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Leandro, el fantasma de La Moncloa
Columna
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Seducido, llego a Palacio

Un trasgo divertido, entrañable y un punto insolente recorre las dependencias de palacio Es Leandro, el fantasma de La Moncloa, principio y fin de esta serie que arranca hoy y que se prolongará durante todo el mes de agosto

José María Izquierdo
FERNANDO VICENTE

Buenas noches. Me llamo Leandro y soy el fantasma de La Moncloa. Digo noches porque quienes nacimos de las sombras vivimos en una perpetua semioscuridad que ni el sol más radiante, y cuidado que en los interiores de este palacio entra a raudales, logra desgarrar del todo. Y me he autobautizado como Leandro porque Felipe, que ya les voy diciendo para que nos vayamos conociendo que solo me pueden ver en carne apretujable los presidentes que son y han sido de esta España, y algunos otros seres elegidos por mí en muy contadas ocasiones, el primer día que me le aparecí, me dijo: “¡Coño, el hijo ese de Alfonso XIII!”. Que luego me enteré y es que hay un señor que se llama Leandro Alfonso Luis de Borbón Ruiz, que ya le vale ese Ruiz, que al parecer es cagadito a mí. Lamento no poder corroborar el parecido, porque ya se sabe que los espejos no devuelven la imagen a los fantasmas, a los vampiros y a los banqueros. Así que di por buena la capacidad fisiognómica de Felipe y ya he aceptado que soy poseedor de un pelo imposible, una barba imposible y una nariz imposible. O sea, que tengo un aspecto imposible, tal que Borbón Ruiz, que cuidado que veo a gente pasar por estas dependencias y nunca he visto a nadie tan imposible.

Recuerdo muy bien cómo era Felipe. Siempre estaba que si unas olivitas, que si una manzanilla, que si tío, pasa contigo, que por consiguiente. Aunque a lo mejor no es este momento de hablar de él. Lo que pasa es que ya me conocerán, que se me va la cabeza de un presidente a otro según suspiro, conocido como es que los fantasmas tenemos un cerebro inconsútil, por así decir, y nos cuesta mantener un hilo lógico. Vamos, como a los presidentes. Así que lo más apropiado será que les cuente cómo me las entiendo con Mariano Rajoy, que es el mandamás con el que ahora tengo que lidiar. Bien. Pues es muy simpático. Y quiere mucho a sus niños. Bueno, y a Viri, claro, que ustedes la ven así como lánguida pero ya les contaría yo cosas que oigo. Pero resulta que…

Bueno, no, estoy pensando que mejor les explico qué hago aquí y por qué hay un fantasma en La Moncloa, que lo he dado por hecho desde la primera línea y es posible que a ustedes, preocupados por sus cosas, y por la crisis, que yo lo comprendo, nunca se les hubiera ocurrido ser conscientes de mi existencia. Porque la gente, así en general, sabe poco de fantasmas, que nos tienen muy poco valorados. Y no sé por qué. Porque si alguien se despepita por tener un consultor espiritual o gurú que se le dice, un asesor fiscal, un entrenador personal y hasta un personal shopper, no sé por qué va a ser menos un fantasma individual. Ayuda mucho, ya se lo digo. Para un roto y un descosido. Que nuestra vida simula un permanente echarse a la briba, pero ya les daría yo aguantar a Aznar cuando venía de ver a Bush. Por hacer terrorífico el cuento.

Pues les decía. Yo era el fantasma titular del Congreso de los Diputados, situado, como saben todos, porque sale mucho en televisión, en la madrileña carrera de San Jerónimo, cerquita de Sol, que más castizo no hay lugar. ¡Qué tiempos aquellos!, nos decíamos los fantasmas de plantilla, que entonces teníamos delante a un Sagasta, a un Cánovas, a un Prieto, a un Largo Caballero, a un Gil-Robles o incluso a un Lerroux, que siempre gusta un poco de picante frente a tanto jamón york. Pero claro, es que luego vinieron las Cortes franquistas. Y qué les voy a decir que no sepan. No quiero ni acordarme, que en aquella época hasta iba gente con chaqueta blanca, boina roja o camisa azul, y algunos con todo puesto, la chaqueta, la camisa y la boina, como si estuvieran en el probador. Un horror. Y lo peor es que hablaban, sobre todo, de la familia y los municipios. Y de los luceros. Muchos luceros. Incluso había alguno que hasta gruñía. Recuerdo que un día, José Antonio Girón de Velasco… Bueno, no, lo dejo. Es la inconsutilidad.

Pues les decía que estaba yo allí un día de febrero de 1981, temiéndome lo peor, que aunque en los últimos años aquello había mejorado mucho, que si bien seguía por allí Manuel Fraga, el señor le acoja en su seno y le asede el carácter de macho cabrío, ya nos habíamos divertido un rato largo con que si ese que llegaba era Carrillo, aquella otra La Pasionaria que bajó las escaleras, cual enjuta y adusta Mistinguette, cogidita del brazo de un señor con el pelo largo y blanco como si de un ángel se tratara, que luego me enteré de que era un tipo más bien revoltoso, Rafael Alberti, y otras novedades que nos alegraron la pajarilla después de aquellos terribles treinta y cinco años de momios y —pocas— momias. También habían aparecido en ese tiempo unos jóvenes que parecían venir de una excursión en cualquier dehesa, como Felipe González y Alfonso Guerra, sobre todo este último, que siempre tenía cara de querer armarla. Había también un tipo que a mí me gustaba más que a un tonto una tiza. Acababa de presentar su dimisión como presidente y se llamaba Adolfo Suárez. Es que era verle y me entraban unas ganas locas de jugarme con él una caña a los chinos.

Pues digo que aquel febrero de 1981, el día 23, para ser más exactos, andaba este menda incorpóreo por los pasos perdidos, que solo de pensar en que íbamos a tener unos cuantos años a Leopoldo Calvo Sotelo de agitador de las masas es que me daba como un yuyu. Ya habíamos disfrutado de Landelino Lavilla, que pedazo juergas nos había tocado disfrutar como mandón de la casa de los leones. Y en estas que zas, aquel Tejero con el tricornio, inolvidable imagen, armó la que ya saben, que como sería aquello que aún perduran las ondas sísmicas y de vez en cuando alguien escribe un libro o suelta una pretendida novedad sobre el susto. Y es entonces cuando se produjo la chispa, la descarga, la conmoción, el escalofrío y el barquinazo. El flechazo, vamos. Fue ver a ese Adolfo Suárez ponerse en pie, levantar el mentón y ponerse chulo, como si estuviera en la cantina del cuartel y un subordinado le hubiera insinuado un mal gesto, fue un decir aquello de “como presidente le ordeno que deponga su actitud”, que me dije para mis adentros, en el caso de que los fantasmas tuviéramos adentros, que no está confirmado que así sea, me dije, digo, este es mi hombre. He aquí un tipo con el que uno se puede ir a una timba de póquer y sabe que siempre te va a defender del tahúr. Gesto de piedra, hombros hacia atrás, mirada al frente, “No sabe con quién está hablando”, le diría enérgico al bandolero, que incapaz de aguantar ese fuego en la mirada huiría sin rematar la vileza que hubiera preparado.

Así que, cuando el tricorniado Tejero se destejió y pasó de fiero león, como los pétreos de la puerta, a despeluchado gatito, y los civilones saltaron las ventanas con aquella actitud tan digna, gallarda y valerosa, aquí Leandro, un servidor, todavía invisible, se metió de rondón y con tanto arte como cuidado en el coche oficial de don Adolfo Suárez. Llegamos a La Moncloa, gran alboroto en esta casa, tan nueva entonces para mí, tan resabida ahora. Y hasta hoy.

Hay que ver cómo pasa el tiempo. Y los presidentes: Adolfo, Leopoldo, Felipe, Aznar, José Luis y Mariano. Habrán notado que no he dicho José María. Es que no me sale, ignoro por qué. Y si les parece duro tratar con dichos personajes, todos grandes hombres, cuerpos unos más tangibles que otros, qué les voy a decir de sus ectoplasmas, que aquí se quedan y ponte a aguantarles.

Bueno, de Leopoldo hay medio, que duró muy poco. Ecto, le llamamos.

Mañana, siguiente capítulo: Hola, Mariano; soy Leandro.

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