¿Qué tal, Alfredo?, dijo el rododendro
Rubalcaba miraba hacia donde yo estaba, guiñaba un ojo y señalaba con un dedo en mi dirección
A las órdenes de usía, don Alfredo! ¿Qué, de visita?, saludó alegre a la par que marcialmente el policía Futanítez.
—¡Hombre, don Alfredo!, añadió el ujier mayor, ¡por aquí se le echa de menos!
—¡Hola, Alfredo!, dijo la funcionaria Perengánez.
—¿Cómo estás, Alfredo?, intervino el secretario Miringómez.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Alfredo!, apuntó la asesora Algúnez.
Ya noté que al presidente no le gustaba nada esa familiaridad del personal con Rubalcaba, que por muy pisado que tuviera el mármol de La Moncloa, no pasaba de ser el representante de una más bien cochambrosa oposición, que él mismo la había dejado hecha unos zorros.
—Al despacho, Alfredo, al despacho, que es que esta gente es muy amable y saluda así a todo el que llega. Que no te vayas a creer que han hecho una excepción…
—Lo sé, Mariano. Aunque como tengo tan mala memoria no recuerdo que lo hicieran contigo, todos esos años que estuviste en la oposición… ¿Fueron ocho, verdad?
—También yo tengo mala memoria, sí, pero fueron 16 puntos lo que te saqué en noviembre, ¿verdad…? Bueno, bueno… Pues siéntate, siéntate. ¿Una cervecita? ¿Un cafetito?
—Bueno, un cafetito y una botella de agua. Pero que la abran delante de mí. No es por nada, es que es una manía que tengo…
—¡Ya no nos quieres nada, Alfredo!, susurró con voz de barítono el sofá de cuero.
—Cómo te haces de rogar, Alfredo, masculló la lámpara, que tenía así como una voz eléctrica.
—Bueno, venga, venga, cortó Rajoy, a ver por dónde empezamos. ¿Qué tal si arrancamos con TVE?
La reunión, me había advertido el presidente, era para acordar nombres para instituciones como el Tribunal Constitucional, RTVE o el Defensor del Pueblo.
—Pues empezamos mal, que ya has tomado militarmente RTVE, te has cargado a todos los que estaban y la has llenado con tus chicos…
—Bueno, si nos ponemos tiquismiquis, no vamos a llegar a nada. Te veo un poco rencoroso… Pero para que veas que estoy generoso. Dispara tú primero…
—¿Para el Constitucional?
—Bueno, si quieres…
—Había pensado yo en un tipo con un gran prestigio internacional, con idiomas…
—… Pues no es mal perfil, no… A ver, nombre…
—No sé si te gustará, pero es muy bueno: Garzón, Baltasar Garzón…
—¡¡¡Alfredo!!!
—Buenos días, don Alfredo, cuánto bueno, interrumpió el camarero que traía el agua y el café. Aquí le traigo su agüita del tiempo, como siempre…
—¡Hola, Alfredo!, tintinearon vasos, tazas y cucharillas.
—¿Sabes lo que te digo?, dijo el presidente, que mejor nos vamos al jardín, que hace un día precioso y allí no nos molestará nadie…
—¿Qué, de paseo, don Alfredo?, gritó el rododendro, que era un poco chillón.
—Es que le tenía mucho cariño yo a este rododendro, ¿sabes, Mariano? Por no hablarte de los cedros, y los cipreses, y las araucarias, y los bojs…
—¡Hola, Alfredo, hola!, cantaron a coro los plátanos del paseo de la entrada, que como los cortaban de esa manera tan especial, estaban tan compenetrados que parecían un coro de musical de la Gran Vía, en tiempos de Zapatero, de la Verbena de la Paloma, en la actualidad.
—Oye, fíjate, es que ya que estamos fuera te podías volver a Ferraz, a que te saluden allí, que yo tengo cosas de Gobierno —¿me has oído, verdad?: de Gobierno—, lo pensamos un poco más, me mandas un papel con los nombres, lo tiro a la papelera y ya decido yo. No, si es solo por lo de la mayoría absoluta, decía Mariano mientras volvía al interior y dejaba en la puerta al líder de la oposición…
Ya advertí que a Rubalcaba no le importó mucho.
—¿Estás ahí, Leandro? Venga, que a mí no me la das.
Acabó por pillarme. No sé cómo lo hizo, pero ya desde la época de Felipe, allá por los ochenta, yo notaba que Rubalcaba —poquita cosa y poquito cargo— miraba hacia donde yo estaba, guiñaba un ojo y señalaba con un dedo en mi dirección cuando no le veía nadie. Claro, no le hice ni caso, que si él creía que un fantasma podía ser descubierto así como así iba apañado, que también tenemos nuestra autoestima, sobre todo los que hemos hecho gestalt. De modo que estuvimos años jugando al gato —él— y al ratón —yo— sin ceder ni un milímetro. A veces pasaba a mi lado y yo le oía decir cosas así…
—No quiero señalar, pero aquí hay mucho fantasma…
O bien:
—Lo mismo un día tengo que decir algo de la vida de los fantasmas…
Y así. Hasta que Felipe le hizo portavoz en el 93 y la cosa varió, que llegó un momento en que le veía hecho polvo, aguantando a cuerpo el bombardeo por tierra, mar y aire. Un día me pilló con la guardia baja y le contesté a uno de esos comentarios que hacía al aire...
—Alguien anda por aquí y no quiero decir quién…
—¿Y tú qué sabes, listillo, que eres un listillo?
Que tanto me enfadó que hasta me hice presente.
—¡Te pillé, te pillé! ¡Ay va, si eres como el hijo ese de Alfonso<TH>XIII!
Que no es que yo tuviera ninguna duda sobre mi apariencia, pero aquello vino a ser como la confirmación de que sí, de que bueno, de que estaba bien que me llamara Leandro. Solo por eso mantuve el contacto.
Cuando llegó Aznar a La Moncloa lo dejamos, que mi capacidad de poner espacio entre el presidente de turno y yo es más bien escasa. Pero luego, con Zapatero, le vi algún día —y mantuvimos las distancias— hasta que se hizo como de la casa.
—Es que no era cosa de enemistarme con María Teresa, que ya sabes…
Y sí, es verdad que Rubalcaba es poquita cosa, así como esmirriadillo, que aunque sea más alto que tú siempre parece que te mira desde abajo, que en su juventud fue un buen atleta pero entonces debió excederse en el esfuerzo muscular porque hoy apenas si le quedan unos huesecillos. Pero claro, también los gurkas son bajitos y en cuanto te descuidas te rebanan el pescuezo con el famoso kukri, que la ironía es un arma poderosa, dicen, pero solo quienes no han visto el cortacuellos.
—¿Cómo lo llevas, Leandro?
—Pues ya sabes, aquí, evaluando. Con mis chicos…
—No seas muy duro con él, oye, que le ha tocado una etapa fatal. Acuérdate cómo fue el final con José Luis, que si Bruselas, que si Berlín…
—No, si ya sabes…
—Bueno, pero tampoco te pases de bueno, que te conozco. Que ahora estos presidentes se nos arrugan con nada. Una crisis económica, ya ves… Fíjate José Luis, qué sufrimiento el pobre, que yo no quería decirle nada, pero me acordaba muy bien de cuando Felipe, que entonces teníamos, además de eso, dos crisis vivimos, dos, unos agentes del Cesid despendolados, un director de la Guardia Civil que para qué te voy a contar, el tío en calzoncillos contando los billetes robados como el tío Gilito…
—Calla, calla… Qué época aquella…
—…Pues nada, ahí como un valiente, todos los viernes a dar la cara después del Consejo de Ministros, que nunca sabías si te ibas a encontrar con otro ministro en la cárcel o un comisario jefe pederasta…
—Ya te veía yo, ya…
—… y eso por no hablarte de aquellos banqueros, que vaya disgustos que nos dieron...
—Oye, Alfredo, una duda, que hace tiempo que ando yo preocupado porque no sé nada de ella. ¿Qué tal Carme Chacón? ¿Habláis mucho?
—Vaya, vaya, así que te has hecho gracioso… Pues debes saber que un fantasma, si se aprecia en algo, debe tirar a solemne más que a jaranero…
—Era por despedirte, que tengo que volver a Palacio…
Rubalcaba llamó a Elena Valenciano en cuanto llegó a Ferraz.
—Oye, Elena, como un tiro, esa aplicación del iPhone con voces es extraordinaria… Lo del rododendro se lo ha tragado, tú.
Mañana, siguiente capítulo: Guten Morgen, Herr Präsident!
Babelia
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