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OBITUARIO

Salvador García Cebada, ganadero de leyenda temido por los toreros

Sus ‘cebadagagos’ representan el toro bravo, encastado, poderoso y bello

Antonio Lorca
García Cebada, sombrero en mano, junto a Luis MIguel Encabo en 2005.
García Cebada, sombrero en mano, junto a Luis MIguel Encabo en 2005.JAVIER CEBOLLADA

El pasado viernes, la plaza madrileña de Las Ventas guardó un minuto de silencio en memoria de Salvador García Cebada, ganadero de reses bravas, fallecido esa misma mañana en la localidad gaditana de Puerto Real a la edad de 93 años a causa de una insuficiencia renal.

Los tendidos, puestos en pie, homenajearon a un singular representante del toro bravo que, paradójicamente, sufría desde hace tres años el olvido de la empresa madrileña. Fue, sin duda, la constatación de que había muerto un ganadero de los de verdad, que dedicó su vida a la crianza del toro bravo y encastado, al margen de las imposiciones de las figuras y las veleidades de los empresarios. Un ganadero que defendía la integridad del animal: “Mis toros salen a la plaza como la madre que los parió; es decir, que yo no tengo problemas con manipulaciones de ningún tipo”, dijo a este periódico en 1995.

García Cebada, nacido en Paterna de Rivera (Cádiz), fue el creador de los famosos cebadagagos, una mezcla de reses de origen Jandilla y Núñez, a raíz de que su familia comprara el hierro en el año 1960. A partir de entonces, surgió un toro diferente que destacaba por su bella estampa, su actitud desafiante, su pujanza y, sobre todo, por su casta. Y pronto se hizo famoso entre la afición el picante de los toros que se criaban en la finca La Zorrera, situada en Medina Sidonia. Y los cebadagagos se pasearon por las ferias de postín y contribuyeron al triunfo de muchos toreros que tuvieron que emplearse a fondo para sortear las dificultades de la casta.

“Saltaban a la arena los toros bravos de Cebada Gago y al verlos musculosos y proporcionados, con aquellas capas variadas y el pelaje lustroso, las cabezas armadas y astifinas, la cara guapa, el tranco largo, la embestida pronta al primer chulo que asomara por la lejanía, la afición decía ¡oh! o rompía a aplaudir”, describía el crítico taurino Joaquín Vidal sobre una corrida en la Feria de Colmenar en agosto de 1995.

Detrás de esos bellos y poderosos ejemplares había un romántico del campo bravo, Salvador García Cebada, calado siempre el sombrero de ala ancha, la tez oscura por el sol, y surcada la faz por las arrugas de la sapiencia y el duro trabajo del campo, convencido de que solo ese toro era capaz de producir emoción, que es el ingrediente fundamental de la tauromaquia.

Por tal motivo, los cebadagagos fueron adoptados por los verdaderos aficionados y las ferias que rinden culto al toro. Y por la misma causa, la divisa verde y roja fue postergada por las figuras, que preferían unos oponentes más bondadosos y menos fieros.

Así se entiende, por ejemplo, que esta ganadería sea una de las fijas en los sanfermines de Pamplona, la llamada Feria del Toro, donde acude cada año desde hace un cuarto de siglo, y que, poco a poco, haya perdido el lugar de preferencia que ocupó en otros tiempos en las ferias de Sevilla, Nimes, San Sebastián, Valencia o Madrid, entre otras plazas.

En una palabra, el ganadero Salvador García Cebada ha sido una víctima de la modernidad; prefirió no someterse a las exigencias de los toreros, y estos acabaron expulsándolo de los circuitos de las plazas de primera, a excepción de Pamplona. Hasta Madrid, que el viernes lo homenajeó, le había retirado el saludo. Su trayectoria, es, asimismo, la prueba de que los gustos de los aficionados importan poco al taurinismo andante. El veto a una ganadería la condena al ostracismo.

A pesar del maltrato recibido, Salvador García Cebada nunca permitió quitarse el sombrero y aceptar los gustos de las figuras. Ha muerto siendo el romántico que creía firmemente en el toro bravo y encastado; ese que exige toreros valientes y con el que los triunfos son auténticos.

Sus hijos Salvador y José continúan la estela familiar, y tiempo dirá si la obra de su padre se mantiene intacta en el reducido grupo de ganaderos de leyenda, como lo ha sido este enamorado del toro que ha muerto con las botas puestas de su firme afición.

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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