Moneo: “Cuando creía pasado mi turno, reconocen mi trabajo”
El arquitecto recibe "como un regalo" el Premio Príncipe de Asturias de las Artes
Extraño gesto el del jurado de los Premios Príncipe de Asturias el de colgar al cuello de los dos arquitectos españoles más reconocidos y antagónicos, Rafael Moneo (Tudela, 1937) y Calatrava, la misma medalla por méritos tan opuestos. Moneo ha recibido hoy, el día en que cumple 75 años, la noticia “como un regalo”. “No sé si el jurado ha querido dar señal alguna sobre el camino que debe tomar la arquitectura. Sáenz de Oiza también obtuvo el premio. Me consta que hace bastante tiempo barajaron mi nombre como finalista y me alegra que, cuando creía pasado mi turno, hayan reconocido mi trabajo”, cuenta desde su estudio, en Madrid.
Autor del Museo de Arte Romano de Mérida (1986), de la ampliación de la Estación de Atocha (1992) y de la ampliación del Museo del Prado (2007), está claro que Moneo ha sido un arquitecto eminentemente reparador. Un proyectista que ha buscado más contribuir a la coherencia de la ciudad que aportar una expresión personal. Por inclinación, por capacidad o por decisión, sus intervenciones han ido siempre a favor del contexto. Él mismo reconoce que “hay un momento en que la buena arquitectura acaba perdiendo los rasgos personales para asimilarse y crear esos rasgos más amplios de la ciudad”. Y puede que sea ese paso atrás, esa manera cuidadosa, paciente y poco arriesgada de intentar colaborar en la formación de la urbe lo que haya valorado el jurado para reconocer a quien lleva décadas siendo el arquitecto español más reconocido del mundo.
Hay un momento en que la buena arquitectura acaba perdiendo los rasgos personales”
Es cierto que en la trayectoria de Rafael Moneo puede leerse, durante algunas décadas, la historia reciente de la arquitectura: del metafísico Ayuntamiento de Logroño (1981) a la posmoderna Casa de la Cultura de Don Benito en Badajoz (1997). Pero lo es también que, llegado un momento, Moneo se bajó del carro de la historia para salvaguardar su propia obra. Más cartesiano y culto que creativo, optó por ejercer la cautela y fue fiel a su naturaleza decorosa y concienzuda cuando tantos edificios comenzaron a fragmentarse y a romper su perímetro con formas escultóricas. En ese momento, el único premio Pritzker español (1996) fue prudente. Se apeó de las tendencias internacionales, al contrario que los portugueses Alvaro Siza o Eduardo Souto, que sí emplearon su enorme conocimiento para acercarse a otra visión más vigorizante, y también más formalista, de la arquitectura con resultados que permiten aplaudir el cambio en personas que acumulan cinco décadas de profesión.
No fue el caso de Moneo, que ha jugado sus últimas bazas recuperando la sobriedad moderna con la Biblioteca de Deusto (2010), junto al Guggenheim de Bilbao, o apostando por la abstracción geométrica en el elegante edificio de ciencias de la Universidad de Columbia (2011). El más respetado entre los arquitectos españoles ha sido, sobre todo, un maestro de arquitectos, un proyectista extraordinariamente culto y un profesional responsable, y también intocable, que ha aprendido una forma de gestionar su profesión alejada de la práctica de visitar continuamente las obras y decidir allí acabados, entregas y, en realidad, la coherencia final de un edificio.
Esa manera de trabajar, aprendida con otro premio Príncipe de Asturias, Francisco Javier Sáenz de Oiza, el autor de Torres Blancas, tuvo que cuestionarla Moneo cuando, tras ejercer de Decano en la Escuela de Arquitectura de Harvard inició una práctica cosmopolita que le llevó a construir en Estocolmo (Moderna Museet, 1998), Houston (Museo de Bellas Artes, 2000) y Los Ángeles (Catedral, 2002 ). El mundo no es compatible con la manera artesana de tomar decisiones a pie de obra. Exige una profesionalización de la arquitectura que obliga a resolver sobre los planos los detalles y encuentros que Moneo se había habituado a solucionar en la obra. Ha sido el precio de crecer. Y aunque está claro que Moneo no ha convertido su oficina en una gran firma anónima, también lo está que el arquitecto no ha vivido el conflicto entre crecer o concentrarse con facilidad. “He podido tener más trabajo del que he tenido. Pero ¿qué hubiera ganado con multiplicar mi obra mucho más? Seguramente no tanto. También he hecho más trabajos de más que de menos”, reconocía a este periódico.
El arquitecto favorito de Rafael Moneo es el danés Jorn Utzon
Es significativo que el único libro que explica cronológicamente el trabajo de Rafael Moneo sea el volumen Apuntes sobre 21 Obras (Gustavo Gili), que analiza en 679 páginas esa cantidad de proyectos, menos de la mitad del trabajo del arquitecto. En esa lucha por crecer o contenerse, las bazas de Moneo han sido la cultura, la capacidad analítica y la disciplinada responsabilidad de ceñirse a lo que se le pide. La experiencia de saber escuchar al lugar tanto como la de saber solucionar los problemas le han servido para convertirse en uno de los proyectistas más fiables del mundo. “Hay instituciones que no quieren que el dinero para hacer un edificio se lo gaste un señor haciendo un garabato”, confiaba, de nuevo, a este diario. Aplaudido por su rigor constructivo y por su capacidad para realizar edificios sólidos y entroncados con los lugares, y tibiamente discutido por no tener una obra perfecta o por haber realizado las obras de más que él mismo reconoce, Moneo no hace garabatos. Aunque pueda admirarlos.
El arquitecto favorito de Rafael Moneo es el danés Jorn Utzon, el fallecido autor de la Ópera de Sidney, con el que trabajó durante un año. Es también significativo que lo que más le gusta a Moneo de ese edificio gestual y osado, en los antípodas de su discreta manera de proceder no sea su espectacular vuelo ni su fuerza icónica sino su inesperada implantación frente a la bahía. Y es ahí, en esa manera de posarse, donde el edificio australiano apuesta por relacionarse con el contexto, lo que permite que con el Kursaal de San Sebastián Moneo rinda homenaje a su maestro.
Babelia
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