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IDA Y VUELTA
Columna
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Dos miradas americanas

"Volver a Madrid y encontrar una exposición de Edward Hopper en el Thyssen es no haber vuelto del todo".

Antonio Muñoz Molina
'Two puritans' (1945), de Edward Hopper, en la exposición del Museo Thyssen de Madrid (Cortesía de Ronald Feldman Fine Arts, Nueva York).
'Two puritans' (1945), de Edward Hopper, en la exposición del Museo Thyssen de Madrid (Cortesía de Ronald Feldman Fine Arts, Nueva York).

Volver a Madrid y encontrar una exposición de Edward Hopper en el Thyssen es no haber vuelto del todo o regresar durante un par de horas a una atmósfera visual que solo puede ser americana. Hopper es un pintor radicalmente americano no ya por los paisajes o los temas que trata sino por una cierta sensibilidad autóctona que se esmera en mantener a distancia del cosmopolitismo obligatorio de las vanguardias, y también de la figura europea, entre sublime y fatua, del artista moderno. Ser moderno, para los aprendices de artistas de la generación de Edward Hopper, era escapar del provincianismo de su país y viajar a Europa, siguiendo el rastro de los dos máximos pioneros, Ezra Pound y T. S. Eliot, que repetían el itinerario establecido por Henry James. Donde las cosas sucedían era en París o en Londres. Estados Unidos era una inmensa provincia dominada por el afán del dinero y el puritanismo religioso. Preceptivamente, como tantos otros, como Gertrude Stein y más tarde Hemingway, Scott Fitzgerald, William Faulkner, Edward Hopper viajó a París pero no llegó a asentarse, y además no se fijó en la pintura de Cézanne sino en la de Edgar Degas, y también en las fotos de Eugène Atget, en las que entrevería una forma de retratar la ciudad que se parece mucho a la que él mismo cultivó en su madurez: las casas vacías como presencias entre invitadoras y ominosas, las ventanas en las que no hay nadie, los umbrales en los que surge una figura humana que mira al espectador o que mira al vacío. Hopper pasó por París sin visitar a Gertrude Stein y sin darse por enterado de la irrupción del cubismo; viajó a Ámsterdam y dedicó mucho tiempo a mirar La ronda de noche de Rembrandt; volvió a Nueva York y ya no salió nunca de Estados Unidos. Con la misma constancia se dedicó a pintar y a no hacer vida de artista. Vivía y tenía su estudio en un apartamento de Washington Square pero no frecuentaba los cafés, las tabernas y los restaurantes baratos en los que a muy pocos pasos de distancia bullía la bohemia literaria y artística del Village. Era un hombre muy alto y muy callado, de gran quijada americana y ojos muy claros. Su mujer, Jo, que fue su única modelo, decía que hablarle era a veces como arrojar una piedra a un pozo —con la diferencia de que en el caso de la piedra se podía escuchar el eco del golpe contra el agua.

En su rareza autóctona, en su filo de sarcasmo hacia las modas intelectuales obligatorias del siglo XX, en el precio que hubo de pagar por ir tan a su aire, Edward Hopper se parece a quien fue su coetáneo estricto, un poeta muy sensible a la pintura y a la cotidianidad sin gloria de las vidas americanas, William Carlos Williams. En los cuadros de Hopper hay muchas veces ese atisbo de relato implícito que encuentra su mejor expresión verbal en la concisión de la poesía: “oscura la historia / y clara la pena”, como dice Antonio Machado. Y muchos poemas de Williams son de una visualidad tan literal y tan enigmática por dentro como cuadros de Hopper. El otro día, en el Thyssen, viendo los rojos vibrantes de los surtidores de gasolina que a Hopper le gustaba tanto pintar, me acordé de ese poema de W. C. Williams que consiste en la descripción de una carretilla pintada de rojo y reluciendo en la lluvia, vidriada por ella; y de aquel otro en el que el motivo del éxtasis es un gran número cinco dorado resaltando contra el rojo de la pintura de un camión de bomberos, bajo la luz de las farolas urbanas, en una noche de diluvio.

Como Hopper, Williams vivía una vida bastante al margen, intensamente privada. La punzada de la inspiración le sorprendía también mientras iba en su coche por carreteras secundarias y calles suburbanas, observando esas figuras estáticas y esos fragmentos siempre muy breves de historias que descubre el que pasa de largo conduciendo a poca velocidad. Según se advierte en sus dibujos, Hopper tenía un dominio infalible de las destrezas para la representación de lo real: pero cuando pinta lo hace prescindiendo casi meticulosamente de la tentación del virtuosismo, porque sabe que lo conduciría a la banalidad. Juega a la tosquedad y la aspereza para suprimir ese tipo de detalles que convierten la pintura en ilustración, que segregan el dulzor complaciente de Norman Rockwell o del Andrew Wyeth más trivial. De manera inevitable las reproducciones oscurecen este ascetismo voluntario de un pintor que hacía ademán de desdeñar la modernidad europea pero que muchas veces, al trazar los volúmenes de las cosas, revela que se ha fijado en Cézanne y en sus discípulos cubistas bastante más de lo que está dispuesto a reconocer. Pero en ese juego de manos a quien se parece de nuevo es al doctor Williams, que reservaba su máxima antipatía para el cosmopolitismo estirado de T. S. Eliot y se burlaba de su afectación británica, y que no hizo caso a las invitaciones de su amigo Ezra Pound para que abandonara la provincia americana y se instalara en Europa. William Carlos Williams se quedó en Nueva Jersey y se negó a dejarse seducir por La tierra baldía, pero no lo hizo para refugiarse en un casticismo retrógrado, sino para buscar una forma de modernidad únicamente suya, con los pies en la tierra y el oído en las cadencias singulares del habla americana. Sus poemas se construyen muchas veces mediante una gradual acumulación de pormenores visuales. Así parece que se pintan los cuadros de Hopper, un detalle tras otro, agregándose sin confundirse entre sí, un vocabulario gráfico hecho de las cosas más comunes, ventana, chimenea, esquina, casa de madera pintada de blanco, muro de ladrillo rojo, depósito de agua, verdes de vegetación sumergiéndose en la negrura azulada del interior de un bosque, palco de cine, mesa, cómoda de madera oscura, cuerpo desnudo de mujer, azul en una ventana, amarillo de iluminación eléctrica, etcétera. En un poema de W. C. Williams una mujer parada en una acera hace equilibrios para sostenerse sobre un solo pie, porque se ha quitado el zapato que le hería la planta con un clavo de su suela barata. En otro hay tres figuras tan ajenas entre sí como las de algunos cuadros de Hopper: dos mendigos al sol, una mujer negra acodada en la ventana de una casa amarilla, recibiendo con la boca abierta en un gran bostezo el calorcillo del sol. En la atención a los detalles se detiene el tiempo: el poema y el cuadro aspiran a contener lo fugaz en una duración inmóvil.

A su manera cauta de médico bien considerado por el vecindario, William Carlos Williams fue un notorio adúltero. A Hopper nos cuesta imaginarlo siendo infiel a Jo. Pero sus habitaciones de hotel y sus mujeres desnudas que ya no son jóvenes me hacen acordarme de ese poema de Williams que se titula Llegada, en el que un hombre desabrocha el vestido de una mujer en una habitación ajena, descubriendo her tawdry veined body, su cuerpo venoso y vulgar en el que sin embargo habita el deseo.

Hopper. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 16 de septiembre.

antoniomuñozmolina.es/

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