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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Querer o no querer a tus personajes

El crítico de cine de EL PAÍS analiza los últimos pases en el Festival de Cannes

Carlos Boyero
Las actrices Siobhan Reilly y Jasmin Riggins (a la izquierda) posan con el director Ken Loach en la presentación de 'The Angel's Share' en Cannes
Las actrices Siobhan Reilly y Jasmin Riggins (a la izquierda) posan con el director Ken Loach en la presentación de 'The Angel's Share' en Cannes LOIC VENANCE (AFP)

Ken Loach lleva 45 años hablando en su cine de que la vida acorrala a los de siempre, a los más débiles, denunciando injusticias y abusos cotidianos, exaltando la solidaridad y la dignidad de los que solo conocen la supervivencia. Y ha contado esas historias con estilo identificable y voz propia. A veces con exclusivo sentido trágico, a veces con agradecible humor y sarcasmo. Esa eterna militancia en la realidad y en el humanismo, esa forma de concebir el cine y la existencia, ha tenido artísticamente más momentos altos que bajos, aunque en ocasiones resulte demagogo, amenace el panfleto facilón, sea previsible o fatigoso. Pero cuando logra dotar de complejidad a su mundo es muy bueno, los personajes y las situaciones desprenden veracidad y cercanía, sus películas respiran y transmiten emoción.

Ken Loach exhibe tono y gracia; Andrew Dominik, solo exhibicionismo

Loach lleva bastante tiempo colaborando con el guionista Paul Laverty y esa química parece funcionar, evidencia que comparten una visión parecida o complementaria sobre las personas y las cosas. Les prefiero cuando se ponen agridulces e introducen toques de comedia que cuando son concienciadamente trágicos. Route Irish, su anterior película, me espantó. Con The Angel’ s Share, que acaba de presentarse en la sección oficial, recuperan el tono y la gracia que han demostrado tantas veces. Aquí, el protagonista es un chaval perteneciente al lumpen de Glasgow, educado en la violencia callejera y la autodefensa, con todas las papeletas para que le llegue un final cercano y salvaje, al que un juez le evita regresar a la cárcel a cambio de que haga 300 horas de trabajos sociales. Le acompañarán una corte de perdedores, de chorizos pintorescos y escasamente ofensivos. También alguien que por primera vez en su problemática vida le ofrece comprensión y ayuda a cambio de nada. Y este niño salvaje, que acaba de ser padre pero sabe que lo tiene muy crudo para disfrutar de una vida normal con su hijo y su mujer, se planteará que puede existir alguna luz al final del túnel, que si aplica su ingenio de gato callejero y renuncia definitivamente a sus demonios, incluso puede existir futuro para él, encontrar un lugar en el mundo lejos de la jungla.

Es probable que la escuálida camarilla de cretinos vanguardistas acusen a Loach de buenismo (cómo detesto ese término tan frecuentado por los bobos esquemáticos), de edulcorar la realidad, de sentimentalismo al gusto del gran público. No le causará el menor daño a una película que siente cariño por sus personajes, que no engaña sobre la naturaleza de su protagonista, capaz de lo mejor y de lo peor (se ha ensañado hasta dejar tullido a un pobre chaval por una discusión nimia), con una cálida dosis de humor y de ternura aunque lo que describe sea dramático, que logra que no pierdas el interés nunca por lo que te están contando, con un punto conmovedor y risueño. Adicionalmente, te proporciona un deseo irresistible de ir a catar las esencias del whisky en las destilerías de Escocia. Y te alegras mucho de que la instintiva sabiduría de este personaje sobre ese líquido inventado por los dioses para dar consuelo, placer y resaca a los hombres le permita una salida al que la existencia le había cerrado todas las puertas.

Los personajes de Dominik te dan igual, al contrario que los de Loach

El director neozelandés Andrew Dominik nos contó hace cuatro años con estética pretenciosa, turbiedad narrativa y mensaje desmitificador el asesinato de Jesse James a manos del retorcido Robert Ford. Ahora pretende en Killing them Softly reinventar el cine negro adaptando una novela del espléndido escritor George Higgins. El atraco de dos delincuentes de clase ínfima en una timba de póquer de los jefes mafiosos provoca que estos le hagan un contrato por medio de su abogado a asesinos profesionales para que se carguen a los audaces insensatos. El argumento no es demasiado original, pero Dominik se esfuerza por desarrollarlo de forma transgresora, imitando a Tarantino, comparando el funcionamiento del crimen organizado con la crisis económica que atraviesa Estados Unidos, jugando con la cámara para expresar los efectos de un chute de heroína, estilizando la violencia. Utilizando a James Gandolfini y a Vincent Curatola como gánsteres en decadencia para hacernos un guiño y recordarnos la relación entre Tony Soprano y John Sacromoni en Los Soprano, dándole la oportunidad a Brad Pitt de hacer lo que más le gusta, o sea poner acentos raros y gestos histriónicos para que nos olvidemos de lo guapo que es, inventándose diálogos cínicos y molones.

Pero tanto afán por ser distinto y dinamitar el género se queda en el exhibicionismo inútil del que se cree el más listo de la clase. Ves excesivamente la fórmula, el ansia por ser brillante y revolucionario. Y te quedas fuera, te da lo mismo que los personajes mueran o se salven. Todo lo contrario de la actitud de Ken Loach.

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