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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Gótico revivido

‘La señorita Dashwood’ es una buena novela tan antimoderna que resulta anacrónicamente posmoderna

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Quizás alguno de mis improbables piense que chocheo o, tal vez, que el calor (por no mencionar la política del Gobierno) me ha hecho olvidar la sindéresis, pero lo cierto es que, de entre los avances editoriales que he tenido ocasión de estudiar, una de las cosas que me han parecido más interesantes en el terreno de la ficción extranjera es la publicación, por primera vez en España, de La señorita Dashwood (Ático de los Libros, principios de octubre). Su autora, Elizabeth Taylor (nada que ver con), de quien este año se conmemora el centenario, es una de esas figuras aparentemente segundonas que resultan imprescindibles en toda gran literatura nacional. Tengo que aclarar que la señora Taylor (1912-1975) jamás escribió un libro con el título con el que Ático de los Libros ha rebautizado a Palladian (1946), su segunda novela, pero se ve que los editores han preferido el nombre y el tratamiento de su protagonista a la lacónica (e irónica) calificación de la mansión en que discurre la historia. Dashwood es también, por cierto, el apellido de las dos hermanas de caracteres opuestos de Sentido y sensibilidad (1811), de Jean Austen, que, junto con Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë, y Rebeca (1938), de Daphne du Maurier, constituyen las mayores influencias literarias de esta historia. Como la joven Jane Eyre, Cassandra Dashwood es una pobre huérfana que acepta un empleo de institutriz en la mansión paladiana (pero ya decadente y cuarteada) de los Vanbrugh, una familia cuyos miembros adolecen, en diferentes grados de gravedad, de la misma enfermedad que su casa: decadencia, incapacidad de regeneración, desintegración; empezando por su propietario, un irresoluto y perplejo viudo obsesionado por el recuerdo de su esposa fallecida (¿a qué les suena?). Taylor, atea y militante laborista (tras un juvenil devaneo con el comunismo), y de quien su amiga Ivy Compton-Burnett afirmaba que era tan elegante y pulcra que tenía el aspecto de no haberse tenido que lavar nunca los guantes, siempre fue particularmente eficaz (e implacable) en la disección de las relaciones familiares y sentimentales de la clase media, como demostraba sobradamente en algunas de las novelas anteriormente publicadas en España, como Angel (Anagrama), Una vista del puerto (Alfaguara) o esa pequeña obra maestra (lamentablemente descatalogada) que es El hotel de Mrs. Palfrey (Bruguera). En La señorita Dashwood, sitúa a sus personajes en un contexto más propio de la literatura gótica, lo que le permite desplegar con ironía y distancia una narración repleta de sorpresas y giros inesperados en la que, poco a poco van desvelándose los secretos, frustraciones y ansiedades que los corroen. Una buena novela tan deliberadamente antimoderna que resulta anacrónicamente posmoderna.

Criptografías

Prometeo, Fausto y Frankenstein, tres creaciones de la mente humana, encarnan en el mito y en la literatura otros tantos momentos estelares de la ancestral rebelión del hombre contra las limitaciones impuestas por la naturaleza o los dioses. Alan Turing (1912-1954), que gozó de existencia real y verificable, podría representar a su modo un momento posterior de esa misma rebelión fáustica o prometeica, precisamente en la época en que Heidegger estaba desarrollando su teoría acerca de la esencia de la técnica (que, según el filósofo, no tenía nada de técnica, sino que era pura metafísica). Turing, de quien se acaba de celebrar el primer centenario, fue uno de los principales precursores de la informática. En 1950 publicó su libro seminal Computing machinery and intelligence, cuya traducción española nos ofrece ahora KRK con el título más llamativo de ¿Puede pensar una máquina? Formado en la joven tradición de la lógica de Frege o Russell, Turing mostró desde el principio su firme voluntad de oponer al modelo platónico de pura matemática uno más tecnológico que facilitara futuras aplicaciones tecnológicas. Durante la Segunda Guerra Mundial tuvo un papel fundamental en el centro de desencriptación de Blechtley Park, contribuyendo a descifrar y desactivar el código nazi Enigma. Hijo de una aristocrática familia y notorio homosexual, Turing nunca disimuló su desdén por las convenciones sociales. En 1952, y tras denunciar un robo en su casa llevado a cabo por uno de sus amantes ocasionales, fue acusado de “grave indecencia y perversión sexual” (lo que recuerda el calvario de Oscar Wilde), y obligado a elegir entre la cárcel y la castración química. Turing optó por la segunda, un tratamiento que acabó produciéndole impotencia sexual, una apreciable ginecomastia y una profunda depresión. El 8 de junio de 1954 la señora de la limpieza descubrió su cadáver tendido sobre la cama: se había suicidado envenenándose con cianuro. Junto al cuerpo fue hallada una manzana mordida que posiblemente contenía la droga letal, lo que podría interpretarse como una irónica referencia a la expulsión del paraíso terrenal. Este año, mientras se celebraban en todo el mundo sentidos homenajes al matemático, el Gobierno británico se negó retrospectivamente a indultarle —una petición que le habían dirigido millares de personas— con el argumento de que en aquel tiempo los actos por los que fue condenado constituían delito. Quizás para compensar el Royal Mail ha editado un sello conmemorativo con su imagen.

Savater

Ética para Amador (1991) debería figurar en el Guinness de los Récords por varios motivos. Fue el primer ensayo “filosófico” (y, con frecuencia, el único) que leyó una generación de adolescentes que hoy ocupa o se dispone a ocupar los puestos clave en la política y la sociedad. Es un auténtico best seller internacional, con traducciones a una treintena de lenguas. Ha sido —y, ay, sigue siéndolo— uno de los libros más pirateados de la edición española. El secreto de su éxito residió, seguramente, en su oportunidad: Savater se dirigía a los “jóvenes adultos” para hablar de cuestiones profundas sin impostar la voz y en su mismo lenguaje, planteándoles preguntas que les inquietaban y brindándoles, más que respuestas irrefutables, vías de aproximación. Un instrumento para estimular el pensamiento libre, más que una propedéutica para seguir ciegamente, en el que abundaban ejemplos extraídos de la cultura popular que conectaban con la sensibilidad de sus lectores. Y en torno a un asunto de eterna actualidad: en qué consiste la “buena vida” y cómo alcanzarla. Ahora Savater, con la ayuda de Gonzalo Torné, ha seleccionado y dado respuesta a algunas de las preguntas que le han planteado sus lectores, y que contemplan asuntos y casuísticas que, a la altura de 1991, no se encontraban entre las preocupaciones comunes de la gente o se planteaban de modo diferente: Internet, las descargas ilegales, el terrorismo internacional, el movimiento 15-M, las redes sociales, la crisis y la responsabilidad compartida, etcétera. El nuevo libro —un oportuno complemento del anterior— se titula Ética de urgencia (Ariel).

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