso es todo. Es instinto, puro instinto de escritor, lo que me permite saber que ya no hay más. No puede haberlo. No hay intención de crear ningún efecto ni de frustrar al lector. Se trata simplemente de que como escritor tengo de repente la certeza de que el relato se ha acabado.

En ‘Medianoche en Dostoievski’ (2009), la historia carece de dirección, porque el propio DeLillo no parece querer dársela. Le pregunto a su autor por el origen de este cuento.

—Dos chicos que acaban de entrar en la universidad se dedican a seguir a un anciano excéntrico, e intentan inventarse una historia. El origen del cuento es un hombre así, al que yo pude ver en bastantes ocasiones. Naturalmente no me dediqué a seguirlo, tan sólo lo observaba. Tenía una manera de andar un tanto peculiar, que sugería que no era un ser mentalmente equilibrado. Siempre paseaba solo, sin ninguna compañía. Su manera de andar era muy extraña. En los meses de invierno siempre llevaba la misma chaqueta, el mismo sombrero, y en verano llevaba una camiseta, que enrollaba para tener menos calor, descubriendo el abdomen. La historia procede de esa visión. Así de sencillo.

—En su prosa siempre hay un elemento de frialdad y distancia. ¿Cómo se relaciona con sus personajes?

—Hago lo que puedo por intentar entenderlos, y creo que hay un momento de la fase de su desarrollo en que empiezan a hablarme, de modo que por fin consigo entenderlos y me resulta más fácil verlos, sentir cómo son, qué es lo que piensan, qué es lo que dicen. Los escucho, oigo lo que dicen, eso es tan importante como intentar modelarlos. Son ellos quienes me explican cómo son. Llega un momento en que el personaje empieza a hablar y yo apenas soy consciente de que le hago decir cosas.

Con sumo tacto, Don DeLillo dice que se está quedando sin voz y sugiere ir poniendo fin a la entrevista, ofreciéndose a contestar una o dos preguntas más.

—Por mí está bien así. Podemos hacer como en sus cuentos: la entrevista se acaba de repente, porque no tiene sentido seguir. A menos que quiera usted añadir algo.

—Estoy escribiendo una novela —dice—, algo muy difícil, un verdadero desafío. La empecé en septiembre del año pasado, y no sé cuánto tiempo tardaré en terminarla.

—¿Va a ser larga?

—Muy buena pregunta. Con las demás novelas a estas alturas, siempre he sabido qué contestar, pero en este caso no es así.

El ángel Esmeralda. Don DeLillo. Traducción de Gian Castelli. Seix Barral. Barcelona, 2012. 220 páginas. 20 euros. Saldrá a la venta el 5 de octubre.

Dos niñas leen sin descanso los titulares de la crisis

En el cuento más largo de El ángel Esmeralda, titulado ‘La hoz y el martillo’ (2010), Don DeLillo se ocupa de una forma de terror que tiene muy poco de abstracto: la crisis financiera. La narración se sitúa en una prisión para delincuentes del mundo de las altas finanzas.

“La clave del cuento reside en el hecho de que las noticias, que son muy recientes y tienen un carácter trágico, las dan por televisión dos niñas. Las locutoras son dos hermanas. Jamás hubiera escrito una historia así, utilizando información real sobre la situación del euro y las finanzas, si hubiera tenido que poner esas mismas palabras en boca de un adulto. Es muy importante que quien lo hace sea gente de muy poca edad, incapaz de entender lo que dice. Verdaderamente, ahí está la clave del cuento, en el hecho de que las frases están más allá de la capacidad de comprensión de quien las enuncia. Las niñas se limitan a leer un boletín informativo que les ponen delante, algo que ha escrito otra persona, muy posiblemente su madre, que de esa manera se venga del padre de las niñas, que ha abandonado a su familia y ha acabado en la cárcel por causa de sus actos delictivos en el ámbito de las finanzas. Si se hiciera una versión cinematográfica se apreciaría el efecto con claridad. Es la madre la que redacta el boletín que leen sus dos hijas, de 10 y 12 años, y lo escribe de tal manera que va dirigido al marido, que la ha traicionado, provocando la disolución de su familia. Para la madre es importante que las hijas se dirijan a su padre, utilizando la jerga propia del mundo de las finanzas”.

Los titulares del boletín de noticias salpican las páginas del relato: “Los mercados se hunden a velocidad de vértigo”. “París, Frankfurt, Londres”. “Índice DAX en Alemania”. “Descenso de más del 3 por ciento”. “Londres-Índice FTSE 100”. “Pérdidas”. “Amsterdam-Grupo ING”. “Pérdidas”. “El Hang Seng de Hong Kong”. “Petróleo en crudo. Acciones islámicas”. “Pérdidas, pérdidas”.

“Resulta difícil imaginarse el futuro”, dice el padre de las niñas locutoras, cuya letanía nunca se detiene: “¿Qué quiere decir impago de la deuda?”. “¿Qué quiere decir deuda soberana?”, “¿qué es una entidad de propósito especial?”. “No sabemos. ¿Tú lo sabes?”. “¿Qué es Wall Street?”. “¿Quién es Wall Street?”. El desconcierto crece entre los presidiarios de guante blanco, que se ríen, nerviosos. El lector, no. Está mucho más cerca de las niñas que leen los titulares como si cantaran la lotería que de los criminales a quienes va destinado el boletín. Ellos son los creadores de la jerga insoportable que satura las ondas. De pronto, las consignas cambian de signo.

“Toda Europa está mirando hacia el Sur. ¿Qué ven?”.

“Ven Grecia”.

“Ven inestabilidad fiscal, el peso de una enorme deuda financiera, la posibilidad de que Grecia no pueda pagar”.

“¿Está Grecia ocultando su deuda pública?”.

“¿Se está extendiendo la crisis al resto de los países de la zona sur a velocidad de vértigo, a toda la zona euro, a los mercados emergentes?”.

“Grecia, Portugal, España, Italia”.

“Desplome general de las bolsas”.

“¿Por qué la crisis no deja de empeorar un sólo instante?”.

“Huelga general”.

“Pueblos de Europa, uníos”.

La letanía no se detiene un solo momento. Procede del centro mismo del Imperio, lo cual le imprime un sentido particularmente ominoso al relato. Suponiendo que lo sea. Aunque falta todavía bastante para que se acabe, hace muchas páginas el lector no está muy seguro de que lo que tiene delante sea exactamente una obra de ficción.

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