Una plaza de Ámsterdam
No hay muchas cosas que sean de verdad imprescindibles en la vida, pero quizás una de ellas sea una buena plaza
Llegué a Ámsterdam a mediodía y me senté en la terraza de un café a esperar a la persona con la que estaba citado. La sombra del toldo aliviaba el calor de agosto, mucho más respirable que el de Madrid, con un punto de humedad en el aire. Pedí una cerveza y un sándwich de salmón ahumado viendo pasar junto a mí el río continuo y tranquilo de las bicicletas. En la plaza de forma irregular predominaban los toldos de varios cafés y los de una gran librería que se llama Athenaeum, que tiene al lado una de esas grandes tiendas de revistas y periódicos internacionales tan estimulantes para la mirada como puestos de fruta. Los carriles espaciosos de las bicicletas discurren junto a las aceras y están muy bien marcados. Aparte de los carriles la plaza tiene un adoquinado en forma de abanico cruzado por los raíles relucientes de los tranvías. En su centro hay una escultura sobre un pedestal, pero es la escultura menos imponente del mundo: un niño de bronce de menos de un metro de altura. Como el pedestal tampoco es muy alto a lo largo de los días la gente se sube a la estatua a colgarle cosas. El fin de semana pasado unos juerguistas le pusieron un gorro de lana con orejas de gato. Hacia media mañana un camarero del café Luxembourg se acercó con una silla del café y se subió a ella para quitarle el gorro a la figura de bronce. Hace un par de días vinieron a ponerle una camiseta roja, con unos letreros en holandés de los que sólo pude deducir que anunciaban un teatro.
No hay muchas cosas que sean de verdad imprescindibles en la vida, pero quizás una de ellas sea una buena plaza. Una plaza que abarque el mundo y a la vez le ponga límites razonables. Una plaza que sea un paréntesis y también un cauce, porque uno quiere que las cosas estén ordenadas y sean familiares y al mismo que fluyan; uno quiere ver caras conocidas y caras desconocidas, confortarse con lo reconocido y estimularse con lo nuevo, sentirse en casa y también sentirse un poco o bastante extranjero. Yo me siento por la mañana a desayunar en el café donde me senté el primer día y al repasar con la mirada todos los elementos de la plaza a los que ya me he acostumbrado —los toldos, las bicis, los tranvías azules y blancos que se cruzan en dos direcciones, la librería, el muro de la iglesia cerrada, la gente que charla a mi alrededor en varias lenguas y la que pasa más bien perdida, mirando mapas, acercándose a la estatua— me acuerdo de algunas de las plazas en las que más he disfrutado en la vida, y me parece que ésta hubiera sido diseñada de acuerdo con mis indicaciones más precisas.
Es armoniosa, pero no es uniforme. En algunas plazas mayores españolas o francesas muy celebradas hay una monotonía algo cuartelaria. En ésta la armonía proviene de las variaciones, no de la repetición; variaciones sobre temas muy definidos: los cafés, las alturas de tres o cuatro pisos, las tonalidades del ladrillo rojizo, los ángulos de las esquinas, ninguno de los cuales es un ángulo recto, los árboles. Grandes lámparas como de los años veinte o treinta cuelgan de cables tendidos de un lado a otro por encima de la trama de cables de los tranvías. Pasan coches, motos, camiones de reparto, pero pasan pocos y a poca velocidad y ninguno se queda aparcado. Hay en seguida algo fantasmal en las calles peatonales: si el tráfico se limita de manera estricta no creo que sea un inconveniente. Tampoco es una plaza que esté arquitectónicamente detenida en el tiempo: el tono visual lo dan las casas estrechas y altas del siglo XVII, las casas torcidas en diversas direcciones como en un cuadro de Chagall, pero hay también una que tiene la opulencia burguesa de principios del XX, y otra en una esquina con las líneas de sólido racionalismo de los años cincuenta. Sobre algunas fachadas hay letreros luminosos con nombres de cafés o de marcas de cerveza. Todas las casas tienen ventanas muy grandes, con marcos de madera blanca que establecen un ritmo visual binario con el rojo de los ladrillos. Los árboles llegan a la altura de los tejados puntiagudos. Cuando una nube oscurece el día y sopla el viento que anuncia un breve chaparrón las copas de los árboles adquieren una movilidad como de grandes organismos submarinos.
Hacia un lado en el que la plaza se estrecha aparecen mercados distintos casi cada día. Mercados de alimentos, de libros de segunda mano, de cerámica, de láminas de arte. También hay un kiosco en el que unas señoras maduras con mandilones impolutos venden comida rápida holandesa para tomar sobre la marcha, croquetas, patatas fritas, arenques ahumados. En la zona del mercado o al pie de la pequeña estatua se instalan a veces músicos callejeros. El otro día empezó a tocar un guitarrista de jazz y al rato se le había añadido otro guitarrista, y luego un contrabajista que suele andar por aquí, y por fin un saxo alto. Mientras seguía la música encontré un libro del que había tenido referencias aquí y allá, pero que nunca había visto: The Fatal Impact, de Alan Moorehead, una crónica del efecto devastador que tuvo sobre las sociedades de la Polinesia la llegada de las expediciones europeas, empezando por el viaje de Cook a Tahití en 1769. Terminaron de tocar y el contrabajista se echó su instrumento a cuestas, como una puerta o un armario, y se marchó haciendo equilibrios sobre su bicicleta.
En las terrazas de los cafés la gente se sienta mirando hacia la plaza, en varias filas de veladores y sillas, como el público en un teatro. En los bancos del centro se sientan los que no tienen dinero para sentarse en el café o no quieren gastarlo. Alguna mañana, muy pronto, se sienta en un banco una de esas parejas de almas perdidas que hay en todas las ciudades, yonquis de cierta edad con el pelo sucio y chaquetas vaqueras, hombre y mujer, liándose un porro con manos temblonas y expertas.
La rueda de las horas va trayendo gente distinta y nuevas tareas y sonidos a la plaza. Según cae la tarde y se encienden los luminosos, al ruido intermitente de los tranvías se mezcla el de los bebedores que desbordan las mesas de los cafés y toman cerveza de pie en la acera. No molestan porque no hay música amplificada. El clamor de las voces es el sonido de fondo del que me olvido mientras escribo, junto a una ventana alta que da a los tejados de la plaza, una de esas obras maestras de la arquitectura urbana que se ha ido haciendo a lo largo de los siglos, sin que la planificara nadie, casi con la indeterminación reglada de un ecosistema saludable, según decisiones singulares que se van agregando en un vago propósito común, en un acuerdo implícito sobre la fisonomía de la ciudad y las maneras diversas de vivir y trabajar y moverse y no hacer nada que caben en ella. Una plaza es un acuerdo que ha salido bien y que lleva durando mucho tiempo.
Babelia
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