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Sesteando en la heroica ciudad

Los fines de semana mi barrio adquiere el aspecto de una zona en cuarentena. No se ve un alma y, a mi alrededor, todo parece tohu y bohu, es decir, extrañeza y vacío

Manuel Rodríguez Rivero
Iustración de Max.
Iustración de Max.

Los fines de semana mi barrio adquiere el aspecto de una zona en cuarentena. No se ve un alma y, a mi alrededor, todo parece tohu y bohu, es decir, extrañeza y vacío, como los que dice el Génesis que había cuando aún no había nada y el espíritu de Yahvé surfeaba aburridamente sobre el caos. A lo mejor se ocultan en los sótanos de sus casas, siempre más fresquitos, mientras yo sueño con una playa en la que me aguarda mi sillón de orejas protegido por una sombrilla. Los más ricos se habrán ido a su isla desierta o, en su defecto, a esa tan exclusiva de Hainan que los multimillonarios poscomunistas chinos han elegido como destino favorito para codearse con los de su clase y esquivar las contradicciones en el seno del pueblo, sobre las que tanto meditó el Gran Timonel. Otros estarán descansando en su cabañita en la montaña, como aquella Hutte de la Selva Negra, desprovista de luz eléctrica y de difícil acceso, que le regaló Elfride Heidegger a su marido en 1922, y en la que el filósofo pergeñaría buena parte de Ser y tiempo e iría acomodando su espíritu a los tiempos pardos. Yo también añoro, como Teócrito, un locus amoenus, una escenografía arcádica donde descansar y olvidarme del mundo, de sus calores y de sus flatulencias financieras. Mientras lo encuentro, me concentro con envidia en el funcional habitáculo (híbrido de cueva y residencia de verano) que creó para su refugio y solaz el pobre Robinson Crusoe, quien, desobedeciendo prudentes consejos paternos, se echó al mar para huir del tedio que le embargaba en la industriosa ciudad de Hull, y que por ello fue castigado a vivir en soledad hasta que Viernes entró en su vida y pudo divertirse haciéndole putadas y colonizándolo, igual que había hecho Próspero con Calibán. Releo ahora su historia en la estupenda traducción de Enrique de Hériz (Edhasa), que ocupa bastantes más páginas que la vibrante (pero expurgada) de Julio Cortázar. La pasada noche, después de terminar sus aventuras, soñé que Robinson, en su lejanísima soledad, había escrito una novela de ciencia ficción (avant la lettre) en la que un personaje muy parecido a mí se despertaba una mañana de sábado en un barrio desierto y caluroso de una ciudad monstruosa y comprobaba que la gente había huido: unos para viajar a su isla desierta o, en su defecto, a la de Hunan; otros para refugiarse en su Hutte de la sierra. Y soñé también que esa historia, imaginada por el protagonista de otra, se convertía en el superventas del verano. Cuando desperté, Robinsón Crusoe seguía allí, abierto por la última página.

Pasiones

Como le advierte Benvolio a Mercutio (Romeo y Julieta, III-I), “en los días de bochorno hierve la frenética sangre”, así que más vale quedarse en casita y no dar ocasiones al diablo meridiano, siempre dispuesto a armar bronca. De modo que mientras mi heroica ciudad también intenta dormir la siesta (como la Vetusta de Clarín: nueva edición de La Regenta en Siruela), arrullada por el infinito runrún de las máquinas de aire acondicionado, me entretengo en ojear y anotar los catálogos con las “apuestas” editoriales para una rentrée que, tal como está el consumo libresco, no se presenta como para aplaudir con las orejas. Buena parte del mainstream narrativo sigue rebosante de historias de amor, sufrimiento y redención protagonizadas por mujeres fuertes y obstinadas, y dirigidas implícitamente a mujeres (la mayoría del lectorado) que desean identificarse con los modelos propuestos. La mayoría de esas historias gozarán de efímera vida: en el mejor de los casos permanecerán unas semanas en las mesas de novedades, y luego emprenderán su camino de vuelta a los almacenes editoriales, para ser finalmente destruidas como maculatura o saldadas en los baratillos a una cuarta parte de su precio original. O enviadas como saldos a América Latina, nuestro principal destinatario de libros invendidos. Pero los editores persisten en su fuga hacia adelante, empeñados en mantener su facturación contra viento y marea. De ahí la desenfrenada búsqueda (siguiendo la táctica de “prueba y repite”) en pos de lo que se empeñan en llamar, un tanto patéticamente, “best seller de calidad”, es decir, ese mirlo blanco (o, más aún, verde), literariamente excepcional y capaz de interesar a miles de lectores y hacer caja millonaria. Entre la programación septembrina de Ediciones B me llama la atención, por ejemplo, La masai blanca, de Corinne Hofmann, una novela que ha vendido “más de cuatro millones de ejemplares”, y que cuenta el apasionado amor de una ejecutiva suiza con un guerrero de la tribu de los samburu, durante sus vacaciones en Mombasa, “en la costa más glamurosa de Kenia”. En fin, en la línea de La pasión turca, del maestro Gala (y, antes, en la tradición de Romeo y Julieta) pero un paso más allá en exotismo: romance, diferencias culturales, una “historia de aventuras apasionante y de pasión sin fin”. Los peritextos editoriales se me antojan como esos tráilers que te permiten descartar para siempre la película que anuncian a cuenta de la impresión de déjà vu. Y todo por sólo 20 euros, como la mayoría de las historias de su género. Al menos, mientras aguanten en el circuito de las novedades.

Nueva York

Dudo mucho de que, tal como vienen dadas, estos días las lenguas españolas se estén escuchando con la intensidad habitual de cada verano en la abigarrada y despechugada (¡qué ordinario es el verano!) multitud que abarrota 21Century, Marshall’s, Filene’s Basement o cualquiera de los templos de consumo a precio de saldo que abundan en Manhattan. Con el dólar disparado, los (“inevitables”) recortes rajoyanos y el miedo a lo que vendrá, estos son tiempos de austeridad, y no de viajes con los niños a Nueva York y póngame también dos de estos (give-me-two), que están tan baratos. Lo que no lleva trazas de acabarse, sin embargo, es la fascinación que la capital económica del imperio ejerce sobre los españolitos de toda laya, que parecen llevar impreso en su ADN cultural el mandato de la peregrinación a la ciudad al menos una vez en la vida y aunque sea en agosto. Incluyendo a los poetas, como muestra de forma instructiva la Historia poética de Nueva York en la España contemporánea (Cátedra), un estudio diacrónico y temático de Julio Neira en el que se examina la relación de nuestros poetas con Manhattan. Una atracción que, sin embargo, puede revestir la forma de fascinado repudio (García Lorca) o de complicidad teñida de melancólicas referencias a quienes antes la cantaron (García Montero). De JRJ a López Vega o a Javier Rodríguez Marcos (de quien, por cierto, se incluye en el apéndice un espléndido poema inédito), pasando por Alberti, Guillén, García Lorca, Fenollosa o José Hierro, en el libro figuran (casi) todos los poetas españoles que han cantado a Nueva York en castellano. Probablemente no sea el Baedecker o el Lonely Planet apropiado para los flâneurs / flâneuses manhattianos, pero les aseguro que ver la ciudad con los ojos poéticos de otros contribuye a renovar la propia mirada.

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