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LIBROS / PERFIL
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Tragicomedias de la condición humana

El irlandés Anthony Cronin relata el universo emocional y literario de Samuel Beckett

Samuel Beckett (Dublín, 1906-París, 1989, premio Nobel de Literatura), en París en 1961 en un ensayo de 'Esperando a Godot'.
Samuel Beckett (Dublín, 1906-París, 1989, premio Nobel de Literatura), en París en 1961 en un ensayo de 'Esperando a Godot'.STUDIO LIPNITZKI / ROGER-VIOLLET / CORDON PRESS

Al Nobel huidizo y polifacético de 1969 (Dublín, 1906-París, 1989), el último prohombre de la Vanguardia, que refutó las convenciones irrefutables del pensamiento occidental desde la narrativa, la poesía y el teatro, le marcó para siempre su metafórica subida a la torre Martello del lenguaje y del estilo cuando con 22 años —y un doctorado en filología románica— conoció a Joyce y se contagió de su ludismo trascendente y del espíritu del modernism convirtiéndose para siempre en un ejemplo de cómo la expresión y la introspección vencen a la imaginación. Decían Beach y Monnier, las editoras de Joyce en París, que el joven Beckett se comportaba con su maestro como un nuevo Stephen Dedalus, y parece que su complicidad literaria llegó al extremo de que el discípulo padeciera desde sus primeras obras la ansiedad de la influencia del maestro, cuya obra, en muchos sentidos, radicalizó.

Amante del arte, recorrió galerías en una Alemania nazi a la que pocos años más tarde contribuiría a derrotar y, antes de establecerse en París, regresó a Irlanda y se ocupó de la publicación de su primera novela, tal vez la más cercana a la comedia, Murphy (1938), paraíso de la parodia. No fue, en cambio, simbólico sino muy real su descenso al infierno de su venerado Dante cuando el estallido de la guerra mundial había de empujarlo a un desengaño existencial que desembocaría en el absurdo que ya asomaba en sus primeros contactos con Picasso, Breton y Soupault, el otro ideólogo del surrealismo con el que colaboró en la traducción al francés de Finnegans Wake, de la que se impregnó durante sus años de émigré en aquel París fou de entreguerras que quiso convertir en su atelier, que ya no abandonaría salvo en viajes esporádicos a su Irlanda natal o a Londres.

Eran años dedicados a leer a Proust, paradójicamente presente en su obra cada vez que se invoca a una memoria malograda, y al que dedicó un incisivo ensayo publicado en 1931, y también a Céline, hermanados ambos por la pesadumbre de su óptica nihilista (“pertenecemos al sufrimiento”, confiesa Bardamu en Viaje al fin de la noche), años en los que detestó a Hemingway, al que posiblemente tildara de frívolo, frecuentó el círculo joyciano, bebió Beaujolais, acudió con asiduidad a los cafés de la Rive Gauche citándose con Marcel Duchamp para jugar al ajedrez en La Closerie des Lilas o con Peggy Guggenheim, que fue su Gertrude Stein particular, y otros colegas para hablar de algunos de sus artistas favoritos, Jonathan Swift, Samuel Johnson, Racine, Cervantes, Yeats (y su concepto de la alienación humana), Cézanne o Goya —Nadie se conoce reza uno de los Caprichos—, y coqueteó con la filosofía desde sus lecturas de un Descartes que más tarde vertebraría su obra en forma de sátira tácita. Leyó también a Freud y sobre todo a Schopenhauer. Cuando el ejército alemán tomó París ya hacía tiempo que sus paseos con Joyce y Giacometti por la orilla del Sena no eran sino un feliz recuerdo; el destino quería ahora que anduviese a caballo entre sus escarceos con la Resistencia tras escapar de la Gestapo y su denodada lucha con las palabras para acabar el texto de su novela Watt (1953), escorada ya hacia el absurdo de la tragedia.

Fue un ejemplo de cómo la expresión y la introspección vencen a la imaginación

La posguerra trajo consigo su decisión primordial de escribir en francés y de autotraducirse al inglés, bilingüismo o extraña diglosia justificada por su necesidad de alejarse de la lengua materna para evitar automatismos beneficiándose así del extrañamiento del idioma, medida que lo acerca a Nabokov o a Gombrowicz y que marca al fuego su personalidad literaria. El primer y feliz corolario de adoptar el francés como lengua literaria fue el abandono de bloqueos creativos y la conquista de una fructífera fluidez en la escritura que dio lugar a la publicación de su celebérrima trilogía narrativa formada por Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953), “una de las grandes efusiones creativas de los tiempos modernos, un mundo de espacios confinados o yermos habitados por monologuistas antisociales y misántropos condenados a una rutina de purgatorio”, como advierte Coetzee en Mecanismos internos, consagrada a la tragedia del mundo contemporáneo, que Beckett quiso observar a través del espejo cóncavo de lo grotesco para acentuar su patetismo y su desolación, encarnados en personajes enfermos de la peor anemia imaginable, la anonimia, y de soledad también y de enajenación, títeres desvalidos deambulando con su existencia a cuestas, entre inventarios de objetos en la línea de los que obsesionaron a Joyce o Perec, en un mundo en el que siempre es medianoche y unidos por la repetición al estar “condenados a decir y a interpretar la misma historia una y otra vez” en su “descenso al abismo del yo”, como los describe Bloom en El canon occidental, convertidos en voces que divagan inquiriendo respuestas que su condición de Geworfenheit, el término con el que Heidegger califica a aquel ser atrapado en el delito calderoniano de haber nacido y arrojado al absurdo de una existencia gobernada por leyes abstrusas e inevitable deterioro, jamás les permitirá obtener. Como escribió Ezra Pound en 1959, “si nunca escribiéramos sino lo que se ha comprendido, el campo de la comprensión jamás se extendería” y es por eso mismo, porque no comprende, por lo que el personaje de El innombrable grita “estoy obligado a hablar. No me callaré nunca. Nunca”, convertida la incontinencia verbal en el único antídoto para la inconsistencia existencial o, si no, en el único modo de hacer visible la falacia de la interpretación y el significado en un mundo incógnito: “¿Significar? ¿Nosotros significamos?”, exclama un personaje de Final de partida (1957).

La trilogía y su obra más célebre, Esperando a Godot (1952), epítome de un teatro del absurdo, del minimalismo, del silencio elocuente y la ausencia de acción, ven la luz en el momento en que estalla el nouveau roman liderado por Robbe-Grillet, que más adelante incluirá a Beckett en la nómina que hizo pública de los precursores de su escuela. La querencia experimental que ambos comparten no significa que el irlandés errante hubiera querido nunca formar parte del grupo —como tampoco las afinidades filosóficas de la obra de Beckett con el existencialismo, y ello pese a que Sartre le publicó algunos textos en Les Temps Modernes y a que sus obras comulgan con el espíritu de La náusea (1938), “Existir es estar ahí, simplemente. […] Ningún ser necesario puede explicar la existencia”—, si bien en aquel París de la nouvelle vague compartirían también a Jérôme Lindon, responsable de Les Éditions de Minuit, de nuevo la medianoche, que llegaría a ser para Beckett algo así como su hombre de confianza, el albacea en quien delegar en Estocolmo la recepción del Nobel, circunstancia nada baladí dado que Beckett anduvo siempre recibiendo negativas de editores…

Hasta la llegada del mítico Jérôme Lindon, su relación con la industria editorial podría calificarse de vía crucis agotador. Llegaron más tarde grandes textos de menor repercusión, Watt —en el que se encuentran huellas aún de la conferencia de Jung sobre el pecado del nacimiento que tanto había de impactarle cuando necesitó ayuda psicológica tras la muerte de su padre en 1933—, Textos para nada (1955), el sobrecogedor Cómo es (1961) y composiciones cercanas al experimentalismo oulipiano de Perec, como la innovadora tentativa titulada Sin (1969) —que conduce la literatura de Beckett a su punto extremo, a su grado cero— que fueron puestos en valor por Coetzee en la tesis doctoral que dedicó a la obra de Beckett y que resultan esenciales a la hora de acabar de perfilar la personalidad artística de un autor que puso en jaque, con un humor oscuro, la filosofía cartesiana del sujeto, una de las actitudes intelectuales que lo llevaron por derroteros similares a los que tomaría Derrida.

De un modo misterioso le fue dado descubrir que la escritura contradice al mundo y lo redime

Esta enjundiosa biografía de Cronin, Samuel Beckett. El último modernista, que sabe bien cómo abordar la obra como fruto de la vida del autor y que ha elogiado sin regateos John Banville, uno de los más devotos seguidores del estilista dublinés, con Bernhard, Rushdie, Pinter, Arrabal o Coetzee, complementa y enriquece la canónica de James Knowlson, Damned to fame: the life of Samuel Beckett (Bloomsbury, 1996), y la de Deirdre Bair, Samuel Beckett: A life (Vintage, 1978), denostada en su día sin demasiada razón, a la vez que contribuye de forma destacada a una posible “Biblioteca esencial” de Beckett de la que formarían parte también los cuatro volúmenes de su obra completa, Samuel Beckett: The Grove Centenary Edition, al cuidado de Paul Auster (Grove Press, 2006), la antología crítica editada por John Pilling, The Cambridge Companion to Beckett (Cambridge University Press, 2010), el volumen de entrevistas editado por Mel Gussow, Conversations with and about Beckett (Grove Press, 1996) y la introducción general a su personalidad de artista escrita por el reconocido crítico Andrew Gibson, Samuel Beckett (Reaktion, 2010). El libro de Cronin, que representa un inmenso esfuerzo editorial y que fue traducido por Miguel Martínez-Lage con las garantías de calidad que siempre ofrecían sus trabajos beckettianos, tiene la virtud añadida de no comportarse como una monografía al uso sino como una suerte de novela, contada precisamente por uno de esos narradores omniscientes que Beckett proscribió, que tiene al autor irlandés por protagonista. Atañen algunas de las cuestiones que revela el biógrafo al universo emocional del autor, su militancia agnóstica o su relación tormentosa con Lucia, la hija de Joyce; otras conciernen a su literatura, como la influencia del music-hall y de Laurel & Hardy y el cine mudo, la comicidad y la hipérbole en su estilo o la relación tangencial con Camus o con la música y la televisión en un tiempo en que el ruido de la cultura de masas interrumpía la conversación de élite.

El hombre que revolucionó la literatura contemporánea componiendo textos de azogue en los que pueden reflejarse miles de hombres sin atributos que vagan por un mundo indigente, sin Dios, sin ley y sin sentido, que quieren interpretar, el hombre que se convirtió en necesidad hermenéutica, escribió “Entonces entré en casa y escribí Es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”. Entonces entró en casa y escribió por rebeldía y porque de un modo misterioso le fue dado descubrir que la escritura contradice al mundo y lo redime. Estragón: Entonces, ¿qué hacemos? Vladimir: No hay nada que hacer. Piensan algunos que es factible que Beckett no escribiera sus tragicomedias de la desesperanza de la condición humana, que pesa en los párpados, escribió su adorado Keats, por otra causa que la de contradecir con perseverancia la réplica de su personaje.

Samuel Beckett. El último modernista. Anthony Cronin. Traducción de Miguel Martínez-Lage. Ediciones La uÑa RoTa. Segovia, 2012. 652 páginas. 25 euros.

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