El chiringuito, bajo la lupa del chef
Algunos de los más prestigiosos cocineros españoles proponen sus templos favoritos de gastronomía playera: el lujo culinario frente a la cocina de siempre
Todo cuerpo estival embadurnado de crema, cuajado de salitre y con restos de arena necesita un descanso. A la sombra y al aire libre, con un pie en la playa y la vista en el mar. La hora en la que los estómagos crujen y a nadie le apetece cocinar es la hora en la que se desbordan los chiringuitos. Es la hora en la que llama al orden la espuma de la cerveza helada, el refresco, el tinto de verano y el olor de las brasas o la pinta de la tortilla; el tiempo en el que no merece la pena hacerse líos y uno busca algo medianamente rápido antes de echarse una siesta alejado de los gritos y el sol de justicia que cae a primera hora de la tarde.
La solemne informalidad del verano puede aderezarse con un arroz al aire libre, unos pescados directamente traídos de la lonja, unas ensaladas bien aliñadas, unas conservas, una especialidad que se huele y se atestigua en mitad del paseo, entre el humo y el aroma de su lenta pero segura cocción entre las rejas y el carbón de la barbacoa.
Informal, medio hippy, improvisado, de temporada, la conveniente urgencia de los chiringuitos ha ido construyendo sus pilares en la cocina tradicional española. Tanto que a los grandes chefs de vanguardia les fascina esa autenticidad que desprenden en cada rincón de las costas españolas. Desde la tradición a las variantes con nuevas formas de negocio van imponiéndose por toda la geografía: de Galicia a las islas Baleares, de Cantabria a Andalucía, de Cataluña y la Comunidad valenciana al País Vasco, esos locales que salen al rescate diario del veraneante a cualquier hora del día —entre el desayuno y las copas de madrugada— han influido en el lenguaje, la identidad y la personalidad de los maestros reconocidos internacionalmente.
Fíjense en Ferran Adrià, por ejemplo, que elige como opción Escrivá, en Barcelona: “elBulli, sin ir más lejos, era un chiringuito”. Prueba máxima. Su ejemplo, su trayectoria demuestra como aquel local que se sobreponía a una cala en un camping perdido de la Costa Brava se convirtió durante más de una década y hasta su cierre el año pasado en el mejor restaurante del mundo. Adrià debe mucho de su impronta a la cultura del chiringuito: “En la informalidad, en el descaro, en la falta de pomposidad”, asegura el cocinero.
Sí elBulli sufrió esa metamorfosis, la ambición de otros cocineros de referencia, como Quique Dacosta, es acabar montando uno. Pero evolucionado, en plan moderno, como los que existen en Ibiza. “Abierto hasta el amanecer…”, con posibilidad de desayuno. “Yo he desayunado muchas mañanas en chiringuitos de Dénia, quienes hemos crecido en estos territorios, lo encontramos normal”.
A uno no le cuesta imaginar ese momento. Con la tímida bruma del amanecer, cuando suena entre los graznidos de las gaviotas la cafetera y llega la bollería calentita al chiringuito. Allí se dan cita madrugadores que ya han recorrido kilómetros haciendo footing por la playa, parejas ocasionales atolondradas por una noche de fluidos al aire libre, insomnes llegados de alguna fiesta interminable y que buscan algo sólido que meterse al cuerpo antes de dormir... Abre el negocio prontito. Cerrará —o algo parecido— más o menos de madrugada. Un buen chiringuito funciona durante los meses del verano a todo tren. Casi 24 horas.
Pero la idea que tiene Dacosta resulta de lo más moderna: “Ojo, es un negocio esclavo, pero da un servicio crucial al veraneante y proporciona mucho placer”, asegura. Su concepción tiene que ver con la del Blue Marlin, de Ibiza, que ha elegido como su establecimiento soñado y en el que se mezcla tanto el pescado del día como la comida oriental o las hamburguesas aderezado todo con ambiente chill out. La evolución, la renovación de un concepto que mientras quede a pie de playa y a expensas de la brisa marina, nunca morirá.
A no ser que hablemos de locales cerrados por dañar la legislación de costas o los permisos municipales, que han llevado a tantos a la ruina. Entregado a la nostalgia, Manuel de la Osa, propietario de Las Rejas, en las Pedroñeras, tiene un recuerdo para La cigarrilla, en Águilas (Murcia). Pero como ya no puede ser, propone llegarse a cualquier establecimiento de Tamariu, en la Costa Brava, para comerse unos mejillones.
La provisionalidad de este tipo de negocios ha sido así a lo largo de la historia. Desde que el chiringuito es chiringuito o antes merendero o kiosket, como fue el caso del pionero del que se tiene noticia en Sitges en los años cuarenta y que fue bautizado como tal por el periodista César González Ruano, los merenderos han sufrido persecución como si fueran vendedores ambulantes de la restauración. Pero poco a poco han ido imponiendo una realidad y una tradición que, al parecer, debe su origen como concepto a lo que existía en Cuba.
Lo que resultaría raro encontrar por el trópico son sardinas al espeto, cocidas al aire y el vertical, como lo hacen en Málaga y que tanto han influido en las propuestas de Dani García en su muy renombrado y reconocido restaurante Calima. Esas técnicas muy habituales en los locales de costa merecen llamar la atención. “Nunca he entendido como no se valora. El trabajo de un espetero es tan cuidadoso y creativo como el de un churrero”, afirma García.
Por no hablar de lo sano que es el menú de un merendero típico. Pescado sin manipulaciones, verduras para una ensalada fresca. “Todo apenas sin manipular, de la tierra o de los barcos al plato, yo creo en eso y no en los chiringuitos con san jacobos ni flamenquines. El arroz, lo vamos a aceptar, pero un chiringuito donde se sirve cocktail de gambas no es un chiringuito”, comenta García.
Hay reglas. Cánones. El pescado es irrenunciable. Por el norte, también sardinas, como en Cantabria, en el Tronqui de Pedreña, elegido por Jesús Sánchez, de El cenador de Amos, como su chiringuito de cabecera. “Sardinas, bonito, lubinas, el caso es no manipular apenas el producto, no alterar su esencia y su sabor más puro”, asegura el chef. La tradición del merendero en el norte, con sus bancadas a lo largo y sus maderas de tonos azules en la decoración, vive de la tradición estacional para el negocio.
Sus cerebros no se hacen líos, asan el pescado y se agencian los mejores tomates, lechugas y cebollas de las huertas. Lo mismo en Galicia, donde Pepe Solla, reivindica también el marisco o las navajas a la plancha en varios lugares de las Rías Baixas, pero sobre todo en O caballo, en San Vicente. “Los chiringuitos son lo equivalente a las tapas en la cocina costera, una esencial inspiración para la alta mesa”, asegura el cocinero gallego. La calidad dentro de lo apresurado, la salud culinaria y el consuelo a un tupper ware con el género frío.
Con variantes interesantes, como la que propone David Muñoz, de Diverxo, en Madrid. Suele llegarse por Casa Manolo, en Daimús, Valencia. Y allí no crean que Muñoz destaca los arroces, que los hay —“imbatibles”, asegura él—, sino que propone como marca de la casa los callos a la madrileña: “Muy bien sazonados y de lenta cocción”. Y es que los responsables a los fogones o las brasas de los chiringuitos son gente con oficio: “Muy artesanales y muy respetuosos con el producto”, asegura. Aunque para él, no todo vale, y existen establecimientos de este tipo que son la pesadilla del turismo y el sablazo ante la nada, “como ocurre en las terrazas de la Plaza Mayor de Madrid, que traumatizan a los visitantes”, comenta Muñoz, existen ejemplos donde destaca hasta la carta de vinos.
Otro de los placeres que puede proporcionar un chiringuito es el gusto o la preponderancia del producto local. Por eso, Joan Roca, uno de los hermanos que ha puesto en pie con tres estrellas El Celler de can Roca, en Girona, elige Es charco, en Ibiza. “Allí voy a comer raons, peces pequeños, típicos de la zona”. Para Joan, la esencia de un buen chiringuito es eso y algo que les retrotrae a la parte más canalla del negocio. Eso, pese a que ahora andan por la élite mundial, los Roca no lo quieren olvidar: “Venimos de una familia con bar en un barrio obrero…”, recuerda. “Sabemos lo que es la informalidad y la urgencia. Pero el encanto de los sitios así, es que muchas veces no importa lo que comes, mientras lo hagas con el mar delante”.
De día o de noche, porque Juan Mari Arzak y Carme Ruscalleda vienen a incidir en ese aspecto nocturno y golfo de los chiringuitos. Como Dacosta, el chef de San Sebastián y la cocinera de San Pol de Mar, suspiran por los pescados y el ambiente decontracté de El pirata, en Ibiza, para Arzak y del Fiji, en Sant Pol, donde, según Ruscalleda, “es un placer tomarse una tortilla y una ensalada pero también un gin tonic a la luz de la luna”. La cocinera también recomienda otro lugar en Arenys de Mar, el Bar del Puerto, pero ahí hay que esmerarse en el pescado.
De madrugada, al amanecer, al mediodía, tarde y noche, el chiringuito es ese faro culinario que asiste el ocio y los días de asueto cada verano con la dignidad y la contundencia que les ha llevado a ser reivindicados por la élite como una de las bases más firmes de la cocina y la restauración española.
Babelia
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