Los chicos no hacen surf, ni son chicos, pero cantan
The Beach Boys celebran su 50 cumpleaños con un concierto de dos horas en el Poble Espanyol de Barcelona
No había camisas floreadas ni mucho menos tablas de surf, pero sí melodías acariciadas por el sol, mecidas por las olas y propias para ser escuchadas con la sonrisa satisfecha en una cara inundada por el optimismo. No, no fue un sueño, fueron unos señores septuagenarios, con camisas mayormente azul oficina o cuadros “mira qué se ha puesto el abuelo”, quienes hicieron olvidar muchas penas al público que en el Pueblo Espanyol de Barcelona saludó a The Beach Boys, posiblemente el único grupo del mundo que lleva en su mismo nombre los elementos de su propia caducidad.
Pero no se piense directamente en una gira del sintróm, sino en unos señores aún con voces que armonizar, mecha para aguantar dos horas en el escenario y la aparente alegría de sentirse importantes para personas mucho más jóvenes que ellos. No son malos argumentos para continuar al margen de la chequera. Máxime si todo se sustancia en canciones tocadas por la varita del pop que, elemento coyuntural a considerar, suenan aún más optimistas y euforizantes cuando el sombrío estado de ánimo busca ventanas donde tomar aire. Quizás algo de eso hubo en un concierto en el que los presentes bailaron sin importar su edad.
El concierto comenzó desaliñado, con las once voces superpuestas más que armonizadas, con la instrumentación –cinco guitarras, percusión, saxo, teclados, piano- amontonada y sin perfilar. Nada que ver con la precisión orfebre mostrada por Brian Wilson en sus visitas de 2.004 (en Benicàssim, ¡qué tiempos!) y 2.005, cuando tocó con parte de la banda -catorce músicos- que ayer inició con pie titubeante su concierto en Barcelona . Mientras las cosas se ajustaban, sonaron entre otras Do it again, Catch a wave, Don’t back down y Surfin’ safari.
Y si bien las voces acabaron sonando a The Beach Boys, a olas que no se sabe si son una o varias, a un torrente de agua del que cuando menos se espera aparece otro manantial aún más arriba; y si bien los instrumentos, que aunque al final se acabaron de ajustar no lograron recordadas minuciosidades de otras ocasiones, quien estuvo siempre desajustado fue Brian Wilson. El único con camisa estampada, eso sí, también con pantalón de chándal “pastillero” –será porque al estar sentado cree ocultarlo-, estuvo sin estar allí, viviendo sin vivir en él. Cuando cantó convirtió a Daniel Johnston en David Sylvian, cuando tocó su blanco piano no se le escuchó y cuando estuvo, sin más, sus brazos abandonados, descolgados en los laterales de su oronda figura de Buda sedente, recordó a quien hace tiempo ha partido tras urbanizarse la última playa virgen.
Pero él es el responsable de lo que sonó en el Pueblo Español, canciones elaboradísimas que por su brevedad y concisión son obras maestras. Cortas y complejas, fáciles de tragar pero con la digestión larga necesaria para descomponer todos los elementos constituyentes. El torrente de canciones no tomó forma como en la gira norteamericana de concierto de tres horas, incluido descanso, sino de dos con más de una cuarentena de composiciones, muchas de ellas interpretadas casi sin solución de continuidad. Y no faltó ninguna de las que la mayor parte del público quiso escuchar; desde la última, Fun, fun, fun, a delicias como Sailor On, Sailor, God only knows, Sloop John B, Wouldn’t It Be Nice, I Get Around, Good Vibrations, Barbara Ann, Surfin’ USA, Help me Rhonda, In my room o las versiones que, pleitesía obliga, hicieron de grupos vocales y de doo-wop como The Crystals o The Del-Vikings. Un cancionero eterno. Para sacar pecho de por vida. Todo y no ser el concierto que pudo esperarse de una leyenda como The Beach Boys, alcanzó para olvidar penas y hacer ver a la concurrencia que se puede trabajar a los setenta. Parece que todos lo acabaremos haciendo.
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