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RELECTURAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Música para malogrados

Todo se malogró en el preciso instante en que los escritores empezaron a ser vistos, pero un puñado de autores increíblemente honestos y liberadores logra que los lectores puedan decir: “Lo he comprobado. Los libros son de verdad”

Enrique Vila-Matas
Thomas Bernhard (1931-1988), en una fotografía de los años cincuenta.
Thomas Bernhard (1931-1988), en una fotografía de los años cincuenta.HELMUTT BAAR (GETTY IMAGES / IMAGNO)

El pasado Sant Jordi me tocó firmar al lado de un simpático joven que había escrito un libro titulado Guía para calvos. Sentí curiosidad y le pregunté de qué trataba aquello. “Es un libro de broma”, me aclaró de inmediato. Después, no tardé en ir viendo que era famoso por un programa de televisión. Saludaba a las multitudes y, en un momento determinado, en medio de tanto ajetreo, se volvió hacia mí y dijo:

—Vine para que me vieran.

Exacto, pensé. No se podía resumir de forma más intuitiva el estado general de la literatura. Su frase me trajo, además, el recuerdo de William Gaddis y su firme convicción de que “los escritores deben ser leídos y no vistos”. La frase del joven autor no podía estar más cargada de sentido. Y me pareció confirmar lo que siempre he pensado: que en el preciso instante en que los escritores empezaron a ser vistos, se malogró todo.

Quizás por eso, horas después, regresando de noche a casa, estuve pensando en el trágico recorrido que, a través de los siglos, han ido trazando con despropósito continuado los escritores hasta llegar a los libros de broma de ahora. ¿Qué pudo suceder a lo largo de ese camino para que las cosas acabaran tan mal? La cuestión del fin de la literatura es el eje central de Nude in your hot tub, facing the abyss, un ensayo de Lars Iyer, joven novelista británico. En su reflexión sobre la visibilidad de la literatura comienza recordándonos que hubo un tiempo en que los escritores eran como dioses, vivían en las montañas cual ermitaños desahuciados o aristócratas lunáticos; escribían en esos días con la única finalidad de comunicarse con los muertos y no habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y antisociales… Aunque es probable que deploraran moverse entre tanta desolación y tristeza, vivían y respiraban en el reino sagrado de la literatura.

Algunos de esos grandes malogrados me vienen de inmediato a la memoria: Beckett, Bernhard, Bolaño

Andando el tiempo, surgió una segunda hornada de escritores. Vivían en los bosques, al pie de las montañas y, aunque seguían soñando con las alturas y lo sagrado, necesitaban recalar en los confines de bosques colindantes con alguna ciudad, en la que se adentraban de vez en cuando para agitar mentes e instigar revoluciones. Después, los escritores empezaron a instalarse en pisos de la ciudad y se lanzaron de cabeza en la piscina del mercado y en poco tiempo empezaron a ser más numerosos que los lectores, y pronto quedó claro que, a fin de cuentas, el público no era más que una alucinación. Más tarde, llegaría Internet y hoy en día los escritores se sitúan ante su mesa y sueñan con lo sagrado al tiempo que derrochan brevedades en sus tuits y de vez en cuando intervienen en alguna polémica de la Red mientras comen pringles y lloran al preguntarse qué tienen que ver los autores de libros de broma de ahora con los misántropos desahuciados de antaño.

Nada que ver, claro. Sólo que uno hasta diría que existe una ligazón entre ellos, pues a todos se les llama por igual “escritores”. Me recuerda lo que decía ayer Javier Avilés en su blog El lamento de Portnoy, donde analizaba un logro de William Gaddis en su novela Los reconocimientos, el tratamiento otorgado a los personajes y muy especialmente a uno de ellos: “Cuando está en Madrid, Wyatt ya no es Wyatt (…) Es posible que en alguna ocasión se oculte bajo el nombre de Padre Gilbert Sullivan. Finalmente, un tal Yak le consigue documentación falsa por lo que a partir de entonces el personaje pasa a denominarse Stephan, aunque algo más tarde le reconoceremos bajo el nombre de Stephen. ¿Podemos decir en cada momento que Wyatt es Wyatt? ¿Es el mismo Wyatt en cada parte de la narración?”.

De los escritores actuales puede decirse lo mismo: todos se llaman Wyatt y supuestamente han heredado la llama de lo sagrado en la literatura, pero es rara la ocasión en que pueda verse esa luz o en la que ellos sean Wyatt de verdad. Para explicar tan inmensa debacle se habla del abandono de responsabilidades morales por parte de los escritores, pero ese argumento, no yendo nada errado, es insuficiente. Si bien es verdad que hoy en día casi todos los escritores, más que posicionarse en contra, trabajan en sintonía con el capitalismo y no ignoran que uno no es nada si no vende, o si su nombre no es conocido, o si no acuden decenas de admiradores cuando firman ejemplares de sus libros, no menos cierto es que las democracias liberales, al tolerarlo todo, al absorberlo todo, hacen inútil cualquier texto, por peligroso que éste pueda llegar a parecer.

En realidad, en lo que se refiere a la literatura, ya todo acabó, aunque quizás esto por suerte también se pueda todavía matizar. Pero es innegable que la prosa se ha convertido en un producto más del mercado: algo que es interesante, distinguido, esforzado, respetado, pero irremediablemente insignificante. Queda preguntarse, sin embargo, si no hay ni una sola salida, a pesar de que ya sepamos todos que dejar las montañas nos hizo sobrepasar de largo el final del juego. Y entonces uno a veces cree ver señales para seguir navegando, porque vislumbra los casos de un puñado de escritores que captaron la gravedad del momento y lo que escribieron fue enfermizo y canibalesco, absurdo y exasperado, pero paradójicamente también feliz y auténtico. Fueron esencialmente gente zumbada —escritores obsesivos, maníacos, trastornados en el buen sentido de la palabra— que escribieron de un modo más desesperado que la revolución, lo que en cierta forma les convirtió en herederos indirectos de los misántropos desahuciados de antaño. Sus obras fueron increíblemente honestas y tuvieron un poder liberador.

Algunos de esos grandes malogrados me vienen de inmediato a la memoria: Beckett, Bernhard, Bolaño. La ironía en Beckett, por ejemplo, tuvo siempre matiz de látigo: sus narradores fracasaban una y otra vez, incluso antes de empezar a hablar, pero gracias a esto encontraron un modo muy personal de expresarse, y en ese modo hay todavía —después del fin de la vieja gran prosa— un camino a recorrer.

“La decisión de no actuar más en público y, sin embargo, seguir perfeccionándose hasta el límite extremo de sus posibilidades”, leemos en El malogrado, y parecen esas palabras cargadas de expectativas en medio de la tempestad general. De ese libro de Bernhard y de otros del autor escribe Iyer en su ensayo: “Puede que sus músicos hayan renunciado a su arte y que sus críticos musicales sean incapaces de escribir una línea, pero Bernhard ha creado una música para sí mismo. Es, tal vez, una sinfonía grotesca, un vals ridículo, irrisorio, disparatado y oscuro, pero hay algo emocionante, podríamos decir incluso hermoso, en su canto abnegado”.

Esa clase de abnegadas músicas obsesivas son el último y quizás bien modesto camino que le queda a la literatura después de la muerte de la literatura. Son músicas de malogrados para malogrados. Y en ellas se concentra —como un hondo zumbido fuera del tiempo— nuestra postrera posibilidad de supervivencia.

Te escucho, lector, y no te negaré que casi se acabó la fiesta y que el cielo radicalmente negro siente indiferencia por todos, pero imagina, por un momento, que vas por ese último trayecto que le queda a la literatura y estás con los personajes de tu propia música en la última frontera, perdido en el desierto de Sonora, por ejemplo, al final de todas las búsquedas, o en la biblioteca gótica del gran Gatsby y te llamas Ojos de Búho y eres aquel tipo de grandes lentes que va siempre aturdido después de haber comprobado con asombro que los libros de la casa de Gatsby no son falsos.

Pongamos, además, que hay luna llena y banjos en el jardín.

—¿No lo ven? —dices—. Lo he comprobado. Los libros son de verdad.

Frases desesperadas como ésta, aunque cargadas de una exaltación de la supervivencia, componen la trastornada música de los malogrados: frases que son como suaves borrascas taciturnas, pensadas para un tiempo inestable, aunque no tan vacilante como quieren hacernos creer.

Desnudo en la bañera, asomado al abismo. Lars Iyer. Traducción de Susana Lago. Frontera D.

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